memoria
Unamuno: primero la verdad que la paz
Réplica al artículo firmado por el magistrado Julio Picatoste en esta revista
Carlos Sá Mayoral 31/07/2024
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He leído la crítica del Sr. Picatoste al artículo de Gerardo Pisarello y, por alusiones, creo conveniente hacer algunas aclaraciones respecto a la muerte de don Miguel de Unamuno en la calle Bordadores de Salamanca, el 31 de diciembre de 1936.
El Sr. Picatoste da por válidos sin juicio crítico alguno los testimonios de personas directamente implicadas en los hechos o con intereses en sostener ciertos relatos exculpatorios para alejar las sospechas de un posible crimen, sospechas que surgieron ya en aquella jornada del 31 de diciembre de 1936.
El análisis del relato de Bartolomé Aragón deja claro que hubo golpes, voces y que una zapatilla se quemó. Al extremo –esto lo omite Picatoste– que Aurelia subió de la cocina –sita una planta más abajo del lugar de los hechos, algo que también olvida decir el juez jubilado– y se apostó en una de las dos puertas de la estancia donde se hallaba Unamuno, alarmada por lo que oyó desde la cocina. El relato poético de Aragón –con alusiones a España, etc.– sobre el suceso puede estar perfectamente orientado a enmascarar ruidos, gritos y consecuencias de un crimen, dulcificando lo sucedido como un arrebato de exaltación de Unamuno. Pero recordemos que, en ese incidente, una persona murió.
El testimonio del profesor Madruga puede estar perfectamente encaminado a ese mismo objetivo exculpatorio. En línea también con el prólogo del profesor Ramos Loscertales para un libro de economía, escrito por Aragón y que lejos de tratar la materia de la obra, se dedica a justificar la presencia del propio Bartolomé Aragón en casa de Unamuno, así como las circunstancias de la muerte de don Miguel. Tan extraño prólogo parece tener solo una finalidad: exculpar a Aragón ante el rumor del crimen esparcido aquella noche por Salamanca. Madruga hace otro tanto para eliminar la sospecha de la premeditación, con tan buen resultado que Picatoste probablemente esté cayendo en la trampa casi 90 años después.
Unamuno no cesó de intentar transmitir en el extranjero los crímenes que sucedían en la España fascista. Como razonamos en el libro, ante la circunstancia bélica de tener las tropas atascadas ante Madrid, era un lujo que Franco no se podía permitir.
Pero el discurso antifascista de don Miguel se acababa de publicar en Candide el 10 de diciembre, un semanario francófono con gran predicamento entre la derecha gala. La opinión pública francesa de derechas podría modificarse y de este modo dejar de presionar al Frente Popular francés contra el envío de armas a la República española. Además, las cartas retenidas a don Miguel –unas cuantas, incluida la dirigida a Miller– no tendrían respuesta y Unamuno se daría cuenta. De manera que podría intentar métodos clandestinos más difíciles de detectar para sacar fuera de España sus denuncias antifascistas. Franco no podía permanecer indiferente, ni reforzar la vigilancia sin que a los ojos de los reporteros extranjeros que visitaban a Unamuno aquello no fuese otra cosa que una situación de prisión encubierta. Un escándalo internacional que había que evitar.
Pero la persona más preocupada con la actitud perseverante de don Miguel no era otra que el responsable de su vigilancia: el coronel Salvador Múgica, jefe del Servicio de Información Militar (SIM) llamado ya al cuartel de Franco en Salamanca el día del incidente de Unamuno con Astray (12 de octubre de 1936).
Entendemos que con el informe del 20 de diciembre –así lo hacemos constar el libro–, Múgica emplea el argumento del deseo de huida como excusa para terminar de una vez por todas con un disidente activo vivo –caso único en la España de Franco– al que no ve forma de hacer callar sin que la prensa extranjera pudiera convertir en prisionero del nuevo régimen.
La orden de asesinar al filósofo si trata de huir es conocida. Un informe contra Unamuno tan sólo once días antes de su fallecimiento nos parece un indicio más que razonable
Por eso no es importante si el supuesto plan de escape existe o no. Todo apunta a que con la sola intención de transmitirlo fuera de España sería suficiente señal de alarma. Después de saberse esa intención en el extranjero, una muerte repentina habría sido sospechosa. Por otro lado, la orden de asesinarle si trata de huir es conocida hasta por el propio don Miguel, como comunica a Miller. Un informe del SIM contra Unamuno tan sólo once días antes de su fallecimiento nos parece un indicio más que razonable, no olvidemos el contexto genocida de la represión franquista de aquel momento– para sospechar que su inmediata muerte pudo no ser natural. Sumemos de nuevo los indicios anteriores de lo sucedido el día del óbito: voces, golpes, calzado quemado… Entendemos que pudo elegirse el momento más propicio –tan solo la criada en el piso de abajo– para intentar cometer el crimen. Pero fiarlo sólo a una persona parece arriesgado. Aquí cobra valor el testimonio de Daniel Domínguez. Un hijo de Aurelia le había informado que aquella tarde subieron dos personas. Testimonio corroborado años más tarde por uno de los empleados de la Casa Museo Unamuno. Picatoste confunde el testimonio necesario para un juicio con el que puede recoger un investigador o historiador. Y aun siendo conscientes de los peligros del uso de testimonios orales, tampoco sería legítimo pasar de puntillas ante ellos. El caso es que el “exhaustivo conocedor de la vida de Unamuno” que cita Picatoste no parece haberle informado que Aurelia tuvo un hijo estando soltera, circunstancia que le dio la oportunidad de trabajar en casa de los Unamuno como “ama de cría” de Miguelín, el nieto de Unamuno que compartió techo con su abuelo hasta la muerte de éste. Es muy posible que este hijo –un niño cuando murió don Miguel– escuchara de boca de su madre un detalle de los hechos que no repitió a sus hermanastras, nacidas muchos años después.
Respecto a la causa de la muerte, debemos detenernos en la que consignó el médico represaliado por sus ideas republicanas, Adolfo Núñez, elegido para atender a Unamuno en ese trance final. La hemorragia bulbar –por arterioesclerosis– podría haberse determinado si el doctor hubiese estado presente durante el proceso del óbito o en su defecto tras una autopsia que no se realizó. El neurólogo Zarranz, en un artículo reciente sobre la muerte de Unamuno, hace la observación sobre la rareza estadística de ésta causa de fallecimiento natural, y añade de modo nada baladí que la destrucción del bulbo raquídeo es lo que se busca en ciertos tipos de ejecución (ahorcamiento, garrote vil…) Si Núñez hubiese señalado un infarto no habría quedado ninguna duda al respecto. Pero perfectamente pudo haber dejado el Dr. Adolfo Núñez un mensaje oculto sobre qué pudo haberle ocurrido a su amigo Unamuno, que sólo entendidos en medicina podrían comprender…
Me he limitado, por no cansar al lector, de ceñirme a los puntos que trata Julio Picatoste al que respeto, pues no veo que su interés sea otro que el de plantear dudas sobre un tema crucial en la historia de España: dilucidar si Franco pudo estar implicado en la desaparición de Miguel de Unamuno.
Entiendo sus dudas, pero no puedo compartirlas. Espero que él también entienda que mi convicción responde a su misma inquietud. La misma que sostuvo siempre don Miguel: primero la verdad que la paz.
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Carlos Sá Mayorak es autor del ensayo Miguel de Unamuno: ¿muerte natural o crimen de Estado?. Henry Miller y Francisco Franco en la desaparición del escritor (Madrid, Cuadernos del Laberinto, 2023).
He leído la crítica del Sr. Picatoste al artículo de
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