memoria
Los asesinos de Unamuno
Durante la dictadura dominó el relato de que el fallecimiento del filósofo fue por muerte natural. Debemos dar la batalla contra la mentira y la desmemoria histórica, y también realizar acciones materiales para desarmar a quienes la promueven
Gerardo Pisarello 16/07/2024
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
A medida que se acerca el 18 de julio, los negacionistas de los crímenes franquistas tienen por costumbre desplegar todo tipo de falsedades sobre lo que significó el golpe de 1936 contra la Segunda República. Una de las más retorcidas consiste en presentar como amigos del franquismo a figuras que llegaron a ser críticos implacables de sus crímenes, incluso sus víctimas. El caso del filósofo y escritor Miguel de Unamuno es uno de los más escandalosos.
El Unamuno de las derechas negacionistas
Según un relato nacido en la dictadura y asumido por muchos seguidores de Vox y del propio Partido Popular, Unamuno habría sido un compañero de viaje de Falange que contempló con aprobación el ascenso del franquismo y murió plácidamente, de muerte natural, en su residencia en Salamanca.
Este intento de apropiación de quien llegara a ser uno de los intelectuales españoles más reconocidos en el ámbito internacional tiene mucho de obsceno. Porque Unamuno no era desde luego un bolchevique. Pero mucho menos un fascista. Y si efectivamente aprobó en un primer momento el golpe del 18 de julio, ese apoyo se diluyó rápidamente y se transmutó en cerril censura de los crímenes cometidos por el llamado “bando nacional”.
Unamuno fue desde siempre un partidario de la República y participó activamente en su puesta en marcha
Si se atiende a la biografía política del autor de San Manuel Bueno, mártir, nada de esto sorprende. Unamuno fue desde siempre un partidario de la República y participó activamente en su puesta en marcha. No solo eso. Luchó con denuedo por la ampliación de las libertades públicas y por la elevación de las condiciones materiales de las clases populares. Si apoyó el golpe de julio fue porque pensó, como otros republicanos liberales, que había que rectificar el rumbo de la República, corrigiendo ciertas formas de violencia social que le parecían inadmisibles, pero jamás derrocándola.
Un librepensador ajeno a todo dogmatismo
El rechazo que el ascenso de la ultraderecha provocó en Unamuno no fue arbitrario. Su antidogmatismo, su humanismo, su espíritu crítico, se situaban a las antípodas de la defensa que el fascismo realizaba de la crueldad y del privilegio. Una de las primeras filosofías políticas con las que el autor de La tía Tula se identificó fue el anarquismo. De hecho, llegó a profesar una gran admiración por el republicanismo federal y libertario de quien fuera presidente de la Primera República, Francisco Pi y Margall, a quien Unamuno reputaba un “notabilísimo patriota”, autor de una “alta doctrina de civilidad”.
Esta mirada libertaria lo condujo más adelante, de una manera casi natural, al socialismo. En 1894 se incorporó a la Asociación Socialista de Bilbao, colaboró en el semanario La Lucha de clases y elogió entusiasta la constitución de “la gloriosa Internacional de Trabajadores”.
A comienzos del siglo XX Unamuno se convirtió en un porfiado adversario de Alfonso XIII y de la dictadura de Primo de Rivera
Coherente con esa biografía, a comienzos del siglo XX Unamuno se convirtió en un porfiado adversario de Alfonso XIII y de la dictadura de Primo de Rivera, temprano remedo del fascismo en España. Sus diatribas contra el régimen eran tan corrosivas que el dictador lo condenó al destierro en Fuerteventura, en Canarias. El autor de Niebla no se inmutó. Por el contrario, declaró desafiante: “Soy yo quien persigue a Primo, no él a mí”.
Por ese entonces, Unamuno también era un crítico convencido del belicismo nacionalista del régimen. En coherencia con esa posición dio apoyo a diferentes movimientos anticolonialistas, como el de los rifeños que lucharon contra las mineras occidentales representadas por España en el norte de África. También colaboró en la revista Amauta, del socialista peruano José Carlos Mariátiegui. Desde sus páginas, elogió al independentista filipino José Rizal y no escondió su fascinación por el zapoteca Benito Juárez y por Simón Bolívar, “el más grande discípulo de Don Quijote”.
Un republicano convencido
En 1931, con obras valoradas más allá de las fronteras hispanas, como Del sentimiento trágico de la vida, Unamuno se presentó como candidato a concejal por la Conjunción Republicano-Socialista. Elegido el 14 de abril, fue el encargado, desde el balcón del Ayuntamiento de Salamanca, de pronunciar un vibrante discurso en defensa de la República. En él, anunció entre vítores la llegada de una “nueva era”, evocó emocionado el antecedente de la revuelta comunera castellana de principios del siglo XVI y celebró el fin de “una dinastía que nos ha empobrecido, envilecido y entontecido”.
Como muestra Manuel Menchón en su excelente documental Palabras para un fin del mundo, de 2020, Unamuno fue un ferviente impulsor de la tarea alfabetizadora de la República. A poco de entrar en el Ayuntamiento salmantino, fue elegido diputado a Cortes. Desempeñó ese cargo entre julio de 1931 y octubre de 1933 y llegó a ser el primer parlamentario en utilizar en una intervención el castellano, el catalán, el euskera y el gallego.
Llegó a ser el primer parlamentario en utilizar en una intervención el castellano, el catalán, el euskera y el gallego
Polémico, directo, Unamuno se empeñó en huir de las etiquetas fáciles. Le gustaba presentarse a sí mismo como un liberal en lo político, “ideoclasta” y “rompeideas”. Esta concepción del mundo lo convirtió en un detractor implacable de la deriva autoritaria de la Revolución rusa y lo llevó a abominar del ascenso del fascismo y del nazismo en Europa (“El Estado soy yo, dicen que decía Luis XVI –escribió en una carta de 1931–, y eso dice el partido bolchevista ruso. Y eso dice el hediondo fajismo italiano, esa mafia de la hez intelectual y moral de Italia que tiene a su frente a la mafia de Benito Mussolini”).
Apoyo y alejamiento de un golpe de apariencia republicana
Cuando en 1933 el radical Alejandro Lerroux aceptó la entrada en su Gobierno de ministros de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), Unamuno temió lo peor. Y no se equivocó. La presencia de elementos fascistas dentro del ejecutivo disparó la conflictividad social. Para evitar que en España se impusiera un escenario como el de la Italia mussoliniana, la Austria de Dollfus o la Alemania nazi, sectores importantes de la clase trabajadora asturiana se levantaron en octubre de 1934.
Tras una represión brutal que anticipó métodos que el franquismo aplicaría con descaro, las izquierdas se unieron en torno al Frente Popular y consiguieron formar gobierno tras las elecciones de febrero de 1936. Aunque las autoridades republicanas intentaron frenar la violencia social, los conflictos se radicalizaron con un claro componente de clase. Unamuno y otros dirigentes republicanos como José Giral reaccionaron con preocupación a esta deriva.
Cuando se produjo el golpe del 18 de julio de 1936, Unamuno pensó que se trataba de un movimiento de corte republicano, restaurador del orden público y de una cierta paz civil
Cuando se produjo el golpe del 18 de julio de 1936, el autor de Amor y Pedagogía pensó que se trataba de un movimiento de corte republicano, restaurador del orden público y de una cierta paz civil. El propio Franco dio pábulo a esta versión de los hechos, ya que justificó su levantamiento apelando a la defensa de la fraternidad, la libertad, y la igualdad.
Muy pronto, Unamuno advirtió que los golpistas no pretendían salvar la democracia ni la República, sino acabar con ellas. Las detenciones y asesinatos de autoridades republicanas, de campesinos y obreros, de artistas como Federico García Lorca, de figuras como el pastor protestante Atilano Coco o el doctor Filiberto Villalobos, arreciaron.
Ante las constantes peticiones que le llegaban para interceder por personas detenidas y encarceladas, Unamuno llegó a interpelar al propio Franco, a quien por ese entonces tenía como un moderado dentro del autodenominado “bando nacional”. Para intentar calmarlo, Franco le propuso que lo representara en el acto oficial del “Día de la Raza”, celebrado el 12 de octubre en el paraninfo de la Universidad de Salamanca.
Un 12 de octubre que condenó a Unamuno
Unamuno pudo haber utilizado aquella intervención pública para congraciarse con Franco y dar la espalda a las víctimas de la represión que le pedían que intercediera por ellas. No lo hizo. Tras escuchar las peroratas patrioteras de los oradores que le precedieron en el uso de la palabra, no pudo contenerse. Censuró los desaforados ataques que estos profirieron contra catalanes y vascos. Cuestionó la defensa arrogante de lo que sus interlocutores llamaban la Conquista de América. Y lo decisivo: desafió al general José Millán-Astray, criminal de guerra en Filipinas, con un elogio encendido de Rizal, el patriota filipino, a quien Astray había ordenado fusilar y por quien Unamuno sentía un gran aprecio.
Millán-Astray y el séquito falangista que lo acompañaba estallaron en cólera. Estuvieron a punto de agredir a Unamuno mientras abandonaba el paraninfo de la Universidad
Tras oír la intervención del autor de Abel Sánchez. Una historia de pasión, Millán-Astray y el séquito falangista que lo acompañaba estallaron en cólera. Estuvieron a punto de agredir físicamente a Unamuno mientras abandonaba el paraninfo de la Universidad. Astray lanzó gritos de muerte contra “la intelectualidad traidora” y más tarde añadió: “También los catalanistas morirán. Y ciertos profesores, los que pretendan enseñar teorías averiadas, morirán también”.
Lo cierto es que ese 12 de octubre en Salamanca Unamuno sellaría su destino. El propio Franco tomó nota de lo ocurrido y decidió que no había vuelta atrás. Al llegar esa noche a su casa, Unamuno se encontró con una guardia militar a la entrada, que ya nunca dejaría de vigilarlo. Poco después fue destituido como rector de la Universidad. A partir de entonces, y desde el recientemente creado Servicio de Información Militar, conocido como SIM, Franco ordenó espiarlo e intervenir su correspondencia. Sabía que fusilar a Unamuno, como se había hecho con Lorca, provocaría un daño considerable a la reputación internacional del régimen. Tampoco podía permitir que el filósofo expresara abiertamente sus críticas, como había ocurrido en el acto del 12 de octubre. Optó por urdir un plan más avieso: recluir a Unamuno en su domicilio, ponerle vigilancia las 24 horas, espiar su correspondencia, y buscar el momento para deshacerse de él, con el menor ruido posible.
“Si me han de asesinar, como a otros, será aquí en mi casa”
A pesar de las amenazas veladas y directas que le comenzaron a llegar a partir del 12 de octubre, Unamuno no se amilanó. Por escrito o de manera oral, no cejó en su intento de dar a conocer, al interior y al extranjero, la desatada crueldad de los valedores de la “España nacional”.
A pesar de las amenazas veladas y directas que le comenzaron a llegar a partir del 12 de octubre, Unamuno no se amilanó
Cuando el periodista polaco Roman Fajans, de inclinaciones conservadoras, lo visitó en su casa a comienzos de diciembre, Unamuno le dijo que Franco dejaba hacer a Falange (“el mayor de los peligros que amenazan a España”) y que seguía a pie juntillas las indicaciones de Mussolini y Hitler. Pocos días después, el 11 de diciembre, envió una carta al ABC de Sevilla en la que desmentía una noticia sobre una presunta crítica suya al “Gobierno rojo de Valencia”.
“Eso es mentira y usted lo sabe”, escribió Unamuno. “Y ahora debo decirle que por muchas que hayan sido las atrocidades de los bandos rojos, de los hunos, son mayores las de los blancos, los hotros. Asesinatos sin justificación. A dos catedráticos, a uno en Valladolid y a otro en Granada por si eran… masones. Y a García Lorca […] Y todo esto lo dirige esa mala bestia ponzoñosa y rencorosa que es el general Mola”.
El final de la misiva revela que Unamuno era consciente de que lo vigilaban y del riesgo que corría: “Le escribo esta carta desde mi casa donde estoy hace días encarcelado disfrazadamente. Me retienen en rehén no sé de qué ni para qué. Pero si me han de asesinar, como a otros, será aquí en mi casa”.
En una de las últimas cartas en vida, dirigida al escritor Henry Miller, e interceptada por los servicios de información, Unamuno volvía a mostrar su plena consciencia de que era “seguido a cierta distancia por un policía para que no salga de Salamanca […] con orden, si intento salir de ella, hasta de asesinarme”.
Décadas más tarde, Felisa Unamuno contó que su padre sabía que había soldados con orden de dispararle si le veían subirse a un automóvil
Décadas más tarde, Felisa Unamuno, hija del autor de El Cristo de Velázquez, confió a la escritora norteamericana Margaret Rudd que su padre había sabido por un sacerdote dominico que había soldados con orden de dispararle si le veían subirse a un automóvil.
Una orden de esta relevancia no podía venir de Millán-Astray. Tampoco de un falangista de segundo orden. De ahí que el escritor Carlos Sá Mayoral, en su excelente trabajo Miguel de Unamuno: ¿muerte natural o crimen de Estado? (Cuadernos del Laberinto, Madrid, 2023), apunte al superior de todos ellos: Francisco Franco, probadamente informado de manera directa por sus espías de cada paso de Unamuno.
Los indicios de una muerte violenta
La desautorización pública que el filósofo vasco realizó de un fascista despiadado como Millán-Astray precipitó su reclusión y su ostracismo interior. Su insistencia en criticar a Falange y en denunciar los crímenes del nuevo régimen tendrían una respuesta más drástica.
Unamuno era entonces un hombre de 72 años. Aunque padecía algunos achaques, podía considerarse cualquier cosa menos un anciano frágil. Conservaba su carácter enérgico, estaba plenamente lúcido, y diez días antes de su fallecimiento había dado muestras de querer huir de Salamanca. Solo por eso, resultaba demasiado peligroso para un régimen cada vez más interesado en acallarlo.
A día de hoy, el principal sospechoso de haber participado en una actuación violenta contra Unamuno ordenada por Franco es un militar falangista: Bartolomé Aragón
A día de hoy, el principal sospechoso de haber participado en una actuación violenta contra Unamuno ordenada por Franco es un militar falangista con ínfulas intelectuales: Bartolomé Aragón. Fue la última persona, de hecho, que visitó a Unamuno en su casa el día de su muerte, el 31 de diciembre de 1936.
Aragón no era amigo ni discípulo de Unamuno. Que abandonara el frente de combate para visitarlo en Salamanca un día de fiesta, no parece una casualidad. Cuando llegó a casa de Unamuno solo estaba Aurelia, la criada. Aragón era un admirador de Mussolini y dirigía un periódico falangista en Huelva. Cuando intentó mostrárselo a Unamuno en su estudio, este lo rechazó enérgicamente. Según Aurelia, hubo un momento en que se escucharon discusiones fuertes. El filósofo, visiblemente enfadado, llegó a dar un puñetazo sobre la mesa junto a la que estaba sentado. De pronto, el joven falangista notó que las zapatillas de Unamuno se quemaban en el brasero que tenía debajo de la mesa. Al dirigir la mirada a Unamuno, lo vio hundir la barbilla en el pecho: entendió que estaba muerto. Desencajado, abandonó la habitación gritando: “¡Don Miguel, don Miguel!... ¡Yo no he hecho nada!... ¡Yo no lo he matado!”
En todos los relatos del final de la vida de Unamuno hay varios extremos que llaman la atención. Uno, que Aragón aclarara que no lo había matado cuando la muerte supuestamente obedecía a causa natural. Dos, que no hubiera noticia del soldado que vigilaba constantemente a don Miguel con orden de dispararle si este pretendía huir. Tercero, que no se realizara autopsia alguna y que el único certificado médico proviniera de Adolfo Núñez, un exconcejal republicano amigo de Unamuno, que ya había padecido duras represalias del nuevo régimen y que en ese momento seguramente se encontraba amenazado.
Formalmente, Núñez dejó escrito que Unamuno había muerto de una hemorragia bulbar, un traumatismo que según los expertos no puede certificarse sin una autopsia. No obstante, existen suficientes evidencias para pensar que un acto violento precedió a la muerte y que Unamuno se resistió, golpeando su escritorio y luchando por su vida. Este forcejeo, según los expertos médicos, pudo acabar en una dislocación del cuello o en una fractura de vértebras cervicales altas. La mano homicida pudo ser la de Aragón o la de algunos de los soldados que vigilaban a Unamuno. Siempre, eso sí, con la aquiescencia de Franco.
Volver a matar a Unamuno
Sea como fuere, lo cierto es que tanto Falange como la Universidad de Salamanca se apresuraron a conjurar cualquier sospecha. Rodearon a Unamuno de honores, intentaron presentarlo como uno de los suyos, y salieron airados a desmentir una supuesta acusación de “los servicios de propaganda roja” de que Unamuno había sido envenenado (la única hipótesis de todo punto improbable ya que no se encontraron tazas o rastros de bebidas).
El relato de la “muerte natural” de un Unamuno amigo de Falange y del “bando nacional” fue dominante durante la dictadura franquista
El relato de la “muerte natural” de un Unamuno amigo de Falange y del “bando nacional” fue dominante durante la dictadura franquista. Al menos hasta la aparición del excelente libro de Margaret Rudd, The Lone Heretic, publicado por la Universidad de Texas en 1963. Durante mucho tiempo, el trabajo de Rudd fue uno de los pocos que probaba que Unamuno se había convertido en un crítico insobornable del régimen y que había buenas razones para pensar que lo habían matado. Actualmente, las voces que sugieren que el autor de Vida de Don Quijote y Sancho acabó asesinado por orden de Franco han crecido notablemente. El libro de Luis García Jambrina y Manuel Menchón, La doble muerte de Unamuno (Capitán Swing, Madrid, 2021), y muy señaladamente, el de Sá Mayoral, son ejemplos solventes de ello.
La cuestión de fondo, a casi noventa años del golpe de 1936, es cómo evitar que Unamuno vuelva a ser asesinado con un relato plagado de falsedades y calumnias. O si se prefiere, cómo evitar que siga habiendo representantes institucionales como el alcalde del Partido Popular de Madrid, José Luis Martínez Almeida, que en pleno 2022 se atrevió a homenajear a uno de los principales responsables de su final: el golpista y criminal Millán-Astray.
Desde luego, si lo que se quiere es que la muerte de las víctimas de la dictadura franquista no se recree una y otra vez, es fundamental dar la batalla cultural contra la mentira y la desmemoria histórica. Pero también es imprescindible realizar acciones materiales, concretas, que desarmen y quiten poder a quienes las promueven. Solo así podremos rescatar con eficacia para las generaciones presentes y futuras, la voz insobornable, de trueno, de Miguel de Unamuno. Para mirarnos autocríticamente, desde luego. Pero también para evitar que los herederos de aquel fascismo desalmado no solo pretendan convencernos, sino que aspiren a vencer.
A medida que se acerca el 18 de julio, los negacionistas de los crímenes franquistas tienen por costumbre desplegar todo tipo de falsedades sobre lo que significó el golpe de 1936 contra la Segunda República. Una de las más retorcidas consiste en presentar como amigos del franquismo a figuras que llegaron a ser...
Autor >
Gerardo Pisarello
Diputado por Comuns. Profesor de Derecho Constitucional de la UB.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí