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Relatos

Sobre Gramsci, contra el interregno

La visión gramsciana de la historia como un ciclo natural de muerte y nacimiento aporta tranquilidad y consuelo en esta crisis, pero dificulta la reflexión sobre los verdaderos desafíos del momento

Adam Tooze (Sin Permiso) 2/09/2024

<p>Fotografías de Antonio Gramsci en 1933. / <strong>Dominio público</strong></p>

Fotografías de Antonio Gramsci en 1933. / Dominio público

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“La crisis consiste precisamente en que lo viejo está muriendo y lo nuevo no acaba de nacer; en este interregno aparecen una gran variedad de síntomas mórbidos”.

Para muchos comentaristas, esta es la frase que resume la actual crisis de la política y el poder mundiales. En un giro verdaderamente sorprendente del espíritu de los tiempos, las líneas del marxista italiano Antonio Gramsci se han convertido en una de las frases de principios del siglo XXI.

En este capítulo de las Notas sobre hegemonía quiero poner en duda esta conceptualización de nuestra crisis actual. La noción de interregno de Gramsci puede haberle servido para iluminar su contexto inmediato. Pero transmite a nuestra época una filosofía de la historia que en realidad oscurece cómo hemos llegado desde el momento de su redacción hasta nuestros días. Por lo tanto, obstaculiza la reflexión sobre los desafíos y oportunidades de nuestro momento actual.

Si tomamos en serio a Antonio Gramsci como pensador histórico, también deberíamos reconocer el enorme abismo que lo separa del presente

La actualidad de las líneas de Gramsci hoy debería hacernos reflexionar. Después de todo, si tomamos en serio a Antonio Gramsci como pensador histórico, como es absolutamente necesario, también deberíamos reconocer el enorme abismo que lo separa del presente. Fue un comunista que pagó con su vida su compromiso con la causa de la revolución mundial. Sus líneas sobre el interregno, ahora habituales en discursos de sobremesa y reuniones de grupos de expertos, fueron redactadas en noviembre de 1930 en una cárcel fascista. Gramsci tenía treinta y nueve años. Moriría a los 46 años, con su frágil salud irrevocablemente rota por un duro encarcelamiento.

Por síntomas mórbidos, Gramsci podía referirse al fascismo. Alternativamente, podía criticar el giro hacia la ultraizquierda del Partido Comunista Italiano bajo la presión de Moscú. Su lenguaje médico evoca la famosa denuncia de Lenin del comunismo de izquierda como un “trastorno infantil”.

Al preguntarme sobre la popularidad de las líneas de Gramsci hoy en día, he llegado a pensar que puede tener algo que ver con la forma en que combinan el drama (crisis, nacimiento, muerte, interregno) con un trasfondo de tranquilidad. Si esto es cierto, se trata de una profunda ironía histórica. Gramsci derivó su fortaleza y fe de su comprensión marxista de la historia mundial. Hoy sus palabras tienen propósitos muy diferentes.

¿Qué quiero decir con tranquilidad?

En primer lugar, la cita de Gramsci implica una dirección definida del viaje histórico. Sabemos lo que es viejo. Sabemos qué hay de nuevo. Puede que actualmente estemos en crisis, pero es sólo cuestión de tiempo antes de que finalmente llegue “lo nuevo”.

Una transición de lo viejo a lo nuevo podría implicar un cambio significativo, que podría abrirnos a pensar en futuros radicalmente diferentes. Podrían ser buenas noticias. Pero también podría resultar inquietante. Una vez más, la definición que hace Gramsci de la crisis como interregno proporciona tranquilidad. El presente es un interregno, porque es un período entre dos órdenes. Puede que ahora sea complicado, pero una nueva era está en camino.

Este tipo de pensamiento histórico no se limita a Gramsci. Está muy bien ilustrado, por ejemplo, en esta cronología convencional de la historia económica moderna.

Una vez planteado en términos de la secuencia regnum–interregno–regno, nuestro desorden actual se convierte en simplemente un momento pasajero. Dada esta secuencia, ¿quién podría dudar de que delante de nosotros nos espera una nueva barra blanca? En este gráfico, la fase gris del interregno que comenzó en 2008 ya tiene una señal a la derecha, aunque todavía no se ha fijado ninguna fecha para su final.

Otro punto de certeza en medio del interregno de Gramsci es que podemos distinguir con seguridad lo que es morboso de lo que es saludable. Esto implica nuevamente un punto de vista superior, algo que uno podría pensar que estaría en peligro en un verdadero momento de crisis.

La pregunta obvia es: ¿cuál es la base del juicio de Gramsci? Esta inquietante pregunta es especialmente apremiante si Gramsci estuviera, de hecho, aplicando la etiqueta de mórbido no al fascismo sino a aquellos con quienes no estaba de acuerdo en las filas del movimiento comunista internacional. ¿Fue este un diagnóstico médico–técnico? ¿O fue su juicio, como el de Lenin, un acto político, un acto de desacuerdo polémico y estigmatizante? En cuyo caso, la concepción naturalizada de crisis está, de hecho, disfrazando un choque político.

Si podemos imaginar la muerte como un proceso endógeno de agotamiento, no ocurre lo mismo con el nacimiento. ¿Quién o qué dará a luz a lo nuevo?

Finalmente, y de manera más fundamental, el diagnóstico de Gramsci ubica la crisis actual dentro de la historia imaginada como un ciclo natural de vida, nacimiento y muerte.

¿Qué pasará con “lo viejo”? – Debe morir.

¿Y cómo llegaremos a “lo nuevo”? – Nacerá.

Estas expresiones aparentemente obvias, especialmente la última, plantean una pregunta desconcertante: si podemos imaginar la muerte como un proceso endógeno de agotamiento, no ocurre lo mismo con el nacimiento. ¿Quién o qué dará a luz a lo nuevo?

Si algo nace –en lugar de desarrollarse, mutar o construirse desde dentro– implica un cuerpo que lo da a luz. Si se imagina un período histórico de confusión, incertidumbre y crisis latente como el parto de un nacimiento prolongado, entonces la tranquilidad subyacente reside en la suposición de una madre histórica que lleva a término “la nueva era”, un útero, un lugar de crianza donde lo nuevo es gestado y del que eventualmente deberá emerger.

“Lo nuevo” no se sabrá hasta que nazca. Pero este útero de la historia evocado tácitamente por las líneas de Gramsci es un hecho transhistórico.

Para Gramsci, este útero de la historia era presumiblemente alguna versión de la dialéctica histórica marxista. ¿Cuál es su equivalente para quienes hoy invocan a Gramsci? No tenemos una respuesta adecuada.

Esto es lo que quiero decir cuando afirmo que la fórmula de Gramsci, a pesar de toda su insistencia en la crisis, la frustración, el interregno y la morbilidad, en realidad nos ofrece consuelo. Los ecos lejanos de la filosofía marxista de la historia de Gramsci sirven para asegurarnos que:

*existen estándares normativos claros (mórbido versus saludable)

*hay una dirección clara y necesaria de la historia (vieja versus nueva)

*no hay amenaza de verdadera novedad, porque estamos en una secuencia de regnum–interregnum–regnum, lo que implica repetición, no innovación.

*y hay una estructura naturalizada global que gobierna el proceso, el útero del que eventualmente nacerá lo nuevo.

Encontramos esta misma lógica en otra formulación influyente de la historia de la hegemonía: la conceptualización de la secuencia hegemónica de Giovanni Arrighi.

La compleja narrativa histórica de Arrighi se resume en este diagrama secuencial.

Lo sorprendente de este gráfico es la complacencia con la que conecta la época medieval y el siglo XXI en una única secuencia. Hay una tendencia general hacia arriba en el esquema. Esto presumiblemente indica crecimiento económico. Pero no se especifica ningún eje vertical. El mensaje básico no es el de un desarrollo o crecimiento transformador, sino el de un patrón que se repite.

La estructura subyacente, el “mecanismo del útero” de Arrighi, se explica analíticamente en un gráfico separado.

Esta secuencia tiene una dimensión temporal. Pero como se imagina que se repite una y otra vez, no tiene un referente histórico específico. La secuencia de eras históricas (Génova, Países Bajos, Gran Bretaña, Estados Unidos) nace de un mecanismo subyacente que funciona transhistóricamente, como una lógica de metamorfosis.

Calificar esto de “transhistórico” tal vez sea una exageración. Pero sólo por poco. Lo que permite considerar setecientos años de historia como una única secuencia repetida de regnum–interregnum–regnum es una noción de capitalismo que se centra en los mercados y, en particular, en las finanzas. Es esta suposición la que permite desarrollar una narrativa que comienza en la Edad Media y continúa hasta el presente, en la que el surgimiento de la agricultura capitalista, o el sistema fabril, o la revolución de los combustibles fósiles, o la era del imperialismo, el mundo las guerras y el capitalismo gestionado por el Estado no suponen una diferencia significativa. Desde la Edad Media hasta el siglo XXI lo que vemos una y otra vez es la secuencia de acumulación mediante D–M–D' [dinero-mercancía-más dinero] dando paso a un D–D' puramente financiero, que a su vez es reemplazado por un nuevo ciclo de D–M–D'.

En mi opinión, un análisis tan esquemático traiciona lo que se propone analizar. Al igual que las líneas de Gramsci, combina una declaración de crisis con una garantía de conocimiento que niega el efecto disolvente de la crisis.

La formulación de Arrighi reduce la historia moderna a nada más que una secuencia repetitiva e intemporal. Modelos de este tipo reflejan la confusión y el terror del interregno, al mismo tiempo que reducen esa fase de desorden a algo temporal, recurrente y predecible. El modelo apunta al desarrollo histórico –el paso ascendente de una fase tras otra– pero en realidad reduce el cambio radical a la repetición. Después de una hegemonía lo que esperamos es simplemente otra.

Esta línea de pensamiento no es sólo simplista. En el momento actual es peligrosamente ingenua. Al drama de la hegemonía evidentemente menguante de Estados Unidos se suma la intensidad de la siguiente pregunta: ¿quién viene después? Esta pregunta, lejos de ser necesaria, se enmarca en el supuesto de repetición histórica: hegemón–interregno–hegemonía. En el momento actual sólo puede haber una respuesta posible: la China liderada por el PCC. Esto, a su vez, incita a la agitada élite estadounidense a emprender una acción de retaguardia más intensa. Pero ¿por qué suponer que en el siglo XXI habrá un sucesor del poder estadounidense del siglo XX?

Cualquier examen serio de los fundamentos del poder moderno sugiere que este tipo de visión cíclica de la historia está fuera de lugar

Cualquier examen serio de los fundamentos del poder moderno sugiere en realidad que este tipo de visión cíclica o secuencial de la historia está fuera de lugar.

Tomemos el PIB como un indicador de los recursos de poder y pensemos en el tipo de gimnasia intelectual que es necesaria para convertir la historia, tal como la describe el PIB a continuación, en la secuencia descrita anteriormente por el formalismo de Wallerstein y Arrighi.

Fuente: Proyecto Maddison.

En cuanto a la continuidad a largo plazo, el PIB global antes del siglo XIX era tan bajo que no se puede representar de manera sensata en el mismo gráfico que se extiende hasta el siglo XX. Esto también es válido para el peso económico y el poder destructivo. Por supuesto, hubo guerras altamente destructivas en el siglo XVII, por ejemplo, pero su violencia se desarrolló según una lógica muy diferente a la del siglo XX.

No vemos una secuencia clara en las que una potencia hegemónica desplaza a otra, sino más bien algo parecido a “amontonarse”

Y en cuanto al patrón de cambio, lo que vemos no es una secuencia clara de sustituciones en las que una potencia hegemónica desplaza a otra, sino más bien algo más parecido a “amontonarse”. Esta es la historia no como una repetición, sino en la maravillosa frase de Mark Blyth como un “viaje de ida hacia lo desconocido”.

Esta idea surge de forma más natural cuando hablamos de crisis ecológicas como el cambio climático. En ese ámbito de la historia mundial, son los negacionistas del cambio climático quienes se entregan a fantasías cíclicas sobre la temperatura global. Pero el calentamiento global es una contraparte directa de este gráfico del PIB, como podemos ver si lo yuxtaponemos con el gráfico de las emisiones de CO2.

Mi propuesta básica es que debemos mantener la misma conciencia del cambio radical que el pensamiento sobre la crisis climática ha agudizado en nosotros, también cuando pensamos en la historia del poder global.

Con ese espíritu, veo la construcción de la hegemonía global en el siglo XX no como una repetición de algo familiar, sino como una aventura en sí misma hacia lo desconocido. En pocas palabras, veo la hegemonía global como un problema del siglo XX.

Si ayuda, pensemos en el poder de Estados Unidos en el siglo XX como “poder petrolero”. En muchos sentidos esto es bastante engañoso. Sugiere una secuencia simple, comenzando con el imperio del carbón británico, seguido por el petróleo estadounidense y China y sus energías renovables. Éste también es un mal modelo. Sabemos que la historia energética no funciona así. Pero, al menos, la secuencia discreta de carbón, petróleo y energías renovables sirve para poner distancia entre nosotros y el formalismo aún menos útil de Arrighi de la lógica que se repite sin cesar de M–D–M', M–M', M–D–M'.

Haríamos aún mejor si pensáramos en el problema de la hegemonía global como una elipse histórica. El problema se planteó por primera vez a finales del siglo XIX, cuando la fuerza de la competencia imperialista rompió las fronteras del Imperio Británico. En nuestra era actual de multipolaridad G20/G30, está verdaderamente más allá de su fecha de caducidad.

Por supuesto, las visiones distintivas del poder global del siglo XX tuvieron precursores. Tenían condiciones previas. Primero, algo tenía que constituir nuestra concepción moderna de la globalidad. Esto sucedió a través del sistema global de poder, comunicación, transporte y comercio creado por el Imperio Británico en el siglo XIX. Esto constituyó por primera vez lo que Michael Geyer y Charles Bright llamaron la “condición global”. Con demasiada frecuencia esto incita a pensar en términos de una secuencia angloamericana. Pero nuevamente esto subestima el poder de la acumulación y la superposición. Comparado con el poder estadounidense en su pompa de mediados del siglo XX, el imperio británico era una fina red de redes. El imperio británico mantuvo su dominio con recursos extremadamente limitados, en gran parte como resultado de la debilidad de sus rivales.

Esta debilidad del poder global británico quedó expuesta en la era clásicamente diagnosticada como imperialista por Hobson, Luxemburgo, Lenin, Bujarin y otros. En muchos sentidos, fueron los primeros pensadores del globalismo y los confundimos fundamentalmente si los equiparamos con visiones milenarias e intemporales del imperio tan comunes en la literatura popular y en algunos escritos de historia académica. Aunque lo etiquetamos como imperialismo e implicó una ronda brutal de expansión y ocupación colonial, la lógica básica de esta era estuvo definida por el desarrollo de un nuevo grupo de estados nacionales: Italia, Alemania, Japón, Estados Unidos, además de Gran Bretaña, Francia, Rusia, cada uno de los cuales reivindicaba un “lugar bajo el sol”. La lógica brutal de esta época quedó más claramente expuesta en los esfuerzos colectivos de coordinación imperialista, sobre todo en la conferencia de Berlín de 1884–85 sobre el reparto de África y la coalición de ocho naciones para subordinar a China.

Fue esta nueva configuración de competencia global multilateral entre estados nación poderosos, claramente visible en 1900, la que definió el problema de la hegemonía del siglo XX.

La magnitud de este problema de orden era completamente nueva.

El capitalismo global nunca había operado en la escala que operaba a principios del siglo XX.

Nunca había habido un momento de violencia continental tan apocalíptico como la Primera Guerra Mundial. Y el resto del siglo confirmaría esa escalada

Tampoco la competencia imperialista basada en Estados nacionales poderosos había adquirido nunca tal intensidad. Nunca había habido un momento de violencia continental tan apocalíptico como la Primera Guerra Mundial. Y el resto del siglo confirmaría esa escalada. La carrera armamentista de la década de 1930 fue de un orden diferente a la anterior a 1914. Y la era termonuclear y la amenaza de una destrucción mutua asegurada elevaron esa amenaza a un nivel aún mayor. Escribiré notas futuras sobre esto.

Puede leer ambas tendencias ascendentes en el cuadro de la curva de poder más arriba. De hecho, como sostuve en Estadísticas y el Estado alemán, la construcción de la economía nacional como objeto de gobierno, expresada en forma de estadísticas económicas nacionales y un concepto como el PNB, es un efecto de este proceso. El Estado moderno y la economía nacional son hermanos gemelos.

Sumado a lo cual, el problema de la hegemonía como un problema nuevo del siglo XX nunca es simplemente una cuestión de política de las grandes potencias o de gestión económica. Siempre fue profundamente política. Las elites gobernantes nunca antes habían enfrentado desafíos políticos, sociales, culturales y económicos en forma de movimientos de masas democráticos, como lo hicieron a principios del siglo XX. A mediados de siglo las colonias serían ingobernables.

La Primera Guerra Mundial fue un punto de inflexión decisivo. Pero ya a principios del siglo XX, los revolucionarios pudieron ver el potencial explosivo de la situación. Eso es lo que diferenciaba la concepción de la revolución de Lenin de la de un revolucionario de mediados del siglo XIX como Karl Marx.

La comprensión de que el mundo había cambiado fundamentalmente era también lo que diferenciaba a los fascistas de los reaccionarios del siglo XIX. Sabían que tenían que ser, en cierto modo, revolucionarios. Del mismo modo, en la esfera imperial, los planes fascistas de expansión territorial eran más conscientemente racializados e hiperviolentos incluso que los de los colonialistas convencionales de épocas anteriores.

El desplazamiento y el desalojo de poblaciones a gran escala como modo de ordenamiento se convirtieron en algo común.

Mantener cualquier apariencia de statu quo en estas condiciones fue un nuevo desafío. También requirió que conservadores y liberales abandonaran sus dogmas del siglo XIX e innovaran en términos ideológicos. Híbridos como la democracia cristiana, el “nuevo liberalismo” y la socialdemocracia reformista fueron expresiones características del momento.

La elite británica fue la primera en darse cuenta de la magnitud del nuevo problema de mantener el statu quo en estas circunstancias dramáticamente distintas.

A partir de la década de 1890, el Imperio Británico, que se enfrentaba a una nueva serie de amenazas en todo el mundo, luchaba por estabilizar su posición. De hecho, en el Comité de Defensa Imperial creó una organización para llevar a cabo una estrategia plenamente global. La planificación naval británica abarcó todo el mundo. Nuevas alianzas anti–convencionales con Japón, Francia y Rusia prometían seguridad. Pero en 1914 también arrastraron al Imperio Británico a una ruinosa guerra entre grandes potencias centrada no en las colonias o en grandes batallas navales, sino en Europa continental.

No en vano, tanto Mussolini como Hitler idolatraban al primer ministro liberal durante la guerra, Lloyd George, como el político más visionario del momento. No fue simplemente su genio lo que convirtió a John Maynard Keynes en el pensador clave de la política y la economía liberales de la nueva era. Gran Bretaña financió inicialmente el esfuerzo bélico de la Entente sobre una base público–privada, operando a través de JP Morgan en Wall Street, que antes de 1914 todavía había sido un nodo periférico en el sistema financiero global. Más sobre la novedosa arquitectura de este sistema en una publicación futura.

Pero en 1916 estaba claro que sólo Estados Unidos tenía el poder de gestionar la nueva configuración de fuerzas globales. La extraña arquitectura de la movilización global en la primera fase de la Primera Guerra Mundial no podría sostenerse sin al menos la aprobación del gobierno de Estados Unidos. Esta es la trama de mi libro, Deluge.

La economía, medida con las nuevas estadísticas de ingreso nacional, sería la carta decisiva de Estados Unidos. Pero eso en sí mismo no es un hecho obvio. Fue un efecto de circunstancias particulares. 1916 es un momento crucial porque con las batallas de desgaste inconclusas en Verdún y el Somme, tras el “invierno del hambre” de 1915/1916, quedó claro que las operaciones puramente militares estaban en un punto muerto y esto significó que la producción de guerra y la estabilidad del frente interno asumiría un nuevo y central papel en la determinación del curso de la guerra. La guerra se convirtió en un nuevo tipo de guerra total. También fue año electoral en Estados Unidos, posiblemente el primer evento democrático formal (en contraposición a una revolución) de importancia a escala global. Ciertamente, fueron las primeras elecciones estadounidenses que las clases políticas de todo el mundo observaron con gran expectación.

Fue a partir de las urgencias, históricamente específicas, de la Primera Guerra Mundial como surgió una nueva red de poder centrada en Estados Unidos

Fue a partir de las urgencias, históricamente específicas, financieras y económicas de la Primera Guerra Mundial, como surgió una nueva red de poder centrada en Estados Unidos. Esto era algo nuevo, algo diseñado y construido para satisfacer la urgencia del momento. No hubo un útero de lógica hegemónica del que naciera el poder estadounidense para reemplazar un orden global británico moribundo. No fue la secuencia inevitable de la lógica monetaria la que impulsó su inevitable desarrollo para hacer que el dólar reemplazara a la libra esterlina. Fue la guerra y la financiación de la guerra. El dólar en el siglo XX desempeñaría un papel muy diferente al de la libra esterlina bajo el patrón oro del siglo XIX. Además, el poder global de Estados Unidos no sustituyó al poder británico. Se superpuso a los propios esfuerzos de Gran Bretaña, primero en la Primera Guerra Mundial, luego en el período de entreguerras y finalmente durante la Segunda Guerra Mundial, para dominar el nuevo problema de hegemonía. En áreas cruciales, especialmente los campos petroleros de Medio Oriente, no fue hasta finales de los años 1960 cuando Estados Unidos finalmente tomó el control.

Los estrategas del internacionalismo liberal estadounidense en torno a Woodrow Wilson lucharon por construir una nueva red de poder e influencia para colocar a Estados Unidos en la cima de un orden estabilizado. Mórbido o no, produjo algunas configuraciones extrañas. Wilson, un hijo comprometido del Sur de Estados Unidos, inmerso en el liberalismo conservador y burkeano, se vio agasajado por los socialistas europeos.

El proyecto de Wilson fue un primer intento. Cuando eso falló fue reemplazado en la década de 1920 por el desarme y la diplomacia del dólar. Cuando eso fracasó en la Gran Depresión, lo que surgió de los escombros fue el proyecto estadounidense de globalismo de la década de 1940, sostenido por el régimen del New Deal en casa y el extraño bloque de poder de las empresas progresistas orientadas a la exportación, los trabajadores del Norte y el Sur Sólido de Jim Crow.

Cada uno de estos proyectos fue una respuesta novedosa al nuevo problema de cómo domar al imperialismo y gobernar el capitalismo en circunstancias democráticas. Eran experimentales en el sentido de que nunca se había hecho antes.

Cuando Estados Unidos finalmente logró reagrupar su poder para la consolidación del bloque de la Guerra Fría después de 1945, era un tipo de poder que ningún Estado había ejercido antes. Sería un punto culminante único y dependería de un esfuerzo continuo y sistemático de innovación. El ejemplo más comúnmente citado del éxito de la hegemonía estadounidense, el Plan Marshall, no era el Plan A para el mundo de la posguerra, ni siquiera el Plan C, fue el Plan D. Y habría sido impensable sin la forma no menos sin precedentes de poder estatal que representaba la Unión Soviética de Stalin.

La era de hegemonía de Estados Unidos no fue una respuesta a un interregno. Realmente era algo nuevo. Por lo tanto, no fue la última versión de alguna forma familiar de poder. No reemplazó al imperio británico. El imperio británico también se estaba reinventando en respuesta a los nuevos desafíos de principios del siglo XX. Fue superado por Estados Unidos y anidó bajo las alas de esa potencia. No fue algo nacido. Fue construido.

Y si eso es cierto para principios del siglo XX, la cuestión de cómo se organizará el poder global en el siglo XXI no debería considerarse menos abierta. Ciertamente, nuestro problema ahora no es que lo viejo simplemente esté muriendo. Las cosas están lejos de ser tan simples. En ciertos aspectos cruciales, “lo viejo” sigue dando vueltas y, de hecho, tratando de movilizar nuevas fuerzas. Al mismo tiempo, el principal rival puede ser “nuevo” en el sentido de desconocido. Pero el régimen del PCCh se inspira en el éxito de un primer siglo de ascenso y evoca la antigua historia china. Y cuáles son sus impulsores subyacentes es un tema de debate polémico.

Qué es viejo y qué es nuevo, qué es mórbido y qué es vigoroso, cuál es realmente la lógica generativa subyacente de la historia, todas estas son cuestiones que en este momento están sujetas a debate. Por lo tanto, estamos experimentando una crisis de confianza y un período de incertidumbre que es mucho más profundo de lo que implica hablar de un interregno como Gramsci. Para ser claros, esto no significa necesariamente que sea más letal o más trágica que la época que truncó la vida de Gramsci. Nuestra normalidad, por catastrófica que sea, puede ser manejable. El reloj ambiental corre, pero la mayoría de nosotros ya no somos pobres. Vivimos más tiempo. Hoy en día, probablemente se hubiera podido salvar la vida de Gramsci. Existen recursos tecnológicos gigantescos a los que podría recurrir una gestión de crisis democrática y progresista. De lo que debemos desprendernos es del falso manto de confianza y claridad histórica que conlleva evocar conceptos de una época anterior. Dejar de hablar de un interregno puede privarnos de certeza. Pero más que un consejo de desesperación, es simplemente una exigencia de realismo. Lo que promete es la oportunidad de intercambiar fantasmas históricos por nuevos proyectos y la exploración de las posibilidades reales del presente.

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Adam Tooze es profesor de historia y director del Instituto Europeo de la Universidad de Columbia. Su último libro es Crash: Cómo una década de crisis financieras ha cambiado el mundo y actualmente está trabajando en una historia de la crisis climática.

Fuente: https://adamtooze.substack.com 

Traducción: Enrique García para Sinpermiso.info

“La crisis consiste precisamente en que lo viejo está muriendo y lo nuevo no acaba de nacer; en este interregno aparecen una gran variedad de síntomas mórbidos”.

Para muchos comentaristas, esta es la frase que resume la actual crisis de la política y el poder mundiales. En un giro verdaderamente...

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Adam Tooze (Sin Permiso)

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