Quedarse
E(X)it
Me inclino por permanecer. Será una suerte de masoquismo. Igual es que, como vivo en Madrid, ya estoy acostumbrada a habitar, analógicamente hablando, espacios hostiles y donde sé que no me quieren
Irene Zugasti 2/10/2024
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Sigo con atención el debate de estas últimas semanas sobre si hemos de marcharnos de X-antes-conocido-como-Twitter y sobre la responsabilidad de esta red en criar y cebar a la reacción ultra y sus consecuencias. Javier Milei (que cuenta con un ejército de trolls y bots activados en las redes para librar esta “batalla cultural” y no le ha ido nada mal en ello) es un ejemplo de que esas consecuencias pueden terminar con el trasero sentado en la Casa Rosada. Así pues, ¿hemos de ser parte de una gran renuncia twittera colectiva, un que te den masivo a esa red y sus criaturas, o, por el contrario, hay que permanecer en ella como un acto de fe y de resistencia? Es más, colegas, ¿tiene alguna relevancia que lo hagamos?
Después de darle muchas vueltas, de leer a Gerardo, a Adriana, a Guillem o a Ignacio, tras leer sobre las alternativas que planteaban Elena o Marta, y viendo que hasta El País cogía el testigo a CTXT para llevarse el debate a sus páginas –classic– sigo sin tenerlo claro. La cuestión es que este debate, perdonadme, quizá ni siquiera sea tan importante. Es una conversación que estamos manteniendo entre un tipo muy concreto de voces y de profesiones, de espacios y de personas: básicamente, periodistas y opinadores, ninguno o ninguna de nosotras con menos de treinta años ya, siendo generosa, y que hemos forjado en esta red una identidad profesional o militante, o ambas cosas –pero siempre política–, para librar algunas batallas. Y quizá vayamos perdiendo.
El otro día, charlando con un informático curtido en observar las redes, (empiezo a darme cuenta de que la gente que más sabe de esto no suele escribir apenas tweets) me despejó la discusión de un plumazo. “¿Te abruma lo de Twitter? No te has asomado a TikTok”. En esa red social quizá no hay tanto periodista, ni tanto justiciero, ni tantos wannabes de spin doctor de mediana edad, pero hay mil quinientos millones de personas muy jóvenes generando y compartiendo vídeos a una velocidad vertiginosa. Y ahí también hay contenidos maravillosos, y verdaderas “madrigueras” repletas de odio y de reaccionarios. Mucha gente ignora Facebook, pero ahí hay tres mil millones de usuarios también de mediana edad (dicen que treinta millones ya estarían muertos, de hecho) y en el caso español, con mayoría de mujeres, que también se informan, se divierten y socializan por ahí. Yo no lo despreciaría. Y tenemos, claro, Whatsapp, con dos mil millones de almitas del mundo usándolo cada día, dando la turra en grupos de familia, de trabajo, de amistades. Si eso no es una red social, que me aspen.
Las mentiras sobre los migrantes se escriben en la prensa oficial y se ponen en la boca de los tertulianos de televisión antes de hacerse virales en Twitter
En realidad, a mí me interesa YouTube: tiene casi dos mil quinientos millones de usuarios y usuarias, y es la segunda web más consultada del mundo después de Google. Siempre ha estado ahí, y por eso, quizá, ni siquiera nos hayamos dado cuenta, pero preguntémonos cuántas veces terminamos en ella cada día. Cumple con todos los requisitos de una red social: contenido generado por usuarias y usuarios, permite la interacción, la conexión y la creación de comunidades, y su material se hace fácilmente viral. Las mayores basuras que he escuchado últimamente contra la justicia social, antifeministas o a favor del sionismo genocida de Israel, por poner tres ejemplos, las he escuchado a través de YouTube, pero es también el espacio donde veo desarrollarse con más éxito algunos de los proyectos de información, de activismo o de entretenimiento más potentes e interesantes. Y por supuesto, si miramos más allá de nuestro occidental ombligo, veremos que en China hay otras redes sociales, con otras funcionalidades, con cientos de millones de usuarios, a las que lo que pasa en Twitter les importa un carajo. Igual ocurre con VK en Rusia o qué sé yo, hay incluso gente en otros sitios de Europa que liga por Linkedin. Y hasta cuentan que alguien encontró una vez trabajo ahí.
Así pues, de todo esto podríamos sacar tres conclusiones que, al menos, nos sirvan para no quedarnos atascadas aquí, en el should I stay o should I go que cantarían los Clash. Al menos en mi caso, que opino, como suele decirse, a nivel usuaria. La primera: que sería ingenuo pensar que los malos van a quedarse en Twitter compartiendo memes los unos con los otros mientras el resto fundamos el Valle Encantado digital. Porque el germen no es Twitter. Twitter solo es el canal, el altavoz de esos seres de carne y hueso y está modelándose, cada vez mejor, para su propósito. Pero los memes anticatalanes que llegan a tu grupo de whatsapp de compañeros del colegio de la promoción 1997, o el argumentario machista que los críos de doce o catorce años ya repiten en clase cuando toca hablar de igualdad no salen solo de Twitter. El odio y las mentiras sobre los migrantes se escriben en la prensa oficial (esa financiada con dinero público) y se ponen en la boca de los tertulianos de televisión antes de hacerse virales en Twitter. Los marcos de la derecha están en las escaletas de los programas de radio, los argumentarios turboliberales se enseñan en las facultades. Es más, si pensamos expresamente en nuestro oficio, antes de que operase el algoritmo que silencia nuestros posts sobre el genocidio de Israel o sobre la cloaca judicial española ya existía otra censura mucho menos sutil, que era ponerte la letra escarlata profesional y mandarte a la puta calle. La reacción y el silenciamiento de la disidencia, el fascismo cultural, la propaganda de guerra no nació con Twitter. No le demos esa categoría.
Dicho esto, voy con la segunda idea: ciertamente, tampoco hay necesidad de sufrir en un espacio hostil y que sirve para hacer rico a un mamarracho como Elon Musk. Menos aún de padecer la violencia gratuita de personas que utilizan el anonimato para volcar sobre otros, –que sí damos la cara– su odio, sus frustraciones, su opinión vociferada y faltona. Se pasa muy mal honestamente. Siempre me pregunto en qué momento de la vida cotidiana de una persona funcional se pueden dedicar horas a cargar contra alguien o algo machaconamente, en qué punto la crítica legítima (política, se entiende) deviene otra cosa mucho más terrible y peligrosa. Me cuesta imaginar un escenario en el que alguien pueda estar rumiando amenazas de muerte o campañas de acoso y a la vez, hacer la compra en el Alcampo. Pero existe, y nadie tiene por qué exponerse a eso a cambio de nada. Hay diferentes estrategias que no pasan por irse: la primera es hacer que te importe un carajo, es decir, usar la red para hacer agitación y propaganda, hablar de tu libro, y a otra cosa. Ni interacción, ni conversación, ni red. Solo un tablón de anuncios. Y eso vale para cualquier espacio, aunque empobrece bastante la idea inicial de tener un ágora digital para todas. Otra es ponerse un candado para limitar la cuenta a una comunidad cerrada, y proteger, en lo posible, tu salud mental y tu reputación online. Y otra, que parece haber convencido a una parte de la comunidad twittera, es migrar a las alternativas, minoritarias de momento, como Mastodon, que parecen reconectarnos con aquella tecnopolítica perdida. Yo, confieso, no he sido capaz de llevar a buen puerto ninguna de estas alternativas, de momento, y temo que esas “migraciones” dejen a mucha gente atrás y vuelvan a ser patrimonio de un sector que es el que tiene los medios, el conocimiento, el tiempo y las redes para permitirse ese “decrecimiento digital” mientras el resto navega en unas redes en decadencia porque son el único lugar donde pueden informarse, expresarse, relacionarse. No sería justo.
Tenemos algo potente, hermoso y que viene de lejos: lo colectivo. La red. La comunidad. Lo común
Y una tercera idea: trascendiendo Twitter –tómalo o déjalo, como Mocedades– hay que elegir terreno, el que queráis, el que más os guste, pero hay que dar la batalla. Con creatividad, con mala hostia si se quiere, con memes, con vídeos, con podcast, pateándose la calle, pero hay que darla. Que a diferencia de los monstruitos alt-right, los criptofachas y los odiadores de andar por casa o como queráis llamarlos, nosotras no estamos condenadas a comunicar desde una habitación pequeñita y lúgubre, como su existencia. Tenemos algo potente, hermoso y que viene de lejos: lo colectivo. La red. La comunidad. Lo común. Nunca hemos tenido mecenas en la sombra, ni nos ha hecho falta pagar cuentas falsas que engrosen nuestro número de seguidores. Venimos de otras redes –sociales–, sabemos conspirar, comunicar, organizar, difundir, en las duras y en las maduras. Creo que nos equivocamos enormemente al dar a los influencers y a los bustos parlantes de internet el rol que tenía el periodismo comprometido, la profesión que requiere de equipo, de método, de rigor y de compromiso. Y ocurre parecido con el influencerismo activista o divulgador, que nunca debió ser un sustituto del activismo y la militancia en colectivo. Al fin y al cabo, no dejan de ser individualidades con proyectos que se parecen más a un negocio que a ninguna otra cosa. Recuperemos lo que mejor sabemos hacer, lo que hacemos mejor que ellos, y como dijo aquel, el que pueda hacer, que haga.
En cuanto a mi, yo me inclino por permanecer de momento por X-antiguo-twitter aunque sea una pocilga, aunque tenga que encajar de cuando en cuando alguna crítica dolorosa –sobre todo cuando viene desde el fuego amigo– y aunque a veces me sienta vulnerable y expuesta, con mi nombre, rostro y desempeño a merced de vaya usted a saber qué o quiénes. Sería honesto hacerme esta pregunta: ¿para qué quiero Twitter? ¿Es adicción? ¿Es responsabilidad? ¿Es ego? ¿FOMO? ¿Es trabajo? ¿Es ese extraño efecto narcotizante, tirada en el sofá, atravesando timelines, esperando a que se me haga tarde para hacer algo real? Puede que sí, que sí a todo. Será una suerte de masoquismo, qué sé yo, o igual es que, como vivo en Madrid, ya estoy acostumbrada a habitar analógicamente hablando espacios hostiles, insalubres y donde sé que no me quieren. A todo se acostumbra una.
Mañana compartiremos este artículo en Twitter. Espero sus comentarios.
Sigo con atención el debate de estas últimas semanas sobre si hemos de marcharnos de X-antes-conocido-como-Twitter y sobre la responsabilidad de esta red en criar y cebar a la reacción ultra y sus consecuencias. Javier Milei (que cuenta con un ejército de trolls y bots activados en las redes para librar...
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Irene Zugasti
Iba para corresponsal de guerra pero acabé en las políticas de género, que también son una buena trinchera. Politóloga, periodista y conspiradora, en general
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