Cartas desde Meryton
¡Recen, recen!
La asunción cínica de que la política es una actividad hecha desde arriba, a la que no le atañen los problemas de la ciudadanía, alimenta los populismos reaccionarios que se aprovechan de ello para llegar al poder
Silvia Cosio 17/10/2024
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Cuando yo era pequeña no existía el bullying, y no me refiero solo a que la mayoría de nosotros desconociésemos este anglicismo, sino a que ignorábamos el propio concepto de “abuso”. Los abusones y la violencia en la escuela se aceptaban como un hecho inevitable, como parte del ecosistema, como un rito de paso. El mundo se dividía entre abusones, víctimas y esa masa indefinida de niños y niñas que un día podían ser las víctimas tangenciales de los abusones y otro día los que se reían de las víctimas y alentaban a los abusones, pero que principalmente eran quienes callaban y miraban hacia otro lado, aliviados por haberse librado de los insultos, los empujones, las pullas, las crueldades o los golpes. Cuando yo era pequeña no existía el bullying y toda la responsabilidad se ponía sobre las víctimas: “Dos no pelean si uno no quiere” (¡ja!), “la próxima vez tienes que responder y defenderte” (claro que sí, para que me insulten o me peguen más fuerte), “lo que tienes que hacer es ignorarlos” (táctica sin fisuras) y así un montón de etcéteras.
Lo que no te mata te hace más fuerte, excepto cuando te mata o te deja hecho una mierda el resto de tu vida. Pero al miedo a los abusones y a la violencia cotidiana se unía también la incertidumbre, porque nunca sabías qué era lo que tanto les molestaba de ti para hacer de tu vida un infierno y que además lo hicieran frente a todo el mundo, adultos incluidos: tu cara, tu pelo, tus gafas, tu peso, tu ropa, tu altura, tu risa, tus notas, el color de tu piel, tu acento... Con un poco de suerte, algún adulto –un profesor o alguien de tu familia– era capaz de entender que aquello no era normal ni mucho menos cosas de críos sino algo muy serio, e intervenía... para toparse también con un muro de ceguera, cuando no de complicidad con los abusones. Luchar contra estos abusos era, por tanto, una pelea individual, agotadora, incomprendida, despreciada e ignorada por las autoridades, el sistema educativo y por el resto de las familias. Una lucha que, en muchos casos, convertía a las familias también en víctimas, en objeto de burlas y críticas: “A los niños hay que dejarlos que resuelvan solos sus problemas, no hay que sobreproteger, el profesorado no puede ejercer de policía en las escuelas, hay chiquillos demasiado sensibles o susceptibles”. Hasta que un día ese chiquillo y chiquilla tan susceptible y sensible no puede más y acaba saltando por la ventana o arrojándose al mar o colgándose. Y entonces es cuando reúnen a todo el instituto en el gimnasio –a los verdugos abusones incluidos– para que así sanemos juntos las heridas y el trauma de esta pérdida temprana y trágica como si todo aquello no hubiera sido más que un accidente o una desgracia impredecible. Y el ciclo de violencia volvía a repetirse curso tras curso y te acostumbrabas a ver cómo eran las víctimas las que tenían que cambiar de centro para huir de sus abusadores y también de la incomprensión del resto.
Como sociedad hemos recorrido un largo camino hasta aceptar la existencia del bullying y tomárnoslo como un problema que nos afecta e involucra a todos, y no como un hecho individual, aislado o inevitable. Al igual que hicimos con la violencia de género –y que tendremos que hacer con el racismo sistémico–, ponerle nombre a un problema es el primer paso para tratar de resolverlo. No podemos acabar con el bullying, y mucho menos proteger de verdad a sus víctimas, sin la conciencia social de que estamos ante un grave problema que tiene que ser abordado desde la educación, la pedagogía, la justicia, las familias y la política. Pero también poniendo el foco en los responsables, que son quienes ejercen esa violencia y no quienes la padecen. Para acabar con los abusos la vergüenza tiene que cambiar de bando.
Cuando la ministra de Vivienda, Isabel Rodríguez, aconseja que apelemos a la amabilidad de los caseros para que no nos saquen los higadillos cada mes o no nos echen de nuestras casas para montar un piso turístico, nos está mandado dos mensajes bastante claros e importantes: su desconexión con la realidad, que no es un hecho baladí para una ministra, y el reconocimiento explícito de que para ella, y por deducción para el Gobierno al que representa, el problema de la vivienda no es un problema político –y por tanto un problema que afecta a toda la sociedad en su conjunto– sino individual, que tiene que ser abordado con soluciones que hay que buscar dentro del marco de las relaciones personales y no dentro del marco de la política, ignorando así que las relaciones entre inquilinos y caseros son, como las del empleado con su empleador, asimétricas y que la política tiene que proteger a la parte más débil.
Sin embargo, dar la espalda a la carga económica, psicológica y emocional que supone para una parte importante de nuestra sociedad –los jóvenes, las personas migrantes, las clases populares– el acceso a una vivienda asequible y en condiciones, convirtiendo los abusos del mercado inmobiliario de los propietarios y de los rentistas en un asuntillo que se puede arreglar tomándose un café con quien te está haciendo la vida imposible, es en sí mismo un posicionamiento que implica asumir desde la política las lógicas suicidas del neoliberalismo más desatado, en las que se da prioridad a la avaricia de una minoría frente a los derechos y las necesidades del resto de la sociedad. Este posicionamiento político adopta además el lenguaje de los abusones, que convierte a las víctimas en los responsables de los abusos que sufren y que les exige a ellos encontrar las soluciones. Dejar que nuestras ciudades sean colonizadas por los pisos de uso turístico que, como la masa blandurria de la película The Blob, se van extendiendo y arrasando poco a poco con todos los barrios, es una declaración política de primer orden. Es un “lo siento, no podemos hacer nada” mientras están haciendo algo, solo que ese algo no está pensado para hacernos a la mayoría la vida mejor.
Nada se escapa, por tanto, de la acción de la política: la negligencia, el dejar hacer, el ignorar… son posturas políticas. Cuando la comunidad internacional permite que Israel cometa un genocidio en Palestina a la vista de todo el mundo, invada el Líbano y bombardee Siria, Yemen, Irán, Irak, el mensaje político que se nos está mandando también es claro: que nuestros gobiernos occidentales han dado por muerto el Derecho Internacional y que la vida de los palestinos y de las personas de los países atacados por Israel no solo no tienen valor ni peso político alguno, sino que ellos son los responsables de su propio sufrimiento. Han asumido el lenguaje de los verdugos y han hecho política con él.
La asunción cínica de que la política es una actividad compleja hecha desde arriba a la que no le atañen las cuitas, los problemas y las necesidades de la ciudadanía alimenta los populismos reaccionarios que se aprovechan de ello para llegar al poder y, desde allí, poner en marcha políticas para esquilmar lo poco que aún conservamos. Nos dicen entonces que pongamos nuestras vidas y derechos en manos de los dioses, pero estos hace tiempo que nos han demostrado que son unos seres caprichosos y egoístas que ignoran todas nuestras súplicas.
Cuando yo era pequeña no existía el bullying, y no me refiero solo a que la mayoría de nosotros desconociésemos este anglicismo, sino a que ignorábamos el propio concepto de “abuso”. Los abusones y la violencia en la escuela se aceptaban como un hecho inevitable, como parte del ecosistema, como un rito...
Autora >
Silvia Cosio
Fundadora de Suburbia Ediciones. Creadora del podcast Punto Ciego. Todas las verdades de esta vida se encuentran en Parque Jurásico.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí