1. Número 1 · Enero 2015

  2. Número 2 · Enero 2015

  3. Número 3 · Enero 2015

  4. Número 4 · Febrero 2015

  5. Número 5 · Febrero 2015

  6. Número 6 · Febrero 2015

  7. Número 7 · Febrero 2015

  8. Número 8 · Marzo 2015

  9. Número 9 · Marzo 2015

  10. Número 10 · Marzo 2015

  11. Número 11 · Marzo 2015

  12. Número 12 · Abril 2015

  13. Número 13 · Abril 2015

  14. Número 14 · Abril 2015

  15. Número 15 · Abril 2015

  16. Número 16 · Mayo 2015

  17. Número 17 · Mayo 2015

  18. Número 18 · Mayo 2015

  19. Número 19 · Mayo 2015

  20. Número 20 · Junio 2015

  21. Número 21 · Junio 2015

  22. Número 22 · Junio 2015

  23. Número 23 · Junio 2015

  24. Número 24 · Julio 2015

  25. Número 25 · Julio 2015

  26. Número 26 · Julio 2015

  27. Número 27 · Julio 2015

  28. Número 28 · Septiembre 2015

  29. Número 29 · Septiembre 2015

  30. Número 30 · Septiembre 2015

  31. Número 31 · Septiembre 2015

  32. Número 32 · Septiembre 2015

  33. Número 33 · Octubre 2015

  34. Número 34 · Octubre 2015

  35. Número 35 · Octubre 2015

  36. Número 36 · Octubre 2015

  37. Número 37 · Noviembre 2015

  38. Número 38 · Noviembre 2015

  39. Número 39 · Noviembre 2015

  40. Número 40 · Noviembre 2015

  41. Número 41 · Diciembre 2015

  42. Número 42 · Diciembre 2015

  43. Número 43 · Diciembre 2015

  44. Número 44 · Diciembre 2015

  45. Número 45 · Diciembre 2015

  46. Número 46 · Enero 2016

  47. Número 47 · Enero 2016

  48. Número 48 · Enero 2016

  49. Número 49 · Enero 2016

  50. Número 50 · Febrero 2016

  51. Número 51 · Febrero 2016

  52. Número 52 · Febrero 2016

  53. Número 53 · Febrero 2016

  54. Número 54 · Marzo 2016

  55. Número 55 · Marzo 2016

  56. Número 56 · Marzo 2016

  57. Número 57 · Marzo 2016

  58. Número 58 · Marzo 2016

  59. Número 59 · Abril 2016

  60. Número 60 · Abril 2016

  61. Número 61 · Abril 2016

  62. Número 62 · Abril 2016

  63. Número 63 · Mayo 2016

  64. Número 64 · Mayo 2016

  65. Número 65 · Mayo 2016

  66. Número 66 · Mayo 2016

  67. Número 67 · Junio 2016

  68. Número 68 · Junio 2016

  69. Número 69 · Junio 2016

  70. Número 70 · Junio 2016

  71. Número 71 · Junio 2016

  72. Número 72 · Julio 2016

  73. Número 73 · Julio 2016

  74. Número 74 · Julio 2016

  75. Número 75 · Julio 2016

  76. Número 76 · Agosto 2016

  77. Número 77 · Agosto 2016

  78. Número 78 · Agosto 2016

  79. Número 79 · Agosto 2016

  80. Número 80 · Agosto 2016

  81. Número 81 · Septiembre 2016

  82. Número 82 · Septiembre 2016

  83. Número 83 · Septiembre 2016

  84. Número 84 · Septiembre 2016

  85. Número 85 · Octubre 2016

  86. Número 86 · Octubre 2016

  87. Número 87 · Octubre 2016

  88. Número 88 · Octubre 2016

  89. Número 89 · Noviembre 2016

  90. Número 90 · Noviembre 2016

  91. Número 91 · Noviembre 2016

  92. Número 92 · Noviembre 2016

  93. Número 93 · Noviembre 2016

  94. Número 94 · Diciembre 2016

  95. Número 95 · Diciembre 2016

  96. Número 96 · Diciembre 2016

  97. Número 97 · Diciembre 2016

  98. Número 98 · Enero 2017

  99. Número 99 · Enero 2017

  100. Número 100 · Enero 2017

  101. Número 101 · Enero 2017

  102. Número 102 · Febrero 2017

  103. Número 103 · Febrero 2017

  104. Número 104 · Febrero 2017

  105. Número 105 · Febrero 2017

  106. Número 106 · Marzo 2017

  107. Número 107 · Marzo 2017

  108. Número 108 · Marzo 2017

  109. Número 109 · Marzo 2017

  110. Número 110 · Marzo 2017

  111. Número 111 · Abril 2017

  112. Número 112 · Abril 2017

  113. Número 113 · Abril 2017

  114. Número 114 · Abril 2017

  115. Número 115 · Mayo 2017

  116. Número 116 · Mayo 2017

  117. Número 117 · Mayo 2017

  118. Número 118 · Mayo 2017

  119. Número 119 · Mayo 2017

  120. Número 120 · Junio 2017

  121. Número 121 · Junio 2017

  122. Número 122 · Junio 2017

  123. Número 123 · Junio 2017

  124. Número 124 · Julio 2017

  125. Número 125 · Julio 2017

  126. Número 126 · Julio 2017

  127. Número 127 · Julio 2017

  128. Número 128 · Agosto 2017

  129. Número 129 · Agosto 2017

  130. Número 130 · Agosto 2017

  131. Número 131 · Agosto 2017

  132. Número 132 · Agosto 2017

  133. Número 133 · Septiembre 2017

  134. Número 134 · Septiembre 2017

  135. Número 135 · Septiembre 2017

  136. Número 136 · Septiembre 2017

  137. Número 137 · Octubre 2017

  138. Número 138 · Octubre 2017

  139. Número 139 · Octubre 2017

  140. Número 140 · Octubre 2017

  141. Número 141 · Noviembre 2017

  142. Número 142 · Noviembre 2017

  143. Número 143 · Noviembre 2017

  144. Número 144 · Noviembre 2017

  145. Número 145 · Noviembre 2017

  146. Número 146 · Diciembre 2017

  147. Número 147 · Diciembre 2017

  148. Número 148 · Diciembre 2017

  149. Número 149 · Diciembre 2017

  150. Número 150 · Enero 2018

  151. Número 151 · Enero 2018

  152. Número 152 · Enero 2018

  153. Número 153 · Enero 2018

  154. Número 154 · Enero 2018

  155. Número 155 · Febrero 2018

  156. Número 156 · Febrero 2018

  157. Número 157 · Febrero 2018

  158. Número 158 · Febrero 2018

  159. Número 159 · Marzo 2018

  160. Número 160 · Marzo 2018

  161. Número 161 · Marzo 2018

  162. Número 162 · Marzo 2018

  163. Número 163 · Abril 2018

  164. Número 164 · Abril 2018

  165. Número 165 · Abril 2018

  166. Número 166 · Abril 2018

  167. Número 167 · Mayo 2018

  168. Número 168 · Mayo 2018

  169. Número 169 · Mayo 2018

  170. Número 170 · Mayo 2018

  171. Número 171 · Mayo 2018

  172. Número 172 · Junio 2018

  173. Número 173 · Junio 2018

  174. Número 174 · Junio 2018

  175. Número 175 · Junio 2018

  176. Número 176 · Julio 2018

  177. Número 177 · Julio 2018

  178. Número 178 · Julio 2018

  179. Número 179 · Julio 2018

  180. Número 180 · Agosto 2018

  181. Número 181 · Agosto 2018

  182. Número 182 · Agosto 2018

  183. Número 183 · Agosto 2018

  184. Número 184 · Agosto 2018

  185. Número 185 · Septiembre 2018

  186. Número 186 · Septiembre 2018

  187. Número 187 · Septiembre 2018

  188. Número 188 · Septiembre 2018

  189. Número 189 · Octubre 2018

  190. Número 190 · Octubre 2018

  191. Número 191 · Octubre 2018

  192. Número 192 · Octubre 2018

  193. Número 193 · Octubre 2018

  194. Número 194 · Noviembre 2018

  195. Número 195 · Noviembre 2018

  196. Número 196 · Noviembre 2018

  197. Número 197 · Noviembre 2018

  198. Número 198 · Diciembre 2018

  199. Número 199 · Diciembre 2018

  200. Número 200 · Diciembre 2018

  201. Número 201 · Diciembre 2018

  202. Número 202 · Enero 2019

  203. Número 203 · Enero 2019

  204. Número 204 · Enero 2019

  205. Número 205 · Enero 2019

  206. Número 206 · Enero 2019

  207. Número 207 · Febrero 2019

  208. Número 208 · Febrero 2019

  209. Número 209 · Febrero 2019

  210. Número 210 · Febrero 2019

  211. Número 211 · Marzo 2019

  212. Número 212 · Marzo 2019

  213. Número 213 · Marzo 2019

  214. Número 214 · Marzo 2019

  215. Número 215 · Abril 2019

  216. Número 216 · Abril 2019

  217. Número 217 · Abril 2019

  218. Número 218 · Abril 2019

  219. Número 219 · Mayo 2019

  220. Número 220 · Mayo 2019

  221. Número 221 · Mayo 2019

  222. Número 222 · Mayo 2019

  223. Número 223 · Mayo 2019

  224. Número 224 · Junio 2019

  225. Número 225 · Junio 2019

  226. Número 226 · Junio 2019

  227. Número 227 · Junio 2019

  228. Número 228 · Julio 2019

  229. Número 229 · Julio 2019

  230. Número 230 · Julio 2019

  231. Número 231 · Julio 2019

  232. Número 232 · Julio 2019

  233. Número 233 · Agosto 2019

  234. Número 234 · Agosto 2019

  235. Número 235 · Agosto 2019

  236. Número 236 · Agosto 2019

  237. Número 237 · Septiembre 2019

  238. Número 238 · Septiembre 2019

  239. Número 239 · Septiembre 2019

  240. Número 240 · Septiembre 2019

  241. Número 241 · Octubre 2019

  242. Número 242 · Octubre 2019

  243. Número 243 · Octubre 2019

  244. Número 244 · Octubre 2019

  245. Número 245 · Octubre 2019

  246. Número 246 · Noviembre 2019

  247. Número 247 · Noviembre 2019

  248. Número 248 · Noviembre 2019

  249. Número 249 · Noviembre 2019

  250. Número 250 · Diciembre 2019

  251. Número 251 · Diciembre 2019

  252. Número 252 · Diciembre 2019

  253. Número 253 · Diciembre 2019

  254. Número 254 · Enero 2020

  255. Número 255 · Enero 2020

  256. Número 256 · Enero 2020

  257. Número 257 · Febrero 2020

  258. Número 258 · Marzo 2020

  259. Número 259 · Abril 2020

  260. Número 260 · Mayo 2020

  261. Número 261 · Junio 2020

  262. Número 262 · Julio 2020

  263. Número 263 · Agosto 2020

  264. Número 264 · Septiembre 2020

  265. Número 265 · Octubre 2020

  266. Número 266 · Noviembre 2020

  267. Número 267 · Diciembre 2020

  268. Número 268 · Enero 2021

  269. Número 269 · Febrero 2021

  270. Número 270 · Marzo 2021

  271. Número 271 · Abril 2021

  272. Número 272 · Mayo 2021

  273. Número 273 · Junio 2021

  274. Número 274 · Julio 2021

  275. Número 275 · Agosto 2021

  276. Número 276 · Septiembre 2021

  277. Número 277 · Octubre 2021

  278. Número 278 · Noviembre 2021

  279. Número 279 · Diciembre 2021

  280. Número 280 · Enero 2022

  281. Número 281 · Febrero 2022

  282. Número 282 · Marzo 2022

  283. Número 283 · Abril 2022

  284. Número 284 · Mayo 2022

  285. Número 285 · Junio 2022

  286. Número 286 · Julio 2022

  287. Número 287 · Agosto 2022

  288. Número 288 · Septiembre 2022

  289. Número 289 · Octubre 2022

  290. Número 290 · Noviembre 2022

  291. Número 291 · Diciembre 2022

  292. Número 292 · Enero 2023

  293. Número 293 · Febrero 2023

  294. Número 294 · Marzo 2023

  295. Número 295 · Abril 2023

  296. Número 296 · Mayo 2023

  297. Número 297 · Junio 2023

  298. Número 298 · Julio 2023

  299. Número 299 · Agosto 2023

  300. Número 300 · Septiembre 2023

  301. Número 301 · Octubre 2023

  302. Número 302 · Noviembre 2023

  303. Número 303 · Diciembre 2023

  304. Número 304 · Enero 2024

  305. Número 305 · Febrero 2024

  306. Número 306 · Marzo 2024

  307. Número 307 · Abril 2024

  308. Número 308 · Mayo 2024

  309. Número 309 · Junio 2024

  310. Número 310 · Julio 2024

  311. Número 311 · Agosto 2024

  312. Número 312 · Septiembre 2024

  313. Número 313 · Octubre 2024

  314. Número 314 · Noviembre 2024

  315. Número 315 · Diciembre 2024

  316. Número 316 · Enero 2025

  317. Número 317 · Febrero 2025

los apocalipsis

La era del nihilismo dulce: entre la impotencia y la catástrofe

Las grandes posiciones de la era de las catástrofes podrían representarse en los “conscientes”, los “negacionistas” y los “indiferentes”. Este ejercicio literario nos permite considerar los medios para salvar la impotencia

Emmanuel Rodríguez (Zona de estrategia) 1/02/2025

<p><em>Calentamiento terraplanista.</em> / <strong>La boca del logo</strong></p>

Calentamiento terraplanista. / La boca del logo

La boca del logo

En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí

Nos estamos acostumbrando al apocalipsis tomado en gotas homeopáticas. En una secuencia cada vez más acelerada desde 2008, la crisis económica se combina con una cadena de eventos catastróficos de magnitud tanto local como global: el accidente de Fukushima de 2011, la larga guerra siria (2013-¿2024?), la pandemia de COVID 19 iniciada en 2020, la guerra de Ucrania, el genocidio de los gazatíes, las inundaciones recurrentes en todo el planeta, las espectaculares subidas del precio de los alimentos de 2010-2011 y luego de 2020-2021, además un largo etcétera que incrementaría esta lista de forma quizás redundante, pero al que necesariamente habría que añadir los conflicto de Sudán y el Yemen, y las olas de incendios de Australia de 2020, América del Sur de 2022-2023 y Canadá de 2023, con más de diez millones de hectáreas calcinadas cada una.

Habrá quien considere, con toda justicia, esta lista como un ejercicio arbitrario. ¿Qué tienen que ver guerras y pandemias, o las complejidades del “eterno” conflicto geopolítico de Oriente Medio con la borrasca Daniel, que en septiembre de 2021 se llevó la vida de alrededor de 15.000 libios, o con la gota fría de Valencia de octubre de 2024 que arrancó la vida a más de 200 personas? Nada, desde la óptica estrecha que considera cada fenómeno por separado, pues al fin y al cabo siempre hubo guerras y catástrofes naturales. De hecho, dirán, esta es la misma historia, recurrente y tediosa, de la especie humana. Pero la respuesta bien podría ser “todo”. Este conjunto de acontecimientos está tan trenzado de elementos sociales y “naturales”, que podemos considerarlo antes como la condición de nuestra época que como una invariante histórica. El factor que los reúne es el potente imán de nuestro sistema económico y social, cada vez más condicionado por el efecto bumerán de sus impactos nocivos en el sistema ecológico, que solíamos llamar “naturaleza” y que antes considerábamos completamente “externo” a la civilización.

La complejidad que tenemos que salvar es que en ninguno de estos acontecimientos se puede prescindir de al menos los siguientes cuatro elementos: la dimensión ecológica en la que la especie humana forma parte inextricable del conjunto de la biosfera del planeta, el metabolismo económico capitalista y su articulación sobre la base de la urgencia del beneficio y la acumulación incesante, la organización social (también demográfica) de sociedades divididas en clases y la segmentación de la humanidad en organizaciones estatales en mutua competencia. Cada acontecimiento catastrófico tiene causas y consecuencias en el resto de dimensiones, hasta al punto de volverlas indisociables.

La catástrofe administrada por los funcionarios militares llevaba a las sociedades modernas al borde de su autoaniquilación

Cabe también decir que la atención a la catástrofe no es en absoluto nueva, tal y como indica la aparición del género homónimo en los códigos cinematográficos desde la década de 1970: zombis, invasiones alienígenas, colapso de presas y megainfrastructuras (especialmente centrales nucleares), y más adelante, tormentas planetarias, pandemias, meteoritos planet-killers, etc. En un registro propiamente político, a finales de la década de 1970 y comienzos de la década de 1980, tras el retroceso de la ola revolucionaria que acompañó y siguió a 1968, ya hubo sectores, además del emergente ecologismo, que consideraron que a la era del progreso le había sucedido su opuesto. La crítica al productivismo industrial se resumió entonces en el concepto de “nocividades”. Con este se certificaba que el balance capitalista se había invertido: de la producción de riqueza hacia la producción de deshecho, contaminación y catástrofe1. Incluso durante el optimismo casi pleno de los llamados treinta gloriosos (1945-1973), en los que el consumo y el bienestar se habían convertido en la religión oficial de la inmensa mayoría, también en los países del Tercer Mundo, entonces recientemente independizados, no faltaron los profetas de la catástrofe.

Seguramente Günther Anders fue el más destacado pesimista de aquel periodo. Los dos volúmenes de La obsolescencia del hombre2, siguen pesando como una maldición para aquella época en la que se querían conjurar los males de la pobreza, la tiranía e incluso la guerra, por medio de los avances del capitalismo progresivo, la democracia liberal y el Estado del bienestar. Para Anders, las bombas de Hiroshima y Nagasaki no habían puesto punto final al exterminio nazi o a las atrocidades del imperialismo japonés, simplemente los habían desplazado hacia el corazón mismo de las democracias occidentales, elevando los umbrales del riesgo en la era de la potencia nuclear. La Guerra Fría y la guerra de Vietnam habían acercado peligrosamente a la humanidad a su exterminio. La catástrofe administrada por los funcionarios militares llevaba a las sociedades modernas al borde de su autoaniquilación.

En esa tradición agorera, el Bulletin of the Atomic Scientists, fundado por el director del proyecto Manhattan (origen de la bomba atómica moderna), Rober Oppenheimer, nos ofrece desde hace décadas sus tétricas predicciones con regularidad. El Doomsday Clock [el reloj del fin del mundo], que publica el Bulletin, trata de representar nuestra mayor o menor cercanía a un previsible apocalipsis provocado por desastres nucleares, guerras catastróficas, riesgos biológicos de origen humano o el propio cambio climático. En enero de 2023, el reloj nos situó a tan solo 90 segundos de la medianoche, punto en el que un evento catastrófico producido por el “progreso humano” infligiría un daño letal a la especie y al planeta.

Nadie en su sano juicio predice un futuro mejor. Nadie puede afirmar que el progreso marca el norte del sentido de la historia

En cualquier caso, lo que distingue nuestro tiempo de los años cincuenta o incluso de las décadas de 1970, 1980 o 1990, es que la catástrofe ya no es una posibilidad prevista por las “mejores” cabezas (científicos, críticos o filósofos), sino más bien una certeza asumida por la gente común y corriente. No es un miedo justificado en la mayor o menor probabilidad de lo impensable, como cuando en octubre de 1962, en los tiempos de la Guerra Fría, el inexplicablemente afamado J. F. Kennedy, ante el despliegue de armas nucleares soviéticas en Cuba, accionó el nivel DEFCON 2 del sistema militar estadounidense, paso previo a una guerra nuclear. Ese miedo se podía conjurar todavía con las innegables conquistas capitalistas de la llegada del hombre a la Luna, el uso de antibióticos y la rápida extensión del consumo. Hoy, sin embargo, la presencia de la catástrofe no consiste en un miedo fundado en una posibilidad entre otras. Antes bien, esta tiene la forma de una percepción compartida de que las cosas van mal, e irán todavía a peor. Fin del Progreso. Esa es la certeza.

Por supuesto, vivimos todavía en la resaca y la inercia de la era de los grandes avances. Políticos, científicos e ingenieros, al modo de los telepredicadores, siguen insistiendo en fáusticas soluciones a todos los problemas. Para demostrarlo ahí están la IA y su potencia escalada de mejoramiento humano, las ya casi palpables energías infinitas como la fusión nuclear o, en el peor de los casos, la transición posthumana por medio del escaneo cerebral hacia una vida puramente virtual. Pero aparte de estos modernos reyes taumaturgos3,  nadie en su sano juicio predice un futuro mejor. Nadie puede afirmar que el progreso marca el norte del sentido de la historia. E incluso en países como China, donde el desarrollismo capitalista ha empujado a un quinto de la humanidad a unos niveles de vida casi comparables a los occidentales, la preparación para la catástrofe –lo que con un eufemismo podríamos llamar “transición ecosocial”– es casi una disciplina empresarial.

Enfrentados a la seguridad del fin del progreso, lo que inevitablemente compartimos es un sentimiento de desamparo e impotencia. Tras la gran era de la emancipación humana y de las llamadas grandes narrativas (del progreso, la ciencia y la revolución), la postmodernidad alegre y feliz de los años ochenta y noventa, conforme a un “pensamiento débil”, únicamente preocupado por los dioses de las pequeñas cosas, no ha sido más que otro suspiro.

Uno de aquellos intelectuales militantes que atravesó como pudo, entre la cárcel y el exilio, la resaca de la reacción autoritaria y neoliberal de los años ochenta, Paolo Virno, caracterizó la mentalidad de aquella década como marcada por las apesadumbradas “tonalidades afectivas” del oportunismo, el cinismo y el miedo4. Describía así los componentes esenciales de la subjetividad llamada luego “neoliberal”, narcisísticamente individualizada, plegada a lo que también después se llamaría la “empresarialidad de uno mismo”, que no es más que el oportunismo y el cinismo traducidos a la puesta en venta de las propias competencias en el régimen precario y flexible de la economía de servicios de los países centrales del capitalismo avanzado.

Puede que estas sigan siendo las tonalidades emotivas de nuestra época, al fin y al cabo, no hemos logrado animar la superación política de aquel periodo. No obstante, el mismo Virno en textos posteriores nos proponía una definición para nuestro periodo que caracterizaba bajo el signo de la impotencia5. Escribe: “Las formas de vida contemporáneas están marcadas por la impotencia. Una parálisis ansiosa coloniza la acción y el discurso”. Para Virno, la impotencia era el resultado de la asimetría entre lo que consideraba una plenitud de facultades y de potencias, y la obvia incapacidad de ponerlas en uso, en acción. Este “uso” (hexis), decía Virno, es el presupuesto y el resultado de las instituciones sociales, que concretan y hacen efectiva la potencia de la cooperación de los animales humanos, y que por eso es capaz de volverse “cosa”, res, hechos materiales, transformaciones fundamentales. Y esta parece la condición de nuestro tiempo: las potencias del conocimiento y la ciencia resultan asombrosas en comparación con cualquier otra época histórica, pero la capacidad de las sociedades organizadas para convertirlas en acto, en acción consciente, con el fin de producir una sociedad-naturaleza no catastrófica no están al alcance de los humanos atomizados y separados en esas unidades discretas que llamamos familias.

Por eso, la “tonalidad afectiva” que podríamos añadir a la lista de Virno es la del “nihilismo”. Este término sirve para dar la clave del espíritu de la época, pero solo a condición de darle un sentido algo distinto al que proclamaron los nihilistas rusos de finales del XIX o al de sus conocidos usos por parte de Nietzsche. No estamos en la enésima proclamación del fin de los valores o del crepúsculo de los dioses, a las puertas de una sociedad y una existencia que se reconoce en el vacío de sentido. En esta “nada” vivimos desde hace 150 años. El nihilismo actual consiste en algo seguramente mucho menos apasionante y motivador, la nada actual redunda en la pasividad de masas, en una suerte de conformidad general contenta con sobrevivir.

Estamos ligeramente activos, pero en una clave personal, estrictamente individualizada y estética, como demuestra la religión del gimnasio y los deportes más exigentes

Quizás podríamos decir con Stengers que en la base de este nihilismo está la sensación compartida de que, para eso que llamamos “naturaleza” (ella emplea la metáfora de Gaia), que ha sido objeto de apropiación y explotación por parte de los sucesivos regímenes de acumulación capitalista, nuestra simple existencia individual y social es sencillamente indiferente6. Por decirlo en el grandilocuente lenguaje de la Escuela de Frankfurt, el triunfo de la razón instrumental capitalista y de la ilustración científica no ha producido simplemente la “naturaleza” (y con ella la sociedad) como “objeto”, sino que en su incuestionable deterioro y reacción catastrófica nos ha hecho a nosotros, los seres humanos, sencillamente insignificantes7. Enfrentados a esta era de efectos imprevistos provocados por la acción de la razón instrumental (como por ejemplo el cambio climático), los humanos sencillamente no contamos. Y no contamos, porque tampoco tenemos ninguna herramienta (más allá del conocimiento) que nos haga contar.

Paradójicamente, este nihilismo, al menos para aquellos que todavía están en la cúspide del planeta y del mundo, esto es, para la pequeña burguesía mundial (las clases medias globales), no implica un especial dramatismo. La neurosis se calma y se tranquiliza con toda una expansiva farmacopea, que nos libra de caer en la depresión y en la turbación de una pasividad postrera, al tiempo que contiene la ansiedad en límites tolerables. Nos hemos vuelto especialistas en el uso del Lorazepam, el Diazepam y el Prozac. Estamos ligeramente activos, pero en una clave personal, estrictamente individualizada y estética, tal y como demuestra la rápida extensión de la nueva religión del gimnasio y las disciplinas deportivas más exigentes. Parece que sobre el cuerpo considerado propio todavía podemos ejercer algún tipo de control frente a la incertidumbre exterior. En el marco del nuevo nihilismo y de la catástrofe ecológica, se nos propone, y al mismo tiempo aceptamos, un cuidado obsesivo y recurrente de nuestra arquitectura biológica, convertida en el templo de una eterna juventud, pero también en la prueba de la negación imposible de la vejez y de la inevitable decrepitud de la carne.

Al fin y al cabo, frente al fin del mundo, declaramos que la vida (la nuestra, la única que conocemos) todavía puede ser bella e incluso interesante. Pero siempre al precio de admitir nuestra completa impotencia. Por eso, nos entregamos a unas prácticas en las que estamos bien entrenados, por ya más de medio siglo de consumo de masas. Nos volcamos en una diversión controlada, medida, convertida en una suerte de entretenimiento constante y bien dosificado. Por eso nuestro nihilismo no es abroncado y violento como el de los populistas rusos, ni tampoco activo y cruel como el que se proponía el enclenque y enfermizo Nietzsche, ni por supuesto alegremente desenfrenado como el de los dionisiacos excesivos de todos los tiempos. El nuestro es un nihilismo dulce, y bobo al modo francés, bourgeois bohème.

Queremos todo aquello que marca una vida plena: viajar, ligar, hacer amigos, salir, pero de un modo que tiene algo de compulsión controlada

Este nihilismo dulce está orientado por una certeza de la finitud, de que la vida es corta e insegura. Pero esta certeza, reconocida e incorporada, tiene que ser, por otro lado, negada y ocultada, pospuesta frente a cualquier caramelo de gratificación inmediata; a modo de una certeza que se trata de conjurar siempre aquí y ahora, y que tampoco produce sabiduría añadida (ninguna reactualización de las viejas enseñanzas de cínicos y estoicos), en tanto no obliga en absoluto a tomar a decisiones radicales. Ligeramente ansiosa y depresiva, la subjetividad en los comienzos de la era de la catástrofe parece así conformarse con poco. Se contenta con explotar un poco más todas las fantasías y promesas de la era del progreso: una vida fácil y estimulada recurrentemente con propuestas de “experiencias” distintas, pero sin riesgos, esto es, con la garantía de que cuando estos episodios terminen, seguiremos siendo los mismos, idénticos a lo que éramos antes, si bien renovados por la aportación sensorial de una comida exclusiva, un paisaje exótico o un cuerpo otro.

Por eso, queremos todo aquello que marca una vida plena: viajar, ligar, hacer amigos, comer fuera, salir, pero de un modo que tiene algo de compulsión controlada (rara vez desbocada) y que, de forma algo forzada, busca hacer pasar el trago (la vida entre catástrofres) lo menos traumáticamente posible. Por ejemplo, se quiere viajar a cuantos más sitios mejor, y casi siempre dentro de esa paradoja de que sean sitios “exclusivos”, pero también altamente demandados, tal y como refleja la moda del selfie en Instagram, siempre en lugares espectaculares que parecen diseñados para cada uno de nosotros, los mismos que esperamos en la larga fila para repetir la misma foto. No merece la pena reiterar la crítica al turismo como experiencia sustitutoria del viaje en tanto transformación interior. En cierto modo, estamos un paso más allá, en la parodia de este.

Así en las grandes metrópolis, como es el caso de Madrid o Barcelona, cada fin de semana, cada puente, cada cadencia de más de tres días de fiesta es un pretexto para iniciar un éxodo hacia la costa, la montaña, la naturaleza, los destinos exóticos, el cual se vive como una “necesidad”, como un “derecho”; el “derecho” a la movilidad entendida como experiencia que rompe la rutina, aun cuando se vuelva también rutinaria. De hecho, esta movilidad bulímica se ha convertido en una suerte de forma de vida plena, también porque tiene el rasgo de un privilegio solo al alcance de las clases medias globales.

Quizás la transformación más sintomática sea la de la categoría de juventud, convertida en la edad fundamental, que se extiende sin ironía hasta la edad anciana

Valga decir, que la movilidad es una disposición constante para aquellos que viven de rentas o disponen de la posibilidad del teletrabajo. Se huye así de la masividad, del ruido, de la contaminación excesiva o del exceso de estímulos, en una suerte de manejo moderno de la trashumancia pero aplicada a los humanos, en la que de forma alterna se busca frío o calor, huyendo de la inclemencia climática (al fin y al cabo, de la forma atenuada de la catástrofe). Pero obviamente, de forma inevitable, se vuelve a la gran ciudad, donde se “hace la vida realmente”, y donde pastamos de forma continua, al tiempo que seguimos abonando con nuestro metabolismo acelerado la persistencia del mismo mundo que consideramos condenado a la extinción.

Razonamientos similares se podrían hacer del sexo consumido en las aplicaciones de citas, en las que, en el mercado de cuerpos, se trata de operar con el mínimo riesgo y de la forma más aséptica posible; de la búsqueda de la experiencia gastronómica, cuando ya apenas nadie sabe cocinar; o del consumo cultural, hoy motivado menos por la moda, que por el entretenimiento continuo que permita cumplir ese exorcismo permanente que nos detrae del aburrimiento.

En esta sociedad depresiva pero hinchada de “experiencias” –y que en el mundo solo aplica para las sociedades ricas de clase media–, las transformaciones antropológicas son seguramente más profundas de lo que pueda insinuar este análisis superficial. Quizás la transformación más sintomática sea la de la categoría de juventud, convertida en la edad fundamental, que se extiende hoy sin ironía hasta la edad anciana. Se es joven hasta el mismo punto en que caemos en situación de dependencia. Y esa juventud es entendida como una disposición a pasarlo bien, a disfrutar: una suerte de derecho inalienable a la irresponsabilidad eterna especialmente más allá del margen estrecho de la familia. De forma algo chocante, al mismo tiempo que nos sumergimos en esta etapa infinita de la minoría de edad, la propia condición del adulto joven (pongamos de los 18 a los 25 años) cambia y se transforma de ese periodo de la vida que en la Modernidad se consideraba formativo de una personalidad única y especial, por tanto una etapa de apertura, descubrimiento y entrega a la construcción del yo, a ser una suerte de estadio de espera siempre postergado hacia la existencia plena, en el marco desdibujado de una promesa de futuro que nunca llega. Con razón se ha encontrado en la depresión y en el entretenimiento forzado la condición subjetiva de los jóvenes biológicos actuales.8

La expresión es un simple desahogo, un expurgo de los restos de mala conciencia de la que aún queda de la subjetividad moderna

Una característica de la era del nihilismo dulce es que este no es un resultado de la falta de conocimiento. Ninguna política de concienciación conseguirá promover un llamamiento a la acción y menos aún desatarla. En este mundo de la post-Ilustración, la población sabe. El exceso de información es patente. El genocidio palestino es transmitido casi en directo. Recibimos a tiempo real las imágenes de las bombas, los cadáveres, las lamentaciones de una población obligada a un éxodo interno continuo. En otro orden, la prolongación de la temporada de tifones o huracanes –o en nuestro caso borrascas atípicas y medicanes– es noticia todos los años. Al igual que resulta extremadamente detallado el seguimiento de las consecuencias, las víctimas y los daños económicos, junto con la inevitable asociación de estos eventos extremos con el calentamiento global de origen antrópico.

Sin embargo, este exceso de información tiene efectos narcóticos. No llama a la acción salvo a una estrecha minoría. Desde los grandes episodios de 2011 –la Primavera Árabe y el movimiento de las plazas–, la reciente suma de catástrofes solo ha levantado algunas polvaredas (las acampadas por Palestina, los voluntarios de la DANA de Valencia), pero no verdaderos movimientos destituyentes. De hecho, la reacción pública es, en el fondo, de una indiferencia fingida y en ocasiones escondida con pomposas declaraciones de hartazgo o solidaridad con las “víctimas”.

Merece la pena considerar con algo de detalle el registro de la indignación que se expresa en las redes sociales convertidas en la única arena pública (y política) de esas clases medias que todavía marcan el destino de las sociedades ricas. Por supuesto, hay una parte de estos parlanchines digitales que expresa genuina preocupación por la suerte del mundo, pero esto no debiera impedir ver que esta indignación, incluso cuando es mayoritaria, no conduce a nada. En realidad, este tipo de política es la de un gran parlamento inane e impotente frente a los poderes reales de este mundo. La expresión es un simple desahogo, un expurgo de los restos de mala conciencia de la que aún queda de la subjetividad moderna. En el fondo, enfrentada a la catástrofe, la inmensa mayoría solo acumulamos espanto por aquello que puede ocurrirnos a nosotros mismos y que proyectamos en los pocos que consideramos semejantes. (Cada quien puede rellenar esa casilla según sus “identidades”: por preferencias políticas, autoubicación de clase, posiciones étnico-nacionales, orientación sexual, amén de multitud de disposiciones sociales inconscientes).

El negacionismo se debería entender menos como una forma de irracionalismo, que como una resistencia a reconocer que nuestro mundo ha entrado en su fase terminal

Otro apunte interesante sería considerar la sociología y las motivaciones de los que podríamos considerar los verdaderos enfadados con la época, y que a modo de hipótesis parecen los más asustados con la proximidad del fin del mundo, aquellos que de una u otra forma sienten o presienten que su posición está realmente amenazada, que el deterioro ya no se puede resolver con paliativos farmacológicos o con un consumo pasivizante. En este sustrato social, los negacionismos de extrema derecha, con todas sus variantes –desde el cambio climático a las teorías alternativas de la conspiración o el terraplanismo– y con todas sus casuísticas –que se alimentan de los tradicionalismo y fundamentalismos religiosos renovados–, tiene su mejor caldo de cultivo.

En cualquier caso, lo que los negacionistas niegan –la abrumadora evidencia científica sobre las nocividades y las catástrofes, o la condición misma de la ciencia como forma autorizada del conocimiento social– es solo la carcasa de una negación mayor: que hemos entrado en un tiempo excepcional y de emergencia, que rompe la normalidad de las viejas formas de vida. Y esto resulta intolerable, literalmente desquiciante. De hecho, el negacionismo se debería entender menos como una forma de irracionalismo, que como una resistencia a reconocer que nuestro mundo (una forma de vida, una manera de percibir y sentir) ha entrado en su fase terminal. El negacionismo se convierte así en la “verdad alternativa” de esta negación mayor: es el rechazo infantil al fin del mundo dispuesto para ser consumido por los más desesperados, los más imbéciles y los más crédulos.

Su resonancia con el nihilismo dulce, propio de aquellos que todavía se pueden entretener mirando a otro lado, es como el del positivo y el negativo de una misma imagen. El negacionismo, en su negación, reclama hacer la misma vida cuando esta se ha vuelto imposible. En este sentido, es también una forma más de las fenomenologías de la crisis, de la conciencia distorsionada de la misma. Así, si en los análisis de la II Internacional se decía que el antisemitismo, que hacía la asociación entre el judío y el gran capital, era el socialismo de los imbéciles, el negacionismo es hoy el utopismo de los imbéciles. Constituye de cabo a rabo la reivindicación de una vida digna y colectiva, pero negando la existencia de todo aquello que la socava.

El negacionismo es hoy el utopismo de los imbéciles. Constituye la reivindicación de una vida digna y colectiva, pero negando la existencia de todo aquello que la socava

En tanto forma postilustrada y acientífica de la conciencia de la crisis, cuando los negacionismos llaman a la acción, caen sin freno en las formas premodernas de la expresión del malestar popular: el chivo expiatorio, la conspiración, el rumor que precedía a los grandes motines. En este sentido, el negacionismo recupera una corriente subterránea de la historia europea, desempolva la memoria de los grandes pogromos, cuando en plazas y mercados corría la noticia de que los judíos habían secuestrado a algunos niñitos cristianos y los habían puesto a la brasa para comérselos como tostones. Cambien a esos judíos por otros enemigos a elección: musulmanes, menas, feminazis, buenistas o malvados izquierdistas. Y descubrirán el mismo recurso psicológico y tranquilizador, que, frente a la catástrofe incomprensible y devastadora, apunta al chivo expiatorio o al enemigo exterior: los “moros” que, tras la devastadora DANA, asaltan los pequeños comercios “cristianos” de honrados propietarios valencianos, el arma secreta marroquí que desató las violentas tormentas que provocaron las inundaciones, etc.

El negacionismo es, por supuesto, otra forma de impotencia. Agotados de apuntar hacia todo menos a los lugares en los que se producen las crisis, todos los negacionismos, desde el más delirante hasta el más razonable –que dice que siempre ha habido desastres naturales y “pequeños inconvenientes”–, se dirigen inevitablemente al Estado y al buen gobierno para que resuelva y devuelva al pueblo honrado su normalidad perdida. Se requiere al Estado para que proteja, para que haga de buen guardián con respecto de la comunidad legítima, la “nación verdadera”, que inevitablemente excluye a los de fuera, a los no adaptados y al enemigo interior. Se pide así a los poderes certezas y claridad, simplificación ante la complejidad ilegible. El negacionismo se convierte de este modo en el más sorprendente y peligroso reflejo de la impotencia social, de la falta de la instituciones colectivas, donde elaborar la herramienta más elemental de la crítica: disponer de un pensamiento propio mínimamente razonado e informado. A pesar de su rabia, que puede desencadenar en amagos de escuadrismo en forma de disturbios y brigadas nacionales, el negacionismo actúa en última instancia por delegación en los poderes personificados en un gran hombre / gran mujer, que concentre las fuerzas simbólicas y milagrosas de la salvación. Hasta ese punto llega su impotencia.

Entre el nihilismo dulce y el negacionismo rabioso se nos ofrece una de las grandes paradojas políticas de nuestro tiempo: la forma en la que la conciencia de la catástrofe divide políticamente a nuestras sociedades. Curiosamente, el informado, que decide mirar a otro lado, arrastra sobre sí a todos los indiferentes que pueden permitirse seguir viviendo una vida relativamente próspera y ostentosa. Se trata de una postura de estricta racionalidad neoliberal: si hay dinero y cierta seguridad, mejor seguir disfrutando o haciendo que se disfruta hasta que las llamas empiecen a arrasar la propia ciudad de Roma.

Quien se muestra consciente y sensible a la catástrofe –de una forma meramente declarativa– es muchas veces quien disfruta de una posición social más o menos plena

Al otro lado, el negacionista, puede estar ya quemándose en el incendio, o puede sencillamente haber empezado a oler el humo y haber entrado en pánico. El negacionista a veces responde a un perfil social desencantado, que se siente, en su fuero interno, extremadamente vulnerable. En ocasiones este perfil se encarna en posiciones sociológicas, como la que cada vez más divide a las sociedades del Norte global. Así, entre los negacionistas, se reconocen con frecuencia las clases medias en decadencia: los hijos y herederos de la vieja clase obrera industrial, antes integrados y ahora arrojados a los mercados laborales precarios de la economía de servicios; a los pequeños propietarios y productores rurales y de las pequeñas ciudades sin futuro; a los segmentos cuya prosperidad pasada no se consiguió convertir en capital cultural y cualificaciones universitarias, etc. En cualquier caso, esta correspondencia sociológica ni es definitiva ni tampoco absoluta. Lo que si es claro es que el negacionismo prende al lado de sus hermanos en la gran partida ideológica de nuestro tiempo: el populismo de derechas, el neotradicionalismo, el neoconservadurismo, los fundamentalismos cristianos (pero también musulmanes, judíos e hinduistas), los etnicismos y nativismos varios, etc.

Por su parte, el lugar en que el nihilismo dulce amenaza con dejar de ser sí mismo y convertirse en potencia activa, se encuentra entre las clases bien establecidas del viejo mundo, entre los componentes más ilustrados de esas sociedad, podríamos decir entre “los que saben pero no sienten”. Aquí reside la paradoja: quien hoy se muestra consciente y sensible a la catástrofe –recuerden, siempre de una forma meramente declarativa– es muchas veces quien todavía disfruta de una posición social más o menos plena. Curiosamente esta conciencia y esta sensibilidad tiene “valor de mercado”, se convierte en un activo “valioso” para la sociedad oficial. Así en ocasiones, el “informado” es también el periodista, el experto, el consejero o el político bien remunerado por su capacidad para seguir avisándonos del tétrico futuro que se avecina, o si se prefiere, del pequeño paliativo “posible”. En este sentido, esta “izquierda” forma parte de la inevitable necesidad de representación, que constituye la clave de bóveda de las democracias liberales.

En cualquier caso, en tanto su posición sigue estando a medio camino entre la plebe subvencionada y la verdadera clase patricia –en términos del sociólogo Bourdieu, siguen siendo los “dominantes dominados”– es imposible que alcance a convertirse en un verdadera sujeto político, como la salvífica clase ecológica, que por ejemplo se proponía animar Bruno Latour.9

A los efectos prácticos y políticos de una sociología crítica, el sector consciente no escapa en su modo de vida a las determinaciones de la sociedad de consumo avanzada, formada por individuos separados. Su ecologismo, feminismo, antirracismo o incluso –caso de existir– su anticapitalismo, no escapa de ser un estilo retórico e ideológico, que no llega a constituirse como una forma de vida, que requiere de una materia colectiva. Por muy pautada y sofisticada que sea su forma de estar, su amaneramiento y estilo, el “consciente” no escapa al nihilismo dulce. No vive de modo distinto al de los realmente “indiferentes”, y por ello es incapaz de actuar de forma distinta. En un sentido lato, el “consciente” es el mejor y más acabado representante del nihilismo dulce, desprovisto de todo rastro de mala conciencia, parece vivir plenamente satisfecho consigo mismo. De forma previsible, el Jeremías moderno coincide con el viejo Narciso.

Como suele ocurrir, en el cruce de insultos entre “negacionistas” y “conscientes” se encuentra en parte la clave para entender la política de la época. Cuando los “conscientes” arrojan sobre los “negacionistas” la inevitable acusación de barbarismo, estupidez o incluso fascismo, no se equivocan. El proceso de caída de los sectores que antes estaban relativamente integrados dentro las sociedades ricas ha implicado en ocasiones un cerril embrutecimiento. La reacción del negacionista no tiene más norte que la vuelta a lo de antes, aunque sea por medio de su restricción a los que todavía pasan por nacionales, “normales”, “nativos”, “blancos” o la condición a la que buenamente se agarren.

Sin embargo, entre los “negacionistas” no falta lucidez a la hora de desvelar las contradicciones de los “conscientes”. En su reacción descansa un fuerte componente antielitista que podría tener otras traducciones políticas. Al asimilar a los “conscientes” con las “élites liberales” no dejan de apuntar a una forma de vida profundamente hipócrita, apalancada dentro del mismo sistema que constituye la fuente de las catástrofes. Cuando muestran su desprecio por una forma de vida metropolitana, consumista y cosmopolita, sin raíces, declaran también que el “consciente” no es distinto del “indiferente”. Ambos están movidos por el mismo motor. ¿Por qué entonces “creerles”? ¿Por qué hacerles el caldo gordo que legitima su posición o al menos les da un suplemento de gracia moral, cuando los “negacionistas” saben de la impotencia e incompetencia de los “conscientes”?

Naturalmente, no hace falta decir que esta división entre “conscientes”, “negacionistas” e “indiferentes”, convertidos en las grandes posiciones epocales de la era de las catástrofes, es una caricatura, un ejercicio literario que empuja las posiciones hacia sus extremos. Ahora bien, ¿al exagerar determinadas fisonomías, no se descubren perfiles sociales antes opacados? En cualquier caso, lo esencial es considerar los medios para salvar la impotencia. Y estos hoy no parecen disponibles en los jueguecitos ideológicos de la política representada.

--------------

Notas:

  1. En el espacio ligado a la herencia de los situacionistas, surgió el grupo y luego editorial Encyclopédie des Nuisances, que aseguró las bases de un estilo de crítica que, en Francia principalmente, perdura hasta hoy.
  2. Günther Anders, La obsolescencia del hombre, 2 vols., Valencia, Pre-textos, 2011.
  3. En la formación de las monarquías modernas, y por tanto del Estado tal y como lo conocemos, a los reyes de Francia e Inglaterra, se les concedía la capacidad de sanar enfermedades y minusvalías por medio del toque real. Puede que este siga siendo uno de los atributos de todo poder. Véase al respecto al libro clásico de Marc Bloch, Los reyes taumaturgos, Madrid, FCE, 2017.
  4. Paolo Virno, «Ambivalencia del desencanto. Oportunismo, cinismo, miedo», en Virtuosismo y revolución. La acción política en la época del desencanto, Madrid, Traficantes de Sueños, 2003, pp. 45-76.
  5. Paolo Virno, Sobre la impotencia. La vida en la era de su parálisis frenética, Madrid, Traficantes de Sueños / Tercero Incluido / Tinta Limón, 2021.
  6. Isabelle Stengers, En tiempos de catástrofes. Cómo resistir la barbarie que viene, Barcelona, NED / Futuro Anterior Ediciones, 2017.
  7. Theodor Adorno y Max Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, Madrid, Trotta, 2018.
  8. Mark Fisher, Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, Buenos Aires, Caja Negra, 2018.
  9. Véase Bruno Latour y Nikolaj, Manifiesto ecológico político. Como construir una clase clase ecológica, consciente y orgullosa de sí misma, Madrid, Siglo XXI, 2023.

--------------

Este artículo fue publicado originalmente en Zona de estrategia.

Nos estamos acostumbrando al apocalipsis tomado en gotas homeopáticas. En una secuencia cada vez más acelerada desde 2008, la crisis económica se combina con una cadena de eventos catastróficos de magnitud tanto local como global: el accidente de Fukushima de 2011, la larga guerra siria (2013-¿2024?), la pandemia...

Este artículo es exclusivo para las personas suscritas a CTXT. Puedes iniciar sesión aquí o suscribirte aquí

Autor >

Emmanuel Rodríguez (Zona de estrategia)

Suscríbete a CTXT

Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias

Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí

Artículos relacionados >

Deja un comentario


Los comentarios solo están habilitados para las personas suscritas a CTXT. Puedes suscribirte aquí