Un hombre que toma notas apoyado en una farola
Conseguir que la memoria de Manuel Chaves Nogales esté viva es fundamental para quienes pretendan incorporarse al oficio de periodista
Soledad Gallego-Díaz 13/01/2015
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Mi generación recuperó muy tarde a Manuel Chaves Nogales, nunca completamente, pese al esfuerzo de sus mejores y más tempranos admiradores, como Isabel Cintas y Andrés Trapiello. Por eso produce alegría que dos periodistas jóvenes, como Luis Felipe Torrente y Daniel Suberviola, que rondan los 40 años, se hayan lanzado a la aventura de producir y lanzar el documental El hombre que estaba allí. Y que hayan conseguido, además, incorporar una entrevista con la hija del periodista, Pilar Chaves Jones, que ofrece un testimonio insuperable, y reunido un gran número de fotografías, muchas desconocidas hasta ahora, e incluso un pequeño documento gráfico que permite ver al periodista en movimiento, aplaudiendo a rabiar al recién proclamado presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, el 11 de diciembre de 1931. Seguramente fue uno de los pocos momentos en los que Manuel Chaves cerró su cuaderno y dejó de tomar notas.
Conseguir que la memoria de Manuel Chaves Nogales esté viva para todos quienes pretendan, hoy y mañana, incorporarse al oficio de periodista es fundamental, porque difícilmente se les puede ofrecer un mejor ejemplo y un mejor maestro. Chaves fue quizás el exponente más valioso del periodismo de la II República Española, no solo por su brillantez como escritor o por su espíritu aventurero, que le llevó a escribir reportajes prácticamente sobre todos los puntos conflictivos de Europa en aquellos años, sino, sobre todo, por su testimonio de independencia. Por su radical negativa a dejar de ver lo que sucede ante sus ojos, a someterse a la interpretación obligada que exigen los bandos en contienda. Una independencia que le llevó a un exilio muy temprano y a su expulsión, durante décadas, de los manuales de periodismo y de literatura.
El título de este documental, El hombre que estaba allí, es al mismo tiempo un ejemplo de exactitud y una declaración de buen periodismo. Dar testimonio ha sido siempre, y seguramente seguirá siéndolo en el futuro, una de las funciones básicas de este oficio. La experiencia demuestra que los seres humanos son capaces de cometer las más espantosas barbaridades y que las peores de todas se cometen cuando nadie observa, nadie fotografía o nadie relata lo que ocurre. Cuando nadie lo hace con la mirada del buen periodista, capaz de anteponer a todo la mejor de las perspectivas posibles, la de los seres humanos de carne y hueso, que sufren, mueren y matan, “héroes, bestias y mártires sin vocación heroica, sin malos instintos y sin espíritu de sacrificio o de santidad”.
Manuel Chaves Nogales, que escribió estas palabras, fue el hombre de estaba allí. Estuvo en una revolución (la rusa), en una guerra civil (la española) y en una guerra mundial (la II), y en todos los casos contó lo que vio y lo hizo desde esa mirada independiente que no se desvía cuando tropieza con la crueldad y con la obcecación de los seres humanos, estén del lado que estén. Chaves tuvo demasiadas ocasiones en su corta e intensa vida -murió a los 46 años- para apreciar esa realidad y nunca cejó en su empeño de reflejarla, quizás con la secreta esperanza de moderar su furia.
En sus viajes por la Rusia soviética, por Ifni, por toda Europa y por una España en la que acaba de estallar la guerra civil, el periodista denuncia, una y otra vez, a “quienes se toman el trabajo de que no quede nadie para contarlo”, sea entre los generales zaristas o los comisarios comunistas, entre los fascistas o entre los grupos anarquistas. Chaves no cree en el periodista neutral -siempre dejó clara su defensa de la República-, pero sí en el periodista independiente, capaz de relatar con la misma fuerza los odios desatados en los bandos enfrentados en una contienda.
Lo asombroso de Chaves es que es un periodista independiente que escribe en el momento en el que se producen los hechos, conviviendo con esos odios. La crítica adquiere todo su valor, no cuando coincide con el sentir mayoritario de un momento dado, sino cuando está en clara minoría y cuando esa denuncia supone un claro riesgo de ostracismo o, como sucede en el caso de Manuel Chaves, incluso de peligro físico. El reportaje novelado El maestro Juan Martínez que estaba allí se publicó en 1934, cuando muy pocos se atrevían a distanciarse, incluso a ironizar, a costa de la Revolución Rusa de 1917. “Vi muchas veces cómo se mataba a un hombre”, relata Juan Martínez en primera persona, “no por estos o los otros ideales, no por defender la bandera de su patria o de la revolución, sino porque llevaba encima un capote de paño en buen estado. Por lo mismo que se mata a los zorros”.
A sangre y fuego, con su prodigioso prólogo y sus estremecedores nueve relatos, está publicado en 1937, cuando él ya está en el exilio en Paris, pero cuando la guerra civil lleva poco más de un año destrozando España. Chaves no debió de tener dudas sobre el efecto que tendría su libro, tanto entre quienes ya le consideraban casi un traidor por haber confesado su exclusiva lealtad a la República, como en el bando franquista, que siempre le vio como un enemigo declarado.
¿Cómo es posible que un periodista como él fuera prácticamente desconocido para los profesionales de mi generación? Isabel Cintas, la primera biógrafa y estudiosa del periodista sevillano, y Andrés Trapiello, en Las armas y las letras, han explicado a qué se debe ese olvido tan significativo, el de un periodista, precisamente, “que perdió la guerra y los manuales de literatura”, porque en la postguerra ninguno de los grupos que representaban el antifranquismo tenía el menor deseo o interés en reivindicarle.
Así que, de Chaves Nogales, uno de los periodistas españoles más famosos de los años 30, el autor de una biografía de Juan Belmonte que se utilizaba como libro de texto en la Universidad de Harvard allá por los primeros años 40, no existía prácticamente memoria cuando yo empecé a estudiar y a trabajar como periodista, a comienzos de los 70. Él debió haber sido una de las grandes referencias profesionales para aquel grupo de jóvenes periodistas, ansiosos de encontrar maestros, de leer textos en los que aprender cómo mirar, cómo escribir, cómo contar, pero unos de manera oficial y otros, en un mundo más clandestino pero ya muy frecuentado, consiguieron arrancarle de nuestros manuales y de nuestra formación. Y nos dejaron desprovistos de un ejemplo que hubiera sido esencial para nuestro lamentable aprendizaje.
Acabamos nuestra carrera sin haber leído sus reportajes, sin haber estudiado su manera de observar y de narrar las cosas. Porque Chaves era, además, un escritor brillante, capaz de contar lo que veía con recursos literarios, pero sin abandonar su objetivo periodístico, tal y como hacen ahora, mejor que nadie, los cronistas latinoamericanos. Sus artículos, enviados desde la Unión Soviética o desde cualquier punto de Europa, rezumaban ironía y un maravilloso aprecio por el detalle. Chaves se esforzaba por alumbrar la chispa de los personajes con los que se tropezaba, a los que buscaba o a los que descubría un día, pero a los que no deja marchar hasta que le contaban, con pelos y señales, el episodio extravagante, y al mismo tiempo esclarecedor, que habían vivido.
Cesar González Ruano, que fue prácticamente el único periodista de aquella generación al que tuvimos acceso los de la nuestra, decía que “nunca volverá a escribirse el artículo tan inmejorablemente bien como en aquella época (..) Nadie ha superado ni igualado siquiera su tono y su tino, su eficacia y su belleza”, recoge Isabel Cintas.
Peor aún, acabamos nuestros estudios sin haber visto las primeras páginas del diario ilustrado y popular Ahora, que dirigió Manuel Chaves hasta su exilio y que llegó a ser uno de los más vendidos de España. Sin haber leído los editoriales que escribió en los días previos al estallido de la guerra civil, como el que publicó el 18 de febrero: “Gobernantes y gobernados necesitamos mucha serenidad, poca impaciencia y un gran respeto a las normas del Derecho Natural y Positivo. Por nosotros, no quedará”. O el que acompañó a la extraordinaria primera página del 13 de julio de 1936, dividida en dos mitades con las fotografías del teniente Castillo y de José Calvo Sotelo, ambos asesinados por facciones opuestas, una primera página que debió costarle el sueño y muchos apoyos y que resalta como una gema entre las peticiones de venganza o las justificaciones de muchas otras cabeceras madrileñas.
El hombre que estaba allí recupera los recuerdos de la hija mayor de Manuel Chaves y da voz a uno de los primeros admiradores del periodista sevillano y a algunos de sus lectores más incondicionales, como Antonio Muñoz Molina o Jorge Martínez Reverte. Para quienes difícilmente habíamos visto una o dos fotografías de ese hombre de ojos claros, “rubiasco”, alegre y fuerte, según la descripción que dejó González Ruano, es un verdadero festín recorrer el material gráfico, muy notable, que acompaña a este trabajo. Los autores todavía están dándole vueltas a otro pequeño fragmento de película, del primero de mayo de 1931, en el que se ve fugazmente la figura de un hombre joven que toma notas. ¿Es Manuel Chaves? Quizás. Sería una estupenda manera de recordarle: apoyado en una farola con una pluma o bolígrafo en la mano.
Este texto fue publicado como prólogo en el libro documental El hombre que estaba allí, de Daniel Suberviola y Luis Felipe Torrente (Libros.com, 2013).
Mi generación recuperó muy tarde a Manuel Chaves Nogales, nunca completamente, pese al esfuerzo de sus mejores y más tempranos admiradores, como Isabel Cintas y Andrés Trapiello. Por eso produce alegría que dos periodistas jóvenes, como Luis Felipe Torrente y Daniel Suberviola, que rondan los 40 años,...
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Soledad Gallego-Díaz
Madrileña, hija de andaluz y de cubana. Ejerce el periodismo desde los 18 años, casi siempre como informadora, cronista política y corresponsal. La mayor parte de su carrera la hizo en El País. Cree que el suyo es un gran oficio; basta algo de humildad y decencia.
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