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Invierno. Arriba, el cielo blanco, inmóvil. Abajo, el viento furioso en las hojas. El olor de leña.
En los Diarios de Pla descubro que cuando yo nací (marzo del 57) todavía había restricciones de luz eléctrica.
Hablo con M. Le cuento que estoy escribiendo una historia llamada Su año favorito, que transcurre en la Barcelona de 1977, y que el narrador se llama Teo y viene de Mondoñedo.
M. se queda en silencio.
- ¿Qué pasa?
- Que mi padre se llama Teo, es de Mondoñedo y vino a Barcelona en 1977.
Xavi Ayén entrevista a Peter Handke en La Vanguardia. Me hace feliz escuchar de nuevo su voz. Me gusta cuando dice “no me siento novelista sino narrador. No es que no sepa construir una novela, es que no me apetece”. Luego habla del protagonista de su narración, que se encuentra con alguien y de repente cree conocer toda su historia. “Es algo que me sucede a veces. Se te aparece un anciano en el bosque, junto a unos árboles, lo miras y piensas de repente en su mujer muerta, sabes que viene de Europa del este y te pones a rezar por esa mujer invisible, como hace mi personaje. ¿A usted no le pasa nunca?”. Respondo, como si se dirigiera a mí: “Sí, sí, muchas veces”.
Parece que los de siempre han vuelto a sentenciar a Aaron Sorkin por lo de siempre: los personajes de The Newsroom son demasiado brillantes, demasiado inteligentes, y hablan demasiado rápido. Parece que eso resulta insultante. No existe gente así, dicen. Y vuelven a olvidar que Sorkin no nos habla de un mundo real sino de un mundo deseable. De acuerdo, la serie tenía muchos altibajos, pero su última temporada, precisamente por ser la última, estaba afinadísima. Al acabar cada episodio me costaba irme a la cama: sensación de energía, de subidón adrenalínico. Por la interpretación, por la escritura, por los temas. Y por su eterna reivindicación del espíritu de equipo: gente que ama su trabajo y trata de hacerlo lo mejor posible.
Hará unos años escribí: “Sorkin es un revolucionario porque cree en los valores humanos – la lealtad, la fuerza, el coraje – y no le avergüenza defenderlos. Llevamos demasiado tiempo asumiendo que explorar el lado oscuro de la gente es mejor que celebrar sus cualidades. Sus personajes no son angelitos (y Sorkin menos que nadie) y han de luchar contra sus propios demonios: la soberbia, la cerrazón, las carencias emocionales. Pero, por encima de todo, sus series son balas vengadoras contra la noción de que las cosas van a seguir igual”.
Sigo pensándolo. En el último tercio de The Newsroom aparece Lucas Pruit, el nuevo amo, joven multimillonario de Silicon Valley que quiere añadir una cadena de noticias a su corona. Pruit busca “una audiencia de 18 a 25” años que, a su vez, genere noticias: lo que en Estados Unidos se llama “crowdsourced news”. Quiere que los espectadores se conviertan en reporteros “y nos digan en todo momento dónde están y qué hacen los famosos: les bastará una cuenta de Twitter para hacer saltar las fronteras entre lo privado y lo público”.
Resumo, condenso, traduzco a vuelapluma lo que decían Pruit y sus segundos de a bordo. Y lo que le respondió Charlie Skinner, el viejo periodista, jefe de la redacción. “En tu declaración de objetivos no he escuchado las palabras que quería oír: talento, experiencia, historial. Ni otras como verdad, confianza y profesionalidad: debe de haber sido un descuido. Parece que estás convencido de que el mejor periodismo se puede hacer con un móvil y en el tiempo que se tarda en escribir “fracaso épico”. Y quiero decirte que, por mi edad, tengo un gran respeto por la audiencia de 18 a 25 años, y que no creo que sus cabezas vayan a explotar si les dices lo que pasa en sus vidas, y tal vez incluso en las vidas de otros”. Otra de las principales críticas a Sorkin es su tendencia a los sermones. No me desagradan en absoluto sermones como ese.
Marcos Ordóñez ha publicado recientemente Big Time: la gran vida de Perico Vidal (Libros del Asteroide).
Invierno. Arriba, el cielo blanco, inmóvil. Abajo, el viento furioso en las hojas. El olor de leña.
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Autor >
Marcos Ordóñez
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