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Lunes 18, primera sesión de atelier en Lubumbashi, provincia de Katanga, al sureste de la República Democrática del Congo.
Invito a los presentes –son nueve– a que alguno nos hable de sus manos. Acabo de mostrarles la película Les mains de Christophe Loizillon, una bella película sobre cómo nuestras manos hablan de nosotros. Pido me cuenten sus manos en una historia completa de tres, cuatro minutos.
Se intercambian miradas, sin que nadie ose pronunciarse.
Una mano se alza, resuelta: "Yo. Yo puedo hablarles de mis manos."
Mbaz Kasong es un hombre diminuto de pelo crespo, con la cara chata y la tez muy oscura, los negrísimos, vivaces, ojillos escandalosamente separados. Cuando sonríe –y sonríe a menudo–, en la línea de su blanquísima sonrisa sobresalen, un poco, los colmillos. Lo sospecho pigmeo, aunque hoy por hoy no puedo afirmarlo... –ya lo averiguaré, me digo.
"Yo puedo hablarles de mis manos porque cuando tenía seis o siete años sufrí una parálisis. Perdí el uso de mi mano derecha. Todo el lado derecho se me marchitó."
Sus negrísimas manos, pequeñitas, se voltean sobre la mesa para ofrecernos a la vista ambas palmas, muy claras.
"Miren: son distintas. La derecha perdió su carne, su fuerza”.
Es verdad, presentan una ligera asimetría; una es más flaca que otra.
"Estuve en el hospital. Dejé, cuando salí, de usar la mano. No me servía para nada. Todo lo hacía con mi mano izquierda. Me pusieron a hacer kinoterapia, pero igual no podía hacer nada porque no tenía fuerzas; mi mano estaba crispada. Como una araña muerta.
Pero mi madre es enfermera, y tuvo la idea de tomar unas vendas y enyesarme la mano izquierda para que no pudiera usarla. Tres meses la tuve enyesada. Fueron una tortura. No podía hacer nada y era miserable. Odiaba a mi madre. Ella se negaba a escuchar mis súplicas y todos los días me obligaba a levantar con una cuerda unas botellas que a cada día llenaban con un poco más de agua. Poco a poco fui recuperando el uso de mis dedos, el uso de mi mano. Ya había aprendido a escribir y volví a aprender con la mano derecha. Volví a peinarme y a lavarme y a comer con la mano derecha. Sólo entonces mi madre me quitó el yeso. Nunca sabré agradecer a mi madre lo suficiente por no haber cedido ante mis ruegos, ante mis llantos."
Mbaz se mira las palmas un instante, silencioso, y luego las vuelve y las cruza sobre la mesa. Dos manos negras sobre el plástico rojo, proporcionalmente grandes en relación con el cuerpo diminuto.
Todos aplaudimos, conmovidos.
El relato es redondo, la manera de contarlo fue magnífica, llena de emoción, sin vacilaciones, escueta, ni una palabra de más.
Algo sin embargo quedó, para mí, sin resolver...
"¿Y supiste cuál fue el diagnóstico?, ¿qué fue lo que produjo la parálisis?", le pregunto.
Mbaz jala aire y vuelve a tomar la palabra:
"Bueno, en ese entonces yo era católico. Era muy piadoso: era monaguillo en la parroquia de Santa Teresa de Ávila en Kisenge, en la frontera con Angola. Creía con mucha, mucha fe. Y sucedió que a la iglesia habían llegado unas nuevas tallas de la Virgen y de los Santos. El padre Jacquot me tenía mucho cariño. Cuando las pusimos, le pedí si podía llevarme la efigie de la Virgen, la vieja, para tenerla, así (señala en un gesto, con un movimiento vertical de la mano, hacia un rincón de la sala), en mi cuarto.
Era una virgen grande, casi tan alta como yo, muy, muy hermosa. Pero había un hombre muy malo, muy poderoso, que también la quería para su casa. Ofreció dinero. Me amenazó. Pegó de gritos. Pero el padre Jacquot me tenía cariño y dijo en público que la Virgen sería para mí, que tanto la había servido. El hombre perverso estaba furioso y cuando llevábamos la virgen hasta mi casa, nos atajó el paso. Me maldijo. Era en verdad malvado.
Pusimos la efigie en un rincón. Tenía un rostro muy dulce, que yo miraba en la parroquia con mucha devoción, y ahora estaba allí, en mi cuarto. Le puse una vela en una lata y la miraba yo con mucho afecto.
Una noche estaba ya acostado cuando de un instante a otro todo mi cuerpo se torció. Sentí un dolor intensísimo. Me paralicé todo. Y quedé vuelto de lado, de cara hacia la efigie: vi cómo en la boca de la virgen crecían unos colmillos cruzados de demonio y vi cómo sus ojos se le voltearon y se pusieron luminosos, blancos como los ojos esos de los zombis.
Cuando me paralicé, con la punzada de dolor había lanzado un grito. Mis padres corrieron a mi puerta, pero estaba cerrada por dentro y yo no me podía mover. Y ellos trataban de abrir y preguntaban ¿qué pasa?, ¿qué pasa?
Y entonces yo oí clarito cómo la efigie espantosa, que parecía haber crecido, habló con mi propia voz y les dijo que estaba bien, que se fueran a dormir.
En la mañana, mis padres sacaron la puerta trabada de sus goznes y me encontraron privado, sin sentido, cubierto de vómitos secos. Me levantaron. Me llevaron medio muerto al hospital. Estuve allí largo tiempo, todo como encogido. Mientras estaba yo internado mi padre devolvió la virgen a la iglesia. Mi madre, ella la quería quemar."
Quedo mudo. Mbaz me mira a los ojos, sonriente. No sé ni qué ni cómo responder. Agradezco que calle, aunque también quisiera seguirlo oyendo. O bien es un novelista genial capaz de improvisar al instante con un brío que desestabiliza a sus oyentes (me viene a la mente esa frase final de The Open Window, el cuento de Saki: "Romance at short notice was her speciality."), o bien cree a pie juntillas en su versión de los hechos... O bien el sonriente Mbaz me toma el pelo con la intriga del DVD de espantos nigeriano que mirara la víspera. O bien el mundo invisible, aquí en Katanga...
Ante mi silencio, mi ostensible estupefacción, alguien toma la palabra y se dirige, con toda naturalidad, al diminuto Mbaz:
"Entonces tuviste una enfermedad mística...".
"Eso –se ponen todos pronto de acuerdo–, una enfermedad mística.
Cuestión zanjada.
Lunes 18, primera sesión de atelier en Lubumbashi, provincia de Katanga, al sureste de la República Democrática del Congo.
Invito a los presentes –son nueve– a que alguno nos hable de sus manos. Acabo de mostrarles la película Les mains de Christophe Loizillon, una bella película sobre...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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