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Al salir de la terminal del aeropuerto Benito Juárez me corta el paso una fila de presidiarios, vestidos de blanco inmaculado, con las manos esposadas a la espalda, la cabeza gacha, cada uno de ellos custodiado por un policía que camina a su lado y empuña su fusil con la culata apoyada en la cadera. La escena ―los reos sumisos, los verdugos armados, el silencio absoluto― me hace pensar en una suerte de rito sacrificial y se me antoja una inquietante bienvenida al país. Sin embargo, hay una extraña familiaridad e indiferencia entre los pasajeros mexicanos que reanudan su paso conmigo en busca de un transporte al centro, de modo que me sacudo la impresión y me dejo llevar por el torrente.
Llegar al DF de madrugada y cruzar desde el extrarradio su desmesura de asfalto, cemento y cables me sume en algo parecido a un estado alterado de conciencia. Desde una oscuridad que todavía no anuncia el alba, de cada húmedo callejón, de todos los autobuses clandestinos, de las bocas tendidas del metro, brota un reguero infinito de hombres, mujeres ―sobre todo mujeres― y niños ―demasiados niños― que toma las aceras y la orilla encharcada de cada calzada para tender sus toldos, prender sus hornos y vocear todo lo que cuesta y vale su contrato indefinido con la supervivencia.
Contemplo esa comedia humana en un cinematógrafo horizontal e interminable que discurre a través de la ventanilla del taxi, a través de mi propio reflejo en el vidrio mojado, que me devuelve un rostro algo mareado, quizá por las trece horas de avión o la altitud del valle de México, tal vez por mirar toda esta hipérbole urbana como si me asomara al abismo en la superficie de un charco, espejo trémulo que parece haberse abierto en la tierra para mostrarme cómo cala en ella el goteo de cada existencia en esta inmensa ciudad.
Cuando llego a la dirección de mi anfitriona en La Condesa, con el amanecer a punto de quitarle el brillo al asfalto, una furgoneta blanca se detiene ante mí y de ella descienden ―se diría que tan cansados como satisfechos por la faena nocturna― siete mariachis de negro montera y plata, guitarrón en mano y albur animado en la charla. En las casi dos horas de trayecto entre el aeropuerto y mi hospedaje en la ciudad he pasado del blanco al negro, del sacrificio a la fiesta, del reverso al tópico, del apestado al compadre.
Durante los días siguientes el viajero puede más que el escritor, me concentro en ser esponja y no anoto una palabra en mi cuaderno. Miro cada detalle a mi alrededor, mido las tardes por las horas y los desmanes de la lluvia sobre la ciudad, vivo mi primer temblor sísmico todavía en la cama ―como si la tierra quisiera a la vez acunarme y avisarme de algo―, me topo en cualquier esquina con imágenes de la Santa Muerte en altares caseros, me encuentro con nuevos y viejos amigos entre libros y tequilas, me pierdo a propósito en los mercados, en la Central de Abasto me conmueve el rostro de un anciano con la piel quebrada como la tierra seca, dejo que la comida me queme las tripas hasta hacerme llorar de gusto y lloro un poco también ―versión barata de un Stendhal contemporáneo― en la calle de un convento del viejo San Ángel y en una plaza de Coyoacán: la luz de la tarde sobre las motas de polvo y los pétalos de flores suicidas aquí, la hierba insumisa entre las losas de la escuadra colonial allá. En el caos de la megalópolis encuentra siempre uno jirones de belleza y vida que se abren paso con tesón de anciana e insolencia de niña.
Una tarde, mientras me extravío sin desearle remedio al accidente por la colonia del Carmen, me fijo en cómo las raíces de un gran árbol han rajado las baldosas de la acera. La piedra, con su pátina de verdín por las interminables lluvias, evoca una tumba profanada, abierta y a punto de ser inundada una tarde más por la descarga del cielo. Junto al árbol, dos viejos coches franceses abandonados ―tiburones fuera de juego― se oxidan desde hace varias temporadas de lluvias. Contemplo la acera resquebrajada por las raíces y no puedo evitar que mi mente decodifique una vez más ese lenguaje con el que el mundo parece hablarme en señales y metáforas, y pienso entonces en la terrible noticia del sacrificio en holocausto de los jóvenes ―demasiado jóvenes― de Ayotzinapa, en la tierra quebrada sobre el lago que late bajo esta ciudad, en la sangre drenada de generaciones bajo la piel de este país y en el reguero madrugador de hombres, mujeres y niños ―tantos niños― que cada día sigue goteando para que no se detenga la terrible y hermosa comedia humana. En todos esos mexicanos dispuestos a no guardar silencio y defender todo lo que vale y cuesta su contrato temporal con la vida.
Al salir de la terminal del aeropuerto Benito Juárez me corta el paso una fila de presidiarios, vestidos de blanco inmaculado, con las manos esposadas a la espalda, la cabeza gacha, cada uno de ellos custodiado por un policía que camina a su lado y empuña su fusil con la culata apoyada en la cadera. La escena...
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SERGI BELLVER
Escritor y nómada. Ha publicado el libro de relatos Agua dura (Ediciones del Viento, 2013) y ha trabajado como editor, profesor de narrativa, periodista cultural, crítico literario, guionista y librero. Vive sin domicilio fijo desde 2011.
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