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Quizás en España no se note tanto. Al menos, no en los escaparates de las librerías, que es donde más llama la atención en otros países, pero la historia lleva un tiempo de moda. Se invoca y se usa para todo tipo de fines. Para los políticos, por supuesto, pero no sólo. El éxito internacional del History Channel (y de National Geographic Channel y de Discovery Channel, que también recurren a los contenidos históricos para montar sus parrillas), la lucrativa y dinámica factoría del ensayo histórico inglés o la afición pública y privada de conmemorar cualquier efeméride que se ponga delante son algunos síntomas que indican que la historia es una palanca muy poderosa de la cultura contemporánea. De la cultura popular.
Pero, ¿qué historia consumimos? Porque de consumir se trata cuando viene empaquetada en productos. Los historiadores, que en teoría son los custodios y responsables del discurso histórico, no se ponen de acuerdo, pero hay un bache muy hondo entre la divulgación y el trabajo historiográfico. Una cosa es el relato embutido en documentales del History Channel o en las revistas que aún tienen tirón, y otra muy distinta es la discusión metodológica y filosófica que algunos (no todos, puede que ni siquiera una mayoría) académicos mantienen en los departamentos universitarios y en la literatura especializada. El primero sigue los parámetros de lo que algunos se empeñan en llamar positivismo. Es decir, cuentan las cosas como fueron. Si dicen que Alemania capituló el 8 de mayo de 1945, no hay nada que cuestionar, es una verdad, un dato, un hecho indiscutible.
Sin embargo, para muchos historiadores, este dato no es nada en sí mismo si no inspira una interpretación. ¿Qué significa que Alemania se rindiera? ¿Terminaba realmente la guerra en Europa ese día? Algunos autores, como Timothy Snyder o Keith Lowe, dicen que no, que aquello fue sólo una convención, una foto para la prensa, un titular falaz. En libros ambiciosos y rigurosos como Tierras de sangre o Continente salvaje (bien conocidos por el público anglosajón aficionado a la historia) señalan que la violencia siguió con mucha saña en muchas zonas de Europa, que siguieron las matanzas, que nadie que estudie con un poco de atención lo que pasó en Europa en 1945, 1946 o 1947 puede decir que aquel era un continente en paz. Snyder llega a crear una nueva toponimia. Se inventa un territorio que no coincide con ningún país real, al que llama Tierras de Sangre, que iría desde el este de la actual Alemania hasta San Petersburgo, incluyendo toda Polonia y las repúblicas bálticas. Para explicar la violencia de esos países, la historia oficial y las fronteras físicas se quedan pequeñas. Snyder necesita dibujar un nuevo mapa, reinventar fronteras, alterar todo el discurso de los manuales de historia. Por su parte, Keith Lowe ha utilizado los recursos narrativos de las novelas distópicas para describir la Europa de posguerra, que retrata como un lugar devastado sin rastro de civilización, sin Estado y absolutamente entregado a la anarquía, donde grupos de supervivientes vagan entre los países matándose y saqueando lo poco que queda por saquear.
Los historiadores cuestionan todo el tiempo las verdades impresas en los libros de bachillerato. De hecho, casi toda la historia que aprendimos en la escuela ha sido desacreditada como falaz por un montón de estudiosos cuyos trabajos casi nunca llegan al History Channel o a las revistas populares que imitan el modelo del Reader’s Digest. En ocasiones, con giros sorprendentes. Tony Judt, quizá el último gran historiador británico, con enorme ascendencia intelectual, llegó a insinuar que el mapa de la Europa dibujado tras la derrota de Hitler en realidad se parecía mucho al mapa que Hitler había pensado para su Europa. Judt cita una conversación entre dos generales norteamericanos que se dicen el uno al otro: “¿Se da cuenta de que la Europa que hemos hecho se parece a la Europa de Hitler pero sin Hitler?”. Se referían a que las fronteras que dejó 1945 dibujaban unos países homogéneos, sin contaminación étnica, donde las comunidades nacionales que antes se dispersaban por territorios difusos vivían en Estados con fronteras nítidas y vigiladas. Los húngaros, con los húngaros. Los polacos, con los polacos. Los alemanes, con los alemanes. Sin minorías, sin cosmopolitismo, sin rastro de la mezcla de los viejos imperios.
Pero el debate no se detiene en cuestiones de puntos de vista o matices para expertos. En algunos casos va mucho más allá. El español Miguel-Anxo Murado (que no es historiador profesional; es decir, no ocupa plaza universitaria y escribe, por tanto, desde fuera de los muros académicos) provocó el año pasado un pequeño terremoto con un ensayo titulado La invención del pasado. Murado, siguiendo el trabajo de otros historiadores anglosajones, sostiene que toda historia es en realidad una falsificación más o menos interesada. Un relato de ficción que se vende como una verdad pero que, en realidad, no contiene más certezas que las que pueda haber en una novela. El pasado, para Murado, se inventa. En su libro critica los métodos heredados de la escuela de Menéndez-Pidal y argumenta que todo lo que nos enseñaron en la escuela sobre la historia de España es en realidad una fabulación que empezó a tejerse en el siglo XIX, precisamente cuando se construyó un Estado que necesitaba de un pasado glorioso para su retórica oficial. Y los pasados gloriosos tienen la ventaja de que, si no se encuentran a mano, se pueden inventar con mucha facilidad.
Murado demuestra que los mitos fundacionales de la nación española son poco más que leyendas imposibles de contrastar. No hay pruebas, por ejemplo, de que la batalla de Covadonga sucediese jamás; se sospecha que el Reino de Asturias pudo ser una invención interesada de un obispo de Oviedo, pues los únicos documentos que acreditan su existencia fueron amañados por ese personaje siglos después, y hasta la batalla del Guadalope y la derrota de Don Rodrigo pueden ser simples chismes a los que los historiadores dieron naturaleza de realidad porque quedaban bonitos y trágicos. ¿Por qué, se pregunta Murado, no hay restos arqueológicos de todos estos sucesos? ¿Cómo es posible que no se haya encontrado ni una sola prueba física o documental de todos estos acontecimientos dados por ciertos? ¿Por qué lo único que sabemos de ellos son relatos parciales escritos o narrados siglos después por personas que ni los presenciaron ni aportaron más evidencia que su propia palabra?
Al final, se cuestiona el discurso histórico en sí mismo. Murado llega a decir, con mucho atrevimiento, que la historia no es tan importante, que quizá no debería ocupar un lugar tan destacado en los planes de estudio escolares. Y no es el primero en decir algo así. El norteamericano David Rieff ya insinuó algo parecido en un breve ensayo titulado con elocuencia: Contra la memoria. «En las colinas de Bosnia aprendí a odiar pero sobre todo a temer la memoria histórica colectiva», escribió en él. En Francia, Camille de Toledo enunció ideas similares en El haya y el abedul. Ensayo sobre la tristeza europea. Allí cuenta una anécdota reveladora: en Israel, la asignatura Holocaust es obligatoria en los institutos, y eso, según De Toledo, en vez de sacralizar la memoria por el gran daño que justifica la fundación del Estado judío, la banaliza. Para las nuevas generaciones de israelíes, la palabra Holocausto ya no se asocia tanto con el exterminio de sus abuelos como con el tedio de un miércoles antes del recreo y la retórica pedante y vacua de un profesor al que se ridiculiza. Murado, Rieff y De Toledo parecen coincidir en algo: cuanto más empeño se pone en divulgar la historia (o lo que las instituciones estatales toman por tal), más cínica y banal es la relación que los ciudadanos establecen con el pasado, y más fácil resulta usar el discurso histórico como arma de confrontación política. Nada de eso, insisten, tiene que ver con la comprensión honesta del pasado ni con el trabajo de construcción narrativa de los especialistas.
Margaret MacMillan, historiadora canadiense autora de una monumental crónica de la Primera Guerra Mundial (1914), ya lo escribió en 2009 en un opúsculo titulado The Uses and Abuses of History. La historia que consumimos, la que llena horas de canales temáticos y portadas de revistas que se venden en aeropuertos, vive ajena a estas cuestiones. Y quizás eso empieza a ser un problema.
Tierras de sangre. Timothy Snyder. Traducción de Jesús de Cos. Galaxia Gutenberg, 2011.
Continente salvaje. Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Keith Lowe. Traducción de Irene Cifuentes. Galaxia Gutenberg, 2012.
La invención del pasado. Verdad y ficción en la Historia de España. Miguel-Anxo Murado. Debate, 2013.
Contra la memoria. David Rieff. Traducción de Aurelio Major. Debate, 2012.
El haya y el abedul. Ensayo sobre la tristeza europea. Camille de Toledo. Traducción de Juan Asis Palao. Península, 2011.
1914. De la paz a la guerra. Margaret MacMillan. Traducción de J. A. Vitier. Turner.
The Uses and Abuses of History. Margaret MacMillan. Profile Books, 2009.
Sergio del Molino ha publicado recientemente Lo que a nadie le importa (Literatura Random House, 2014) y es autor también de La hora violeta (Mondadori, premio Ojo Crítico y premio Tigre Juan 2013) y Malas influencias (Tropo Editores, 2009), entre otros libros.
Quizás en España no se note tanto. Al menos, no en los escaparates de las librerías, que es donde más llama la atención en otros países, pero la historia lleva un tiempo de moda. Se invoca y se usa para todo tipo de fines. Para los políticos,...
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Sergio del Molino
Juntaletras. Autor de 'La mirada de los peces' y 'La España vacía'.
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