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Alice Weidel, candidata a canciller por AfD, en la inauguración de la campaña electoral en Halle (Alemania). 25 de enero de 2025. / AfD
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Este domingo 23 de febrero, un partido de nombre Alternativa por Alemania (AfD) y de ideología nacionalista, reaccionaria y xenófoba se va a convertir en la segunda fuerza del país más importante de la Unión Europea con el apoyo de probablemente nueve millones de votantes, más del 20% del voto, lo que significa que en cuatro años AfD habría doblado su apoyo electoral.
AfD hace tiempo que ha dejado de ser un partido en el extrarradio de la política alemana para convertirse en mainstream. A pesar de que su base de apoyo más fiel está en el este, ha logrado penetrar consistentemente en el oeste del país. Aunque su voto es muy masculinizado, el apoyo entre las mujeres es similar al que obtienen los socialdemócratas. Si bien sigue siendo la opción favorita entre aquellos que viven en entornos rurales, penetra sin problemas en las ciudades y entre los que tienen estudios superiores, a pesar de que su base se encuentra entre los que tienen un nivel académico bajo.
AfD es realmente la alternativa al actual sistema, como en su momento lo fue Fratelli d’Italia o lo es Rassemblement National en Francia. Lo que antes podría parecer una opción extemporánea, fuera de los lindes, freak, se sitúa hoy en el corazón de los sistemas democráticos europeos, acumulando apoyos de lo más variopinto, provenientes de todos los sectores sociales, con la única promesa de darle una vuelta al sistema, de acabar con la casta política ineficaz y corrupta que se ha mostrado incapaz de mejorar la vida de sus conciudadanos.
AfD nace a la contra con un discurso que propugna un thatcherismo aún más puro
Dos ideas para tener en cuenta respecto a AfD. La primera, el nombre. AfD es la alternativa. No lo son otros. AfD nace en 2013 pero su origen se remonta a 2010, cuando Merkel propone el “rescate” de Grecia como la única opción posible, anunciando solemnemente en el Bundestag que “no hay alternativa”. AfD se erige en “la alternativa”, combatiendo la idea tan thatcheriana de que existe un único camino (“there is no alternative”). AfD nace a la contra con un discurso que propugna un thatcherismo aún más puro, el egoísmo como guía de las políticas: que se hundan los griegos por manirrotos, los contribuyentes alemanes no deben salir a su rescate.
[Un inciso. Nadie les dijo a esos contribuyentes alemanes –nadie, excepto Varoufakis– que con su dinero en realidad no estaban rescatando a los ciudadanos griegos, sino a sus propios bancos, entrampados por sus ruinosas inversiones especulativas en Grecia.]
La segunda idea. También en 2013 Thomas Piketty publica El capital en el siglo XXI, que por un momento pone encima de la mesa lo que entonces se llamó el nuevo keynesianismo como respuesta a la crisis financiera global. Por un breve lapso, la desigualdad aparece como el foco de todas las preocupaciones y hasta en Davos discuten cómo hacerle frente, convencidos de su impacto negativo para la estabilidad de los sistemas democráticos.
Un espejismo. En la década que ha transcurrido desde entonces se ha ido imponiendo la “alternativa” que representan AfD y todos los partidos de su misma tendencia, frente a las propuestas de Piketty, que ya ha publicado cinco libros sobre la cuestión, con un éxito descriptible en la política real. Así pues, la solución a la crisis final del sistema levantado por la revolución conservadora a principios de los ochenta parece ser una versión más descarnada y radical de los mismos postulados de esa revolución. A la crisis terminal del thatcherismo le habría sucedido el turbothatcherismo. Milei es la versión desacomplejada de Macri, como Trump es el “capitalismo compasivo” de Bush hijo… pero sin compasión.
¿Cómo ha sido posible esta jugada de prestidigitación a gran escala? Principalmente porque la extrema derecha ha sabido entender el nuevo mundo nacido de la crisis de 2008 mucho mejor que la izquierda. La extrema derecha ha entendido que el miedo y la angustia que generó la caída del sistema, la sensación de desamparo de buena parte de la población, requería de una respuesta contundente y sin medias tintas. A diferencia de la izquierda, la extrema derecha ha sabido vehicular ese miedo a su favor, identificando a los culpables: la dictadura progre (lo woke), la élite y sus peones, los inmigrantes. Todos ellos al servicio del gran reemplazo, de la sustitución de los valores tradicionales, del vaciado de las identidades nacionales a favor del “globalismo”.
La respuesta de la extrema derecha ha servido como faro reconocible para aquella parte de la sociedad que se sentía a la deriva después del 2008 y que buscaba refugio, cobijo, ante un mundo desconocido y amenazante. La nostalgia de un pasado supuestamente glorioso, la seguridad de la comunidad de iguales (los hombres, los blancos, los nativos), los parámetros reconocibles, el orden, la simplicidad, la claridad ante un mundo confuso.
El arte de esta respuesta reside en hacerla parecer una alternativa antisistema cuando es una continuación de ese mismo sistema, cuando no una profundización de sus valores dominantes: el individualismo a ultranza, la desaparición de la responsabilidad compartida, la búsqueda individual del éxito, la legitimación de la desigualdad y la exaltación de la riqueza entendida como el baremo del valor social (Musk). Nada que no estuviera en el thatcherismo original. Entonces, la clave de vuelta del sistema era la noción de capitalismo popular, la posibilidad que tenía cualquiera de participar en el gran festín que ofrecía el mundo financiero, entendido como un ágora democrática en la que todos (si queríamos) gozábamos de las mismas posibilidades de hacernos ricos. En el turbothatcherismo la clave de vuelta es el cryptobro, capaz de ganar millones mientras hace burpees.
En el turbothatcherismo la clave de vuelta es el cryptobro
Como entonces, todos estamos invitados al festín y si no nos hacemos millonarios es porque no lo deseamos lo suficiente, porque no lo sudamos lo suficiente. Como entonces, de nada sirve que haya un Estado para corregir las desigualdades puesto que éstas son naturales y la pobreza es la opción que han tomado los flojos, los parásitos y los aprovechados.
Últimamente, la lógica cryptobro también ha tomado las relaciones internacionales, convertidas en un escenario donde una hermandad de potencias agresivas entiende el resto del mundo como una tierra a conquistar, un puñado de pusilánimes que no tienen derecho a limitar el ansia de conquista de los bros.
Mientras ha pasado todo esto, ¿dónde estaba la izquierda? En tres grupos distintos. Los analistas, los bomberos o los savonarolas. Los primeros se lamentan del fallo del ascensor social. Los segundos intentan rescatar algo del sistema. Los terceros se dedican a condenar al fuego eterno a todos aquellos (entre ellos, los segundos) que no se adhieran a sus postulados de pureza ideológica. La utilidad de los tres para mitigar el miedo y la angustia de la ciudadanía es, como mínimo, muy mejorable, lo que explica que la extrema derecha les haya ganado la partida de calle.
Los analistas les han dicho a sus conciudadanos que el ascensor social efectivamente estaba averiado y que su arreglo era extraordinariamente complicado, porque había que tener en cuenta múltiples factores interconectados, así que paciencia que estamos en ello. Los bomberos estaban demasiado ocupados en intentar gobernar, y aún no han entendido que el sistema tal y como aún lo conciben hace tiempo que ha dejado de existir (de este segundo tipo la Unión Europea va sobrada). Finalmente, los savonarolas les han dicho machaconamente que no tienen derecho a sentir miedo ni angustia porque al fin y al cabo son unos privilegiados, por ser europeos, hombres, blancos, heterosexuales y por todo ello cómplices de todos los males del sistema, además de racistas, misóginos, fascistas y tontos rematados por votar a los partidos equivocados.
En su conjunto la izquierda no ha sabido contraponer al discurso de la extrema derecha uno de igual potencia persuasiva, lo cual ha acabado reforzando la propuesta fraudulenta del turbothatcherismo. Así es como J. D. Vance puede denunciar que las democracias europeas aplastan la libertad de expresión o Díaz Ayuso referirse a Pedro Sánchez como tirano o, como ha dicho sin rubor la candidata de AfD, desvelar que Hitler era en realidad un comunista.
Bienvenidos a la era del turbothatcherismo, donde nada es lo que parece, una gran maniobra de desvío de la atención en masa, un guiñol en el que la reacción es la revolución, las percepciones son la realidad y el sistema el antisistema. Un mundo lampedusiano 2.0 avanzando feliz hacia el pasado. Glups (como diría el maestro Martínez).
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Oriol Bartomeus es profesor asociado del Departamento de Ciencia Política y Derecho Público de la Universidad Autónoma de Barcelona.
Este domingo 23 de febrero, un partido de nombre Alternativa por Alemania (AfD) y de ideología nacionalista, reaccionaria y xenófoba se va a convertir en la segunda fuerza del país más importante de la Unión Europea con el apoyo de probablemente nueve millones de votantes, más del 20% del voto, lo que significa...
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Oriol Bartomeus
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