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El fútbol español ha sido siempre un espejo deformado de la política española. Del Atlético Aviación al Barça republicano y exiliado, del Madrid franquista de Bernabéu y Saporta al Atleti no menos generalísimo de Calderón y Santos Campano, y del Galaxia F. C. de Florentino -y Roures- al Barcelona catarí de Pujol, Mas y Pep –y Roures-, el poder político casi siempre ha ido de la mano del poder futbolero, influyendo en títulos, campeonatos y calendarios, en designaciones y seleccionables, decidiendo quién debía ganar, quién podía ser aspirante y quién comparsa, quién SAD y quién club con privilegios históricos –o derecho de pernada-.
La Transición funcionó al principio como palanca democrática del fútbol y válvula de escape para las tensiones nacionalistas, y nos trajo una selección castellano-vasca, los títulos de la Real, las machadas coperas del Betis y el Zaragoza, las gabarras del Athletic Club. Esa fase pluralista convivió con el vacío de poder en (el) Madrid y (el) Barcelona: el motín del Hesperia, Tejero en el Congreso, una Quinta del Buitre muy sexy que no se comía un rosco más allá de los Pirineos (salvo cuando expulsaban al sordomudo de turno por insultar al árbitro), y un Atleti demencial que pasaba del Doctor Cabeza a Calderón para acabar a lomos del Imperioso Ostentóreo.
Con los años, la victoria de Aznar, la aprobación de la Ley del Suelo, la Guerra del Fútbol, el “Espanya ens roba”, el 3% de Maragall y el reparto de los derechos televisivos pusieron las cosas en su sitio: en el bipartidismo perfecto. Durante casi dos décadas, Madrid y Barcelona se reparten como buenos hermanos la tela, la prensa, los favores del poder y los títulos, y los demás asisten boquiabiertos y caninos (y muertos de aburrimiento) a las exhibiciones de fútbol, pelotazos urbanísticos y ayudas de Estado con comisión. Años de glorificación del buenismo de Guardiola versus los malos modos mourinhistas; años de propaganda infumable y reiterada sobre los clásicos del siglo, todo adobado con enormes dosis de impunidad arbitral y federativa, y glosado hasta la náusea por un supuesto periodismo deportivo diseñado por y para analfabetos.
El duopolio futbolístico, creado a imagen y semejanza del bipartidismo PSOE / PP y gobernado por piratas de toda ralea, era una opción magnífica para la España rica y ciega del superávit y las cajas de ahorros políticas, financiadas por las entidades del norte y tan permisiva con el doping deportivo como con la supervisión bancaria. La rivalidad Madrid-Barça hizo tomar partido a la gente en Asia, en Latinoamérica, en Albacete, y de paso sirvió para aliviar el supuesto estrés España / Catalunya, pero solo tomaría carta de naturaleza social y se haría realmente popular con la llegada a escena de un hombre cabal y atlético, Luis Aragonés, que siendo como era un tipo insobornable y de una pieza despertaría toda clase de sospechas en las cúpulas del poder y de los medios.
Tras inventarse un estilo y una marca, La Roja, jubilar al santón mítico de la prensa cortijera, Raúl González, y ganar la Eurocopa con el mejor fútbol visto en el planeta desde el Brasil del 70, el sistema se las arreglaría para mandarlo a casa con Ufarte y poner en su lugar a otro hombre cabal, solo que bastante peor entrenador, más obediente y más atento al gusto rancio y cateto de la canalla deportiva.
Todo estaba atado y bien atado, todo funcionaba como una seda, y los niños no tenían más que dos opciones donde elegir. Hasta que llegó a España Diego Pablo Simeone en diciembre de 2011. El Atleti, dirigido con caótica mano por los comisionistas de migajas herederos de Gil y Gil, había conseguido ganar un título europeo 40 años después, pero en casa era una ruina que alimentaba la fama y el glamour de los dos grandes: llevaba 13 años sin molestar al Madrid y dejándose maltratar por el Barcelona. Sin alma ni fuego, había bajado a Segunda ayudado por una intervención judicial –en realidad una decisión política de Aznar para frenar el ascenso del gilismo en las plazas marroquíes- y por la mala gestión de sus in-dirigentes: era una sombra de lo que fue.
Nadie pensaba que el Cholo fuera a ser capaz de poner al Atleti a la altura de los dos gigantes. 400 millones de diferencia en el presupuesto eran -y son- demasiados. Pero partido a partido, el milagro fue cuajando, y la rebeldía, el respeto a una camiseta histórica y la falta de respeto al estatus quo se hicieron primero un hueco en el corazón de la gente y después en lo más alto de la clasificación. De repente, el Atleti se plantó en medio de los grandes protegidos del Régimen del 78 y dijo aquí estoy yo. La reconquista empezó con un puñado de exhibiciones y títulos internacionales, pero la amenaza se convirtió en pesadilla cuando Gabi levantó la Copa del Rey en el Bernabéu, reeditando una imagen de los años sesenta. Luego el Cholo afirmó “No consuman” y puso a los suyos a disputarle la Liga y las portadas a los dos jefes. Tras campeonar en el Camp Nou, el Atleti viajó a Lisboa dispuesto a demostrarle al vecino millonario quién mandaba en la capital. Solo las lesiones y un descuento platiniano evitaron el pleno. El abrazo de Aznar con su amigo Pérez olía a sudor y a próstata inflamada. El patético grito de los millonarios -"sí se puede"- fue una abrumadora victoria moral.
Este año, el sistema ha decidido que hasta aquí hemos llegado. Desde la Supercopa y la primera jornada de Liga, los atléticos saben bien que al Atleti no le van a dejar ganar casi nada. Que le van a arbitrar cada partido como si lo jugara en el Bernabéu. El Cholo está en la diana, es el gran enemigo a derribar. Las campañas de la prensa del régimen bipolar lo dibujan como el entrenador agresivo de un equipo violento. Le acusan de meter goles solo a balón parado. Los premios de la LFP (Liga Florentino Pérez) y de la UEFA ningunean con saña y vulgaridad a sus futbolistas, culpables de lesa patria por no salir a jugar contra los dopados financieros como el que va a la ópera.
La campaña, ordenada desde Concha Espina y secundada con fervor por la central lechera, Roures, Bartomeu y los círculos mediáticos barcelo-catalanistas, ha llegado hasta el punto de intentar convertir un suceso de orden público en un hecho futbolístico. Ocurrió después de que la autoridad gubernativa permitiera que cinco grupos ultras, conocidos y controlados por la policía desde hace décadas, se juntaran libremente una mañana de domingo cerca del Manzanares para darse palizas durante casi una hora.
Como era previsible, uno de los ultras murió apaleado. Fue lanzado al río por miembros del Frente Atlético, y pasó un largo rato en el agua pidiendo ayuda. La asistencia, sanitaria o policial, nunca llegó. Los medios, lejos de denunciar la incompetencia de las fuerzas del orden y el dolo de las autoridades, señalaron al Atlético como responsable de la tragedia. La identificación entre Simeone, su equipo violento y sus ultras asesinos estaba servida. La consecuencia inmediata fue la fractura de la afición más compacta de España. Y enseguida, la primera derrota del equipo después de muchos meses en el Calderón. Con arbitraje escandaloso mediante.
El Cholo y sus guerreros, sin embargo, no se arrugaron. Y comparecían cada vez más juntos, más grupo, más manada. Volvió Torres a casa, en la noticia deportiva más importante en muchos meses, y fue recibido por la prensa como un paquete acabado. Llegó el Madrid en la Copa, y la operación remontada duró 45 segundos. Llegó el Barcelona, y solo pudo imponerse en casa con un penalti teatrero. En el Calderón, a tumba abierta, el Atleti puso todo para remontar. Pero en la jugada decisiva el árbitro dictó sentencia, y en el descanso, lejos de los focos, la ejecutó expulsando a Gabi. Lejos de denunciar todo eso, la prensa del sistema sacó lo mejor de sí misma para acusar al Atleti de no saber perder, y al Cholo de hacer un corte de mangas al árbitro y de acorralarlo en el túnel de vestuarios. Todos olvidaron decir que el árbitro convirtió lo que estaba siendo el mejor partido del año en un espectáculo invisible. A veces la audiencia importa menos que la impunidad.
Según dijo hace unas semanas Íñigo Errejón, número dos de Podemos, en una entrevista a CTXT, “la campaña de infamias y acoso va a ir a más, va a ser un año infernal”. Hablaba de Podemos, no del Atleti, claro. Pero no hace falta ser un águila para darse cuenta de que el ataque de pánico que viven las élites políticas ante el avance de Podemos es idéntico al que sufre la cúpula del fútbol español ante la aparición del mejor Atleti de la historia. Pablo Iglesias cita casi cada día al Cholo Simeone, se diría que es su influencia más clara, largamente por encima de Chávez, Maduro, Correa y Stalin.
“Si se cree y se trabaja, se puede”. “No consuman”. “Eso es mentira, mentira, mentira”. Los lemas infalibles del Cholo se adaptan como un guante a Podemos. Y el sistema se siente realmente en peligro. El reparto del pastel económico y televisivo está en riesgo, y con él, las prebendas, las subvenciones, los amigotes, los tratos de favor, el Castor empaquetado en el consejo de ministros, los pelotazos, los jueces, los fiscales, las exclusivas regaladas a los periódicos de cabecera...
Política y fútbol, fútbol y política. Cada vez más parecidos, cada vez más asustados. Todos al búnker. ¡Que viene Syriza! ¡Que viene Podemos! ¡Que viene el Atleti!
El fútbol español ha sido siempre un espejo deformado de la política española. Del Atlético Aviación al Barça republicano y exiliado, del Madrid franquista de Bernabéu y Saporta al Atleti no menos generalísimo de Calderón y Santos Campano, y del Galaxia F. C. de Florentino -y Roures- al Barcelona catarí de Pujol,...
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Miguel Mora
es director de CTXT. Fue corresponsal de El País en Lisboa, Roma y París. En 2011 fue galardonado con el premio Francisco Cerecedo y con el Livio Zanetti al mejor corresponsal extranjero en Italia. En 2010, obtuvo el premio del Parlamento Europeo al mejor reportaje sobre la integración de las minorías. Es autor de los libros 'La voz de los flamencos' (Siruela 2008) y 'El mejor año de nuestras vidas' (Ediciones B).
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