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Llevaba un macuto de estudiante, cazadora vaquera, tejanos gastados y barba de cuatro días, sin embargo el policía triste le miró aburrido el pasaporte y le dejó pasar sin mayor ceremonia. Aunque el taxista no paraba de hablar y él apenas escuchaba, veía pasar aquella ciudad nueva, rara y fea. Recordaba, sentía miedo y asombro por la facilidad de volver con tantos detalles a aquel último día, la facilidad para sentir de nuevo el perfume de las gambas al ajillo, la aspereza del vino, el olor de ella tan cerca.
Se había despedido de los colegas del departamento como cualquier otro diciembre. Se acercó al banco para pagar los recibos del mes y recoger luego el billete de avión y los libros. Desde su pequeño ático de Columbia Heights se veía el mundo. En ese mes le gustaba abrir el ventanal y dejar que el ruido de la calle y del río llenasen la casa. Abría entonces un vino tinto, una lata de aceitunas, un libro de su amigo Aub y se sentía bien.
Hacía poco más de un año que se había muerto el siniestro tirano. Así lo nombró ella en la última carta. Y después "ven" y ahora, mientras el taxi enfilaba Castellana abajo, se sentía igual de nervioso que entonces, aquella primera vez que le invitó a la tasca familiar a tomar gambas al ajillo y luego, metido en su abrazo, todos esos días, cada noche de aquella primavera del año treinta y seis. Le parecía imposible que hubieran pasado tantos años, que la ciudad entera fuera tan distinta, que el taxi negro y maloliente se acabara de parar en la puerta de aquella pequeña tasca de una callejuela cercana a Sol.
Un chico con melenas atendía la barra. Un chaval no muy distinto a cualquiera de sus alumnos. ¿Le pongo un chato? Sin esperar respuesta le sirvió el vino y se acercó al teléfono que estaba al fondo del pequeño mostrador de cinc. Abuela, ya está aquí tu novio. ¿Una gambitas al ajillo? Sin esperar respuesta gritó la comanda por el portillo que daba a la cocina. ¿Era Usted Amigo de Max Aub? Pensó que aquel chaval debería ser el único de toda España que conocía al escritor y había leído algunas de sus duras historias. Le había pedido a él en el sesenta y nueve que se parase un día en aquella tasca y pidiera unos callos y unas gambas al ajillo, de paso le encargó que le llevase una carta. Por lo visto el viejo Max, que pasó como una sombra triste y perpleja entre los mandarines y los tramposos, había dejado huella en aquel joven. Y tanto. Le encantaban los callos, se puso a llorar cuando le dejé la ración delante.
Salieron las gambas al ajillo de la pequeña cocina y llegó ella. Le besó en los labios. Le abrazó fuerte. El nieto se metió en la cocina no sin antes haber puesto una frasca de tinto y otro vaso ante ellos. En la barra solo había a esa hora dos turistas perdidos. El chisporroteo, el aroma de los ajos dorados, los aros de guindilla, los cuerpos blancos y anaranjados de las gambas grandes cubiertos por el aceite. Comieron en silencio, sonriéndose, bebiendo a cada poco vino para calmar el calor y el picante, saboreando por fin un tiempo de espera que había sido enorme y ahora era por fin suyo.
Él tenía veinte y ella uno menos. Se conocieron por la calle aquel día inolvidable en la puerta del Sol. La taberna estaba hasta arriba esa mañana y hasta mucho después no descubrió que el divertido cantinero cuya foto con Durruti decoraba una esquina de la tasca era el padre de ella. Y fue ella la que le llevó a su casa como hoy, una buhardilla grande a dos números del bar. La habitación estaba caliente gracias a una buena estufa de hierro. Su cuerpo tan blanco, el cabello corto y negro a lo garçon, los labios carnosos y sin rouge, la piel tan caliente y su sonrisa deshaciendo su timidez, proponiendo el camino, demorando las ganas, dejando que el placer les llenase la boca. Sus besos sabían a gambas al ajillo y a vino peleón. La chupó como entonces con hambre similar y parecida torpeza, y como entonces ella le fue orientando la cabeza para que llegara allí donde comienza lo mejor.
El tenía sesenta y ella uno menos. No tenían más tiempo que perder, ni más años robados, ni otra demora que la incierta vida delante. Viajaron cerca y lejos, vivieron juntos, tomaron muchas veces gambas al ajillo y tinto peleón en la taberna que llevo yo. Luego se fueron algunos años a Nueva York, después desaparecieron en una playa de México un día de huracán no hace tanto tiempo. Eso te cuento, esa era tu abuela, al menos la que yo conocí, te pareces a ella, también soplas las gambas antes de metértelas en la boca. Mira Sol lleno de gente gritando Viva la República. Estamos en el siglo veintiuno pero hay cosas que no cambian, el sabor de tus labios, cierta sonrisa familiar, de nuevo la esperanza llenando la calle, mi torpeza.
Llevaba un macuto de estudiante, cazadora vaquera, tejanos gastados y barba de cuatro días, sin embargo el policía triste le miró aburrido el pasaporte y le dejó pasar sin mayor ceremonia. Aunque el taxista no paraba de hablar y él apenas escuchaba, veía pasar aquella ciudad nueva, rara y fea....
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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