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Milton preguntó por Gismonti en recepción. Le avisaron enseguida, y le extrañó porque no esperaba a nadie; de hecho, nunca lo habían visitado en el trabajo. Lo que hacía en el ministerio no tenía que ver con relaciones de ningún tipo. Se ocupaba más bien de gestiones burocráticas: procesar una retahíla de datos, relacionarlos, tenerlos dispuestos e impecables para cuando le solicitaran algún informe. Sus jefes no habían tenido queja. Era puntilloso, aunque lento. Pero esto no tenía mucha importancia. Y era, además, obsesivamente puntual y buen compañero.
Milton lo aguardó sentado en un sillón y estaba medio tapado por el periódico que se puso a ojear, así que Gismonti tardó en reconocerlo. Estaba ligeramente inquieto por la visita, no sabía qué hacer exactamente, pero había coincidido más o menos con el descanso de las once, y pensó que podrían tomar un aperitivo.
A Milton, la idea de acercarse a visitar al atrabiliario caballero que conoció hace ya más de tres meses no se le habría ocurrido nunca si no fuera por su querido amigo Kelvin. Era un tipo con iniciativa, al que le gustaba embarcarse en multitud de de negocios, encantado de facilitar las cosas, de conectar gente, preocupado siempre por pasarlo bien, demasiado entusiasta tal vez a la hora de valorar sus propios recursos (estaba encantado de haberse conocido) y soltero y sin compromiso. Así que tenía mucho tiempo libre y arrastraba a Milton al bar para ver los partidos de fútbol, jugar largas partidas de cartas o simplemente conversar. En una de esas, Milton le enseñó la tarjeta que le entregó Gismonti en el aeropuerto y Kelvin fue tajante y categórico: “A este hombre tienes que conocerlo, no se nos puede escapar ninguna relación en un ministerio, nos puede servir de mucho”.
El caso es que Milton llevaba un mal día, el tráfico lo tenía furioso y, de pronto, se le vino a la cabeza parar en el ministerio por el que justamente estaba pasando, y visitar a Gismonti. Se dirigieron a una cafetería próxima.
--Hay días en los que las cosas vienen mal rodadas desde casa--, le explicó Milton a Gismonti mientras caminaban.
--¿Qué ha ocurrido?--, se interesó Gismonti.
--Mi mujer amaneció enfadada--, contestó Milton.
Entraron en la cafetería. Gismonti le señaló una mesa vacía al lado de un inmenso ventanal. “Me gusta mucho ver a la gente que pasa”, le informó mientras se sentaban. Milton pidió una Coca Cola; Gismonti, un pincho de tortilla de patatas, un café con leche en vaso grande y un croissant.
--¿Qué pasó esta mañana con tu mujer?--, le preguntó Gismonti cuando se hubieron instalado.
--Durmió mal--, contestó Milton. --Es decir, durmió poco. Más exactamente, no llegó a las ocho horas que considera imprescindibles para poder simplemente funcionar. Y mira que yo le había dicho por la noche que no se quedara a ver un estúpido programa de televisión. Pero no me hizo caso y luego tardó en dormirse y parece que no agarraba el sueño y venga a dar vueltas y todo eso. Estaba hecha un basilisco.
--¿Y por qué tiene que dormir ocho horas para poder funcionar?--, preguntó Gismonti.
--Eso tendrías que preguntárselo a ella--, dijo Milton levantando las manos como si fueran a dispararle. No quería, bajo ningún concepto, exponer unos argumentos que él nunca había entendido del todo, y que en el fondo le resultaban forzados y faltos de toda lógica. Pero al ver la cara de estupor de Gismonti, tuvo que explicarle que Mariana llevaba haciendo cálculos desde que estudiaba en la universidad, que medía días tras día su grado de concentración, valoraba su estado anímico, su sentido del humor e, incluso, sus condiciones físicas.
--Cuando no duerme las benditas ocho horas dice que se siente cansada, así que esta mañana iba ya desde el desayuno como alma en pena, arrastrando los pies, como si estuviera a punto de caerse muerta. Y, simplemente, no lo puedo soportar. Salí de casa antes de lo habitual, aceleré el coche como si me lanzara disparado a una persecución. Como ocurre en las películas: con derrapaje incluido.
--Comprendo perfectamente esa reacción--, observó Gismonti, --pero también imagino que si tu mujer necesita dormir esas ocho horas resulta por lo menos previsible que esté un poco tocada si no ha conseguido descansar de verdad. ¿Llegaste a reñir con ella?
--No, en absoluto. Fui de una prudencia exquisita. Me guardé el cabreo para el taxi, pero justo al salir terminé metiendo la pata. Por hacerlo bien, se me ocurrió decirle que quizá le vendría bien una siesta. Mal asunto: olvidé que aborrece las siestas. Olvidé que me ha dicho mil veces que se levanta de pésimo humor cuando despierta. Olvidé que después de comer aprovecha para trabajar en sus traducciones. Olvidé que no soporta el sopor y que el sopor es imprescindible para que el sueño te agarre. Olvidé todos estos detalles que me ha repetido mil veces, y vi que se sentía todavía peor. Así que me despedí fugazmente, no fuera a estropear su ánimo todavía más.
--Vaya--, comentó Gismonti, --es una mujer delicada.
--No, exactamente. Mariana es fuerte, segura de sí misma, tiene un humor excelente, le gusta reír y disfrutar de las cosas, es hacendosa, pero tiene unas cuantas manías.
Gismonti lo escuchaba mientras se ocupaba de su desayuno con una manifiesta alegría. Vio llegar la tortilla como si llevara una eternidad esperándola, abrió el sobre de azúcar como si abriera un tesoro y le hizo a Milton un gesto con los dedos para decirle que allí todo solía estar muy bueno. De los croissants, para darles vuelo, sugirió que podían perfectamente pasar por franceses.
--Todos tenemos manías--, dijo Gismonti.
--Sí, es cierto. Pero Mariana ejerce las suyas con fogosidad, y las tiene presentes en todo momento. Para ella cada día de su vida se divide en tres grandes áreas. Ocho horas para dormir; ocho, para trabajar; ocho, para la holganza.
--La hora del aperitivo, la de comer, la cena, ¿están incluidas en la zona del trabajo o en la de la holganza?
--Según, no sé, lo que ella procura obsesivamente es reducir las ocho horas que debe dedicar al trabajo, sin que por ello se resienta su economía, claro, nuestra economía.
--Así que terminarás dedicándole más horas al taxi.
--No, no, de ninguna manera: esas son sus cosas. Las mías van por otro camino.
Milton se dio cuenta de que estaba volviendo a sulfurarse un poco y se preguntó qué diablos hacía allí en una cafetería con un extraño, contándole la manía de Mariana de dormir sus ochos horas cada día, pasara lo que pasara, con su metódica obstinación.
--Creo que el enfado de esta mañana tiene fácil arreglo--, le dijo Gismonti a Milton mientras le hacia señas a la camarera para pagar. --Podemos invitar a tu mujer a una excursión este domingo por la Casa de Campo, y su cabreo, te prometo, pasará a la historia.
Milton lo miró perplejo.
--Bueno, siempre que te parezca bien--, apuntó inmediatamente Gismonti al descubrir el desconcierto de Milton. Y añadió que quizá tuviera razón, que no se conocían aún lo suficiente, que convenía antes que profundizaran un poco más entre ellos, así que decidió finalmente invitarlo ese mismo jueves a una merienda en su casa. Podrían cambiar entonces impresiones con más tranquilidad, conocerse mejor y terminar de planificar el paseo. Milton estuvo de acuerdo.
Milton preguntó por Gismonti en recepción. Le avisaron enseguida, y le extrañó porque no esperaba a nadie; de hecho, nunca lo habían visitado en el trabajo. Lo que hacía en el ministerio no tenía que ver con relaciones de ningún tipo. Se ocupaba más bien de gestiones burocráticas: procesar una retahíla de datos,...
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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