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Cuenta la leyenda que fue Harry Gordon Selfridge, fundador de los británicos almacenes Selfridges, quien acuñó la frase “El cliente siempre tiene la razón”.
En Londres los clientes que atraviesan los luminosos espacios de este templo del consumo con 106 años de historia no sólo tienen la razón: lo que suelen tener es la billetera rebosante, así que los empleados se entregan a ellos sin contemplaciones. Al parecer a nadie le sorprendió ver a seis mujeres vestidas íntegramente de negro y con burka paseando por el área de joyería un verano reciente. Cuando estaban a punto de ser atendidas con la devoción que caracteriza al empleado británico de ese tipo de comercios, las mujeres, que resultaron ser hombres, británicos y hasta católicos, empuñaron unas hachas que escondían bajo sus vestidos, rompieron varias vitrinas y huyeron con un botín de relojes por valor de dos millones de euros. Eran ladrones comunes y su única relación con el extremismo islámico eran sus disfraces.
A mí lo que me sorprendió de la historia, que leí recién aterrizada en Londres, no fue la singularidad del atraco, que acabó mal para sus protagonistas, cazados todos, sino que se considerara normal la presencia de mujeres con burka en Selfridges. Hace unas semanas yo misma fui testigo en ese mismo lugar de una escena que, incluso después de residir desde hace dos años en la capital británica, me sigue cortocircuitando. Varias mujeres de negro y con burka se acercan a la sección de bolsos caros, los manosean, se ríen entre ellas, eligen varios y una de ellas, probablemente la mayor, saca de su propio bolso (también de firma) un fajo de billetes con el que paga al contado. El burka, en nuestro imaginario occidental, está asociado a la pobreza y el extremismo de países como Afganistán, o al menos eso trataron de tatuarnos en nuestros ingenuos cerebros los políticos que decidieron declararle la guerra a aquel país tras los ataques terroristas del 11-S. Como somos laicos, no iba a ser una guerra santa sino una guerra por la libertad: la nuestra y, de paso, la de las mujeres esclavizadas bajo burkas afganos. En cambio, los burkas de otras nacionalidades —sobre todo cuando además de esconder sus cuerpos esconden el dinero de sus maridos— no parecen molestar, puesto que la escena descrita es muy común en las calles del lujoso centro de Londres y nadie parece estar interesado en liberarlas de ese yugo medieval mientras sigan contribuyendo a la bonanza de la economía británica.
Como en todo, también cuando se habla del mundo musulmán se habla de clases. Según el Muslim Council of Britain, en Gran Bretaña viven unos 10.000 millonarios musulmanes en cuyos bolsillos se acumulan unos 5.000 millones de euros. Por no hablar de los miles que viajan anualmente a la capital británica a darse un baño de consumismo made in Britain en Harrod's o Liberty procedentes de lugares como Dubai o Abu Dhabi. No todos le ponen un burka a sus mujeres, pero la mayoría de ellas desconocen por completo el significado de la palabra igualdad, aunque se les permita presumir de bolso.
Hace apenas un año, Londres acogió por primera vez en su historia el llamado World Islamic Economic Forum, también conocido como el Davos musulmán. Esta reunión de mandamases financieros que no leen la biblia sino el Corán nunca se había celebrado en un país no musulmán, y aunque el extremismo islámico del que París ha sido la víctima más reciente hace que los políticos europeos hablen de “cerrar fronteras, aumentar controles, extremar la seguridad”, para el capital, aunque salga de debajo un burka, las puertas siempre están abiertas. “Quiero que Londres sea, junto a Dubai, una de las grandes capitales de las finanzas islámicas del mundo”. Lo dijo el primer ministro David Cameron entonces al inaugurar el foro, y eso que el que fuera enemigo público número uno durante décadas, Osama Bin Laden —considerado responsable del 11-S—, provenía precisamente de una de esas familias de grandes capitales, la del multimillonario saudí Mohammed Bin Awad bin Laden.
Esa relatividad que impera en Occidente respecto ‘al enemigo’ y que Teju Cole ha descrito tan bien nos lleva a mirar con horror al talibán afgano que burkiniza a sus mujeres y con indiferencia al jeque saudí que embellece burkas con bolsos de Gucci. En Londres es la tónica de cada día y me lleva irremediablemente a pensar en Nueva York, esa otra capital de capitales, donde durante años compartí barrio, Williamsburg, en Brooklyn, con judíos jasídicos, una de las ramas más extremistas de la ortodoxia hebrea. He visto a sus mujeres desmayarse bajo el calor de agosto ante la imposibilidad de quitarse las medias, la manga larga o la peluca que impone su religión. Y me he preguntado si el mundo, nuestro llamado mundo libre e igualitario, realmente permitiría que ellas vivieran así, dedicadas fundamentalmente a la procreación, en una secta patriarcal, oscura, que prohíbe la comunicación con el exterior no jasídico, si sus maridos no fueran los propietarios de la mitad de las inmobiliarias de Manhattan.
Me gustaría vivir lo suficiente para escuchar una respuesta alejada de la relatividad pero, lamentablemente, el paisaje que estamos construyendo frente al terrorismo sigue ahondando en ella. Mientras haya burkas en Selfridges y pelucas en Brooklyn, otro mundo no es posible.
Cuenta la leyenda que fue Harry Gordon Selfridge, fundador de los británicos almacenes Selfridges, quien acuñó la frase “El cliente siempre tiene la razón”.
En Londres los clientes que atraviesan los luminosos espacios de...
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Barbara Celis
Vive en Roma, donde trabaja como consultora en comunicación. Ha sido corresponsal freelance en Nueva York, Londres y Taipei para Ctxt, El Pais, El Confidencial y otros. Es directora del documental Surviving Amina. Ha recibido cuatro premios de periodismo.Su pasión es la cultura, su nueva batalla el cambio climático..
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