El hombre que se dirige al señor octogenario es el protagonista de la  semana. Se llama Alexis Tsipras y toma posesión en ese preciso momento del cargo de primer ministro del país europeo más golpeado por ese Godzilla llamado crisis. Tsipras lidera Syriza, un partido político populista de extrema izquierda, según lo definen los grandes poderes políticos y mediáticos, partido que, por algún motivo que los mercados no alcanzan a explicar, ha obtenido el apoyo de la mayoría de la ciudadanía griega, gente normal sin el tatuaje de Lenin en el omóplato ni el de Stalin en el antebrazo. La fotografía se produce pocas horas después de su ya prevista victoria electoral. No es habitual una toma de posesión casi instantánea tras las elecciones y es probable que encontrásemos explicación a las prisas por formar gobierno y echar a andar en la mirada que no alcanzamos a ver del perfilado nuevo primer ministro.

El acto es sobrio o al menos de apariencia austera, como no podría ser de otra forma. Entre Tsipras y el octogenario presidente de la República Helénica hay una carpeta de la que asoma un papel. Presumimos que puede tratarse del mandato recién firmado o a punto de serlo, para tomar las riendas del país, un mandato sostenido sobre las finas patas de una mesa acristalada que pisa una alfombra de esas que fabrican en serie en alguna tienda de Oriente para decorar las difíciles de vestir habitaciones gigantescas de los ministerios y diputaciones provinciales de media Europa. En el acto, como en todos los de este tipo, hay testigos. Siete hombres y una mujer. No somos expertos en política griega, por lo que, como mucho, podemos arriesgarnos a decir sobre el grupo de testigos, secundarios en esta imagen, que la mujer no es ministra.

La imagen es histórica por motivos evidentes. Es la foto del parto de lo que puede ser un nuevo tiempo político en el viejo continente. De nuevo Grecia, 26 siglos después.