Entre el Tourmalet y Montmartre: el velódromo Buffalo de París
El dinero de Clerc hizo realidad el proyecto: en 1893 se inauguraba el primer Buffalo, con 333 metros de cuerda, dos curvas muy cerradas en sus extremos y unas gradas que podían albergar hasta 8.000 almas
Marcos Pereda 12/02/2015
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Cuando el 18 de febrero comience en Saint Quentin, muy cerca de París, el Mundial de Ciclismo en Pista, la ciudad del Sena volverá a presumir de su larga tradición ligada a los velódromos. El evento tendrá lugar en el Velódromo Nacional de Francia, las modernísimas instalaciones que la Federación gala de ciclismo usa para el desarrollo de sus pistards. Pero hace más de un siglo las élites parisinas, los artistas y bohemios, los deportistas, los picaruelos de Montmartre, se desplazaban a ver las carreras a otro sitio muy distinto, uno con aroma muy particular: el Velódromo Buffalo. Y esta es su historia.
Historia deportiva, sí, pero sobre todo historia social y cultural del París de finales del siglo XIX y principios del XX. Historia de una ciudad fascinante donde surgen vanguardias artísticas, estéticas y filosóficas, un lugar en el que las noches nunca tienen fin y el amanecer llega siempre en las calles. París era, fue, una fiesta, como dijo Hemingway. Y uno de sus centros estaba, precisamente, en el Velódromo Buffalo. O los velódromos, porque realmente fueron dos los que llevaron este nombre. Pero no adelantemos acontecimientos.
Nuestra historia comienza en 1889, cuando París se eriza con la construcción de la Torre Eiffel y se estremece por una exposición universal que llena la ciudad de maravillas sinnúmero para el solaz de sus habitantes. Una de las más excitantes se establecerá durante algún tiempo en la zona de Neuilly, entre la Port de Maillot y la Port de Villiers, en los arrabales del noroeste parisino. Hablamos de la “exhibición indio-americana del Coronel Cody, alias Buffalo Bill”.
Precisamente fue este Buffalo Bill el que dio nombre al llamado Velódromo Buffalo, ya que el mismo se levantó en aquellos terrenos de Neuilly-sur-Seine que había ocupado el heterodoxo show americano, cambiando así los estribos de los caballos por los rastrales del pedal. Fue el primero de los muchos nexos que tuvo este velódromo con el mundo del espectáculo.
La idea de levantar allí una pista fue del británico Herbert Duncan, ciclista de éxito en la década de 1890, quien veía enorme potencial económico en el que habría de ser el primer velódromo de París. Para financiar su sueño contactó con Clovis Clerc, nada menos que el director del Folies Bergères, seguramente el cabaret más exitoso de la época. El dinero de Clerc hizo realidad el proyecto, y en 1893 se inauguraba este primer Velódromo Buffalo, con 333 metros de cuerda, dos curvas muy cerradas en sus extremos y unas gradas que podían albergar hasta 8.000 almas de enfervorizado público. Un público que, en gran parte, era el mismo que visitaba horas después el otro negocio de Clerc…
Pronto el velódromo se convirtió en un centro deportivo de gran interés. Curiosamente el pistoletazo de salida lo dio Henri Desgrange, el que luego sería “padre” del Tour de Francia, que el 11 de mayo de 1893 fue capaz de marcar el primer récord de la hora del ciclismo, recorriendo algo más de 35 kilómetros en sesenta minutos sobre una bicicleta en cuyo manillar había colocado una botella de un litro de leche “por si se sentía desfallecer a mitad de reto”. Fue el primero de los muchos récords de la hora que se realizaron sobre la veloz pista del Buffalo. Fue, también, la primera línea en la complicada relación que siempre existió entre Desgranges, el Tour de Francia y el Velódromo de Buffalo. Y es que al creador de la Grande Boucle, hombre profundamente conservador, no le agradaba el ambiente artístico y bohemio de las gradas del Buffalo. Y, aunque en el año 1906 el Tour de Francia partiría desde la pista de Neuilly, Desgrange siempre lo hizo terminar en el Velódromo del Parque de los Principes, más señorial, más burgués, más convencional, más ortodoxo.
Pero ¿qué importaba?, el Buffalo tenía otras cosas. Tenía el Bol d´Or, por ejemplo, una popularísima carrera de 24 horas que llegó a ser auténtico fenómeno social a principios del siglo XX. Tenía las carreras de motos, como aquella que acabaría en drama en el año 1906, con dos muertos y decenas de heridos tras invadir una moto las gradas. Y les tenía a ellos, sobre todo a ellos. Porque los artistas siempre prefirieron el Buffalo.
Porque hubo una época en que el Velódromo Buffalo era Montmartre con sol, era el Pigalle cuando las bailarinas dormían, era los cabarets antes de abrir las absentas. Centro de reunión de intelectuales y artistas, el lugar adonde todos iban para ver y que te vieran.
Seguramente el causante de esta extraña unión entre deporte y sociedad sea Tristan Bernard, director del Velódromo Buffalo desde 1895, y que también dirigía el Velódromo de la Seine así como un periódico especializado en ciclismo de nombre, cómo no, Le Journal des vélocipédistes. Pero Bernard fue más, mucho más.
Fue, en primer lugar, un exitoso abogado, un respetable dramaturgo, un pasable novelista y un pésimo poeta. Fue, también, uno de los grandes nombres del vodevil parisino de finales del siglo XIX y principios del XX. Fue empresario, amigo de los grandes artistas de la época, amante del deporte de la bicicleta, innovador (suya es la idea de hacer sonar una campana cuando se afronta la última vuelta de cualquier competición deportiva), arruinado y exitoso en diferentes momentos de su vida. Fue alguien que puso su nombre a un teatro, el Tristan-Bernard, que aún se puede visitar cerca del Pigalle. Fue, incluso, prisionero en el campo de concentración de Drancy durante la Segunda Guerra Mundial. Fue, en definitiva, un hombre capaz de decir a su esposa, mientras los nazis le sacaban de casa sin destino cierto, estas palabras: “No llores, querida. Antes vivíamos siempre en el miedo, a partir de ahora lo haremos en la esperanza”.
Pero hablábamos de cuando Tristan Bernard era director del Velódromo Buffalo, de cómo lo convirtió en el centro diurno de cierta sociedad parisina. De cuando llevaba a René Blum allí los domingos por la mañana después de toda una noche de fiesta en los cabarets. De su amistad con Toulouse-Lautrec, apasionado del ciclismo, que lo inmortalizó en uno de sus retratos, pensativo con su aspecto de dandi baudelairiano plantado en mitad de la pista de ese velódromo que tanto amaba. El mismo Toulouse-Lautrec que, pese a sus dificultades físicas, gustaba de montar en bicicleta, el que dejó escrito que nunca había conocido mejor escuela para los jóvenes que el ciclismo. El Toulouse-Lautrec que, según Julia Frey, observaba a los ciclistas en el velódromo con la misma intensidad con que miraba a las bailarinas, atraído por la belleza y plasticidad del movimiento, sí, pero también por los olores, por los sonidos, por la emoción del propio espectáculo. Aquel que gustaba de colarse en los vestuarios para ver esa danza furiosa y vivificadora que es el masaje para los deportistas; el que, en palabras de Tristan Bernard, solía pasar la tarde en el velódromo sin apenas enterarse de lo que ocurría a su alrededor, después de haber regado su afición matutina con abundantes dosis de alcohol. Toulouse-Lautrec, que reflejó su pasión por el ciclismo, su amor por el Buffalo, en algunas ilustraciones que son pequeñas obras maestras. Ese Toulouse-Lautrec.
Era una época en la que el ciclismo de pista estaba entre los deportes más populares y sus grandes estrellas resultaban ser personajes de sociedad, ídolos para niños que querían ser pistards cuando crecieran y para mayores que iban a los velódromos a fumar, beber, apostar y disfrutar de la vida. Cuando ciclistas como Marshall Major Taylor, el primer campeón de color del ciclismo, paseaban fama y popularidad por las pistas de Estados Unidos. Cuando bandas de jazz amenizaban las veladas nocturnas en el Madison Square Garden. Una época fascinante, intensa y creativa, noctámbula y canalla, que hoy quizás cuesta reconocer. Un momento fascinante donde el ciclismo se fundía con una de las ebulliciones de talento y creatividad más fastuosas que la Humanidad haya vivido.
El Velódromo Buffalo de Neuilly estuvo funcionando hasta 1914, cuando el Gobierno francés lo requisó para construir una fábrica de aviación que mantuviera la creciente demanda que la Primera Guerra Mundial estaba provocando. Los ases saltaban de la bicicleta a las carlingas, y alguno de ellos, como el gran Octave Lapize, lo hacía de forma literal, encontrando en el aire su último desafío, el definitivo, el que acabaría abatiéndolo. Nunca, nunca más, se levantaría el Velódromo Buffalo. Con todo, su título no iba a caer en el olvido, ya que en 1922 se construye en Montrouge, al sur de París, un estadio y velódromo bautizado con el mismo nombre. Un segundo Buffalo en recuerdo de aquel que tanto hizo vibrar a los artistas de principios del siglo XX. En esta nueva pista de Montrouge serían otros los que apostarían, fumarían, beberían y crearían personajes inolvidables. Otros que se iban a llamar Hemingway, o Picasso, o André Bretón, o Tanguy. Se abrían los felices años veinte.
Pero esa es, seguramente, otra historia.
Cuando el 18 de febrero comience en Saint Quentin, muy cerca de París, el Mundial de Ciclismo en Pista, la ciudad del Sena volverá a presumir de su larga tradición ligada a los velódromos. El evento tendrá lugar en el Velódromo Nacional de...
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Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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