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Reportaje / Burbuja inmobiliaria

Neofavelas en el laberinto brasileño

Germán Aranda 12/02/2015

 Los residentes de Nova Tuffy conviven bajo techos de madera improvisados, en esta nave abandonada.
Los residentes de Nova Tuffy conviven bajo techos de madera improvisados, en esta nave abandonada. Germán Aranda

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Nova Tuffy fue un laberinto de madera dentro de una nave industrial donde la máxima "Vivir el día", tan presente en Brasil, cobraba todo el sentido. Quienes residían en este asentamiento ilegal de Río de Janeiro no sabían cuándo serían desalojados, y sobrellevaban como podían el calor bochornoso que se colaba a través del tejado de plástico y de los agujeros en sus improvisadas, pero acogedoras, barracas de madera, que apenas tuvieron unos meses de vida, desde marzo hasta diciembre de 2014, cuando fueron desalojadas pacíficamente por la policía.

En la antigua fábrica de plástico abandonada cercana al complejo de favelas de Alemão, a 10 kilómetros del centro de la ciudad, vivieron durante nueve meses dos mil familias a la espera de una solución negociada con el ayuntamiento para conseguir ayudas económicas o una vivienda social que les ayude a resolver su problema de morada. Hoy, ya en la calle y cada uno apañándose como puede (asfixiados por el alquiler o en casa de algún familiar), aún esperan solución, puesto que la única respuesta que recibieron del estado fue el desalojo.

La mayoría de los sin techo que ocupan terrenos o edificios vacíos, fenómeno al alza en Brasil, no son marginales sin trabajo, como muchos creen, sino empleados de renta baja que trabajan en centros o periferias urbanas con altos alquileres y costes de vida que no logran cubrir con sus sueldos. En Río de Janeiro, con la 'pacificación' -nombre que recibe la ocupación policial que expulsa al narcotráfico armado o al menos lo hace menos ostentoso- y algunas obras de infraestructuras de los Juegos Olímpicos de 2016, la especulación inmobiliaria ha llegado a ahogar las economías incluso de quienes viven en muchas de las favelas más céntricas y también, como una onda expansiva, llega cada vez más lejos de los inalcanzables -para los trabajadores- barrios de Ipanema y Copacabana, donde por un piso sencillo de 30 metros cuadrados pueden pagarse unos 800 euros y más de 1.500 por uno de dos habitaciones. Los booms de especulación anual de fin de año y Carnaval, el reciente Mundial de fútbol y los próximos Juegos de 2016 han provocado una subida del 144% en el precio de los alquileres en la Cidade Maravilhosa desde 2008.

A Carlos Alberto de Conceição, de 36 años, presidente de la Asociación de Moradores de Nova Tuffy, le resultaba casi imposible pagar los 390 reales (unos 130 euros) de alquiler por el pequeño estudio donde vivía con su mujer, desempleada, y sus hijos, de 14 y 7 años, en la favela Fazendinha, del cercano Complexo do Alemão. Para pagar una cantidad inferior en una vivienda en condiciones, debería irse "por lo menos a Campo Grande", ciudad ubicada a unos 50 kilómetros de Río y, por tanto, del trabajo de montador de estructuras en un edificio con el que consigue los 1.000 reales (unos 300 euros) con los que mantiene a su familia. "Y yo no quiero irme tan lejos, mi vida está aquí", cuenta. Si se marchara, tardaría unas tres horas por trayecto entre el trabajo y su casa, dependiendo del tráfico o de la suerte con los irregulares autobuses.

La precariedad del transporte público y los atascos monumentales son dos de los motivos por los que muchos trabajadores de rentas bajas se resisten a abandonar los centros de Río o São Paulo, cada vez más prohibitivos; por eso miles de ellos buscan como solución alternativa ocupar este tipo de asentamientos en los que la vivienda les sale gratis (o casi; en Nova Tuffy aportaban cinco reales al mes para pagar instalaciones piratas de luz, agua y gas), y de paso presionan a las instituciones.

La mayoría de las 2.000 familias que vivieron entre cuatro paredes y bajo un techo de madera montados en esta factoría abandonada eran trabajadores de la construcción o de servicios que ganan menos de 2.000 reales (600 euros) al mes. La lógica de las ocupaciones y los asentamientos irregulares es la misma que permitió la irrupción de las favelas en las áreas vagas del espacio urbano: los excluidos del mercado de la vivienda se la montan por su cuenta donde pueden: en la selva, en la montaña, en descampados, en muelles frente al mar, en edificios abandonados. Es la misma dinámica por la que los esclavos libertos que se quedaban sin lugar donde vivir cuando en Brasil se abolió la esclavitud (fue el último país de América, en 1888) creaban los llamados quilombos, construidos mayormente de barro. Y con la misma dinámica que las favelas, que también evolucionaron con el tiempo en lo que respecta a los materiales de construcción, entre los barracones de madera de Nova Tuffy emergía el día de su desalojo algún inicio de construcción de ladrillo.

En un país donde el Gobierno del Partido de los Trabajadores, comandado por Lula y por la recientemente reelegida Dilma Rousseff, ha entregado desde 2009 un millón y medio de viviendas públicas para ciudadanos de baja renta, y que en los próximos años debería de llegar a los tres millones y medio a través del Programa Minha Casa Minha Vida, podría presumirse de que los problemas de vivienda disminuyen. No obstante, según un estudio del Instituto de Economía Aplicada y la Fundación João Pinheiro, el déficit habitacional en Brasil oscila entre los 5,2 y los 6,9 millones de viviendas, cifras que corresponden a aquellas personas que viven en hogares precarios, con familiares o utilizando más de una tercera parte de su renta para pagar el alquiler. Aunque no existe un censo que diga cuántas personas viven en este tipo de recientes asentamientos irregulares, el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), estima que, de los más de 200 habitantes de Brasil, más de once millones viven en favelas y otros tipos de viviendas precarias o irregulares.

La profesora de arquitectura y urbanismo en la Universidad de São Paulo Raquel Rolnik, relatora de la ONU sobre derechos de vivienda, afirma que los programas sociales son muchas veces "inadecuados" por estar ubicados en "localizaciones periféricas y distantes de las fuentes de empleo de las ciudades", y considera "inexplicable" la no aplicación de tarifas sociales para servicios como agua, gas o condominio, cuyos costes también tienden a asfixiar incluso a los que residen en viviendas de precios accesibles y con facilidades de financiamiento.

Algunos okupas están en la lista de espera para acceder a Minha Casa Minha Vida; otros, ni eso. La gran mayoría espera la respuesta del Gobierno y teme que sea parecida a la que recibieron los habitantes de una fábrica muy cercana, conocida como Telerj, 60 días antes del Mundial y entre gritos de "¡Así es como nos trata el país de la Copa!". A golpe de porra, bala de goma y gas lacrimógeno, 1.600 policías desalojaron a las cinco mil personas, con bebés y niños, que residían en la nave industrial.

Un año y medio después de que estallaran en Brasil las mayores manifestaciones de su historia reciente, el tejido social se encuentra más dividido y calmo en las calles de las principales urbes, en parte gracias al desgaste sufrido desde junio de 2013 y a la dura represión policial. No obstante, todavía existe un grupo capaz de sacar a miles de personas a las calles con relativa frecuencia como el MTST, Movimento Nacional de los Trabajadores Sin Techo, que coordina algunas de estas luchas por la vivienda popular teñido de una clara ideología izquierdista. Con unos 35.000 miembros, se trata del “mayor movimiento social urbano del país”, afirma en una entrevista Guilherme Boulos, profesor de filosofía y uno de sus coordinadores, que vive en un piso de alquiler (se niega a dar más detalles sobre su vivienda) en la Zona Sur de São Paulo y llegó al colectivo por afinidad ideológica y no por necesidad.

El MTST opera con más fuerza que en ningún lugar en la región periférica de São Paulo, que es donde las ocupaciones irregulares tienen más presencia. Coordina la ocupación del descampado conocido como Nova Palestina, la mayor de la región, donde viven unas ocho mil personas en barracones hechos con maderas y lona. Para Boulos, Minha Casa Minha Vida no resolvió el problema de la vivienda porque "la especulación inmobiliaria creció más que la oferta de vivienda social", y porque el programa "está más preocupado en el financiamiento de las constructoras subcontratadas para llevar a cabo los proyectos que en las necesidades habitacionales de los más necesitados". Por eso, lucha junto al colectivo con tres objetivos a medio plazo: "La creación de una ley de inquilinato que ponga tope al precio del alquiler, una política nacional de desapropiación de tierras ociosas y un estatuto de las ciudades que regule el uso del suelo urbano".

Las victorias, por ahora, de estos colectivos son parciales. En Nova Palestina, el alcalde de São Paulo, Fernando Haddad, anunció en marzo que cedería esos terrenos a los sin techo para la construcción de vivienda social. En São Gonçalo, localidad próxima a Río de Janeiro, el ayuntamiento llegó a mediados de noviembre de 2014 a un acuerdo con las 700 familias que vivían en la ocupación Zumbi dos Palmares para construir un nuevo complejo de vivienda social. En agosto, la ocupación Copa do Povo, a escasos dos kilómetros del estadio inaugural del Mundial en São Paulo y bautizada así con un mensaje claramente reivindicativo que se oyó antes y durante la competición, se llegó a un acuerdo similar.

Si en la periferia de São Paulo predominan las ocupaciones de descampados, en el centro de la ciudad las banderas de los colectivos de ocupación forman parte del paisaje de numerosos edificios antiguos de decadencia acogedora. A escasos metros del Teatro Municipal, el edificio del antiguo cine Marruecos tiene una enorme pintada en su fachada lateral con las letras del MSTS, otro de los colectivos, y un pedido de “+ Moradía” (sic) de arriba abajo de sus 10 plantas. En la fachada central, se abre una puerta cada dos por tres en medio de una enorme valla de madera roja con un dibujo del Che, dejando entrar y salir a algunos de los 800 habitantes que ocupan el viejo cine. La portera, aunque con simpatía, me niega dos días seguidos la entrada y sonríe a través de la pequeña apertura por la que se asoman sus ojos y parte del encanto de este cine que exhibió algunos de los grandes clásicos de los años 50, y que hoy permite a estos inquilinos vivir a la espera de que se aprueben las obras para la nueva sede de la secretaría municipal de Cultura. Los vecinos están un poco agobiados porque los reportajes se han intensificado en los últimos días debido al desalojo del edificio de enfrente, también ocupado y que acabó con un incendio provocado por los ocupantes antes de ser expulsados por la policía.

En Santa Cecilia, a tres kilómetros de allí, las 350 familias miembros del Frente de la Lucha por la Moradia (FLM) tuvieron más suerte en el Lord Hotel, que en su día tuvo cuatro estrellas, y hoy ve a niños pobres que antes vivían en la calle montando en triciclo por sus pasillos de moqueta. Con antiguas grandes suites dobles reconvertidas en pequeñas neofavelas para familias de hasta siete u ocho personas, el asentamiento es hoy legal después de que el hotel cayera en bancarrota y el ayuntamiento decidiese entregárselo al movimiento.

Pese a la proliferación de estos movimientos de ocupación, en São Paulo existen más de 14.000 moradores de rua, según datos del ayuntamiento. Cerca de estos edificios, uno los encuentra sentados bebiendo cachaça de la más barata. "Yo prefiero vivir en la calle que en esas ocupaciones donde te cobran también un dinero de manutención, que como desempleado no tengo cómo pagar", cuenta Marco Antonio Frota con su mirada de paz cansada y triste, acompañado de otros cinco amigos vagabundos que aseguran que el alcohol es el único método eficaz para poder dormir a la intemperie en las noches de São Paulo, y evitar pensar en su situación o sentir miedo a ser agredido. "Aún tenemos suerte porque nos ayudamos los unos a los otros, no vi nunca a un familiar cuidarme tanto como estos amigos que he hecho desde que vivo en la calle", agrega Frota, que recuerda cómo cayó en una depresión cuando su mujer le dejó, y que el alcohol y la pena le llevaron a dejar en bancarrota la pequeña empresa de informática que tenía y a vivir en la calle.

En el barrio de Vergueiro, cerca del centro, dos camas vacías con mesita de noche y bandera de Brasil por medio configuran una acogedora habitación bajo el techo de una gasolinera abandonada. Mientras tanto, las mismas páginas de diarios como Folha y Estadao que sirven de cama o sábana a muchos mendigos llegan diariamente llenas de ofertas de pisos de lujo, con piscina, sauna, jardín y portero, en rascacielos aún por estrenar.

Nova Tuffy fue un laberinto de madera dentro de una nave industrial donde la máxima "Vivir el día", tan presente en Brasil, cobraba todo el sentido. Quienes residían en este asentamiento ilegal de Río de Janeiro no sabían cuándo serían desalojados, y sobrellevaban como podían el calor bochornoso que se...

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