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Huellas anónimas
Fotos que hice en mi pueblo, Peña Blanca, Chihuahua. No son pruebas de nada, solo evocaciones del momento tan doloroso y complejo que vive México. Mi pueblo está situado en el noroeste del estado, entre la ciudad de Chihuahua y la frontera americana. Ahora más que nunca abundan los testimonios de atrocidades cometidas en la región. Abusos de poder, amenazas, crímenes y sobre todo alianzas entre el poder legal y los narcos. Y a pesar de todo, tanto mi familia como toda la gente, sigue echándole bolas a la vida. Esa admirable adaptación al medio que siempre ha tenido el mexicano y que tanto me sigue motivando al vivir en este exilio voluntario en París.
Carlos Torres es artista plástico y fotógrafo.
Las patronas que alivian a los viajeros de 'La Bestia'
En una casa de la localidad de Guadalupe (más conocida como La Patrona), en el Estado mexicano de Veracruz, un grupo de mujeres charla animadamente en la amplia cocina al mediodía. Durante la mañana han estado preparando 10 kilos de arroz y unos cinco de frijoles y luego han repartido ambos alimentos en porciones metiéndolas en pequeñas bolsas de plástico transparente. Finalmente, han hecho paquetes con bolsas más grandes con una ración de arroz, otra de frijoles, unas tortillas de maíz (unas finas lonchas de harina de ese grano que para los mexicanos es como el pan para los españoles) y cuatro o cinco panecillos.
Además, han rellenado decenas de botellas de medio litro con agua y las han unido de dos en dos con un trozo de cuerda.
De repente, suena a lo lejos el silbato del tren y las mujeres se movilizan con una disciplina sólo posible a base de rutina, cargan las bolsas en unas cajas de fruta, las botellas en una oxidada carretilla y salen rápidamente de la casa. Tras recorrer los 100 metros que las separan de las vías del ferrocarril, que parte en dos esta localidad situada en medio de la selva veracruzana, se despliegan a lo largo de un tramo junto a los rieles y esperan la llegada de La Bestia.
La Bestia es como se conoce popularmente el tren de carga que recorre México de sur a norte para llevar a Estados Unidos todo tipo de mercancías nacionales y centroamericanas y, de paso, a miles de inmigrantes indocumentados de Honduras, Guatemala, El Salvador y, en menor medida, Nicaragua, que cada año se suben como polizones a sus vagones en busca del sueño americano.
No tarda mucho en asomarse el convoy por la última curva antes de entrar en el pueblo y enfilar una línea recta de cerca de un kilómetro hasta llegar a ellas. Mientras se acerca lentamente ven a algunos migrantes, ya alertados, tomar posiciones agarrados a los bordes de los vagones. Sus cuerpos sobresalen por el lateral asidos con una mano a las escalerillas.
Cuando llegan a su altura, los polizones van tomando las bolsas, que vuelan de las manos extendidas de las mujeres. Los que van colgados, con la mirada concentrada en las raciones, se las pasan rápidamente a los que van en las plataformas conforme las van atrapando para hacerse con el mayor botín posible. En la última posición, una de ellas entrega las botellas de agua que tiene en una carretilla.
Una vez han pasado todos, apenas quedan bolsas en las cajas. Mientras se aleja el tren, uno de ellos se asoma sonriente, en uno de los últimos vagones, y saluda con la mano. Al menos ese día podrá saciar el hambre mientras sigue su búsqueda de una vida mejor.
Esta es una escena diaria desde hace ahora 20 años en la vida de Las Patronas, un grupo de mujeres campesinas que cada día, haga frío o calor, llueva o luzca el sol, en Navidad, en Año Nuevo, en Semana Santa… dan algo de alivio a los inmigrantes que sufren todo tipo de adversidades en su peregrinaje hacia Estados Unidos.
Son perseguidos por los agentes migratorios; explotados por los polleros, los traficantes mexicanos de personas que los guían hasta el norte por precios que pueden llegar hasta 5.000 dólares (unos 4.500 euros); golpeados por los garroteros, los guardas de seguridad que contratan las empresas ferroviarias para impedirles subir a los trenes. Asaltados por maleantes, extorsionados por el crimen organizado, estafados y abusados por pequeños delincuentes y discriminados por algunos habitantes, que rechazan su presencia en los albergues para ellos en sus pueblos, a los que obligan a cerrar, a veces incitados por las propias mafias que se lucran con el desamparo.
Este infierno que viven los centroamericanos en México tiene una contraparte amable desde un día de febrero de 1995 en el que Rosa y Bernarda Romero Vásquez salieron de la casa de su padres a comprar pan y leche y, al regresar, pasó el tren y tuvieron que quedarse esperando para cruzar la vía.
Hacía tiempo que observaban a personas con acento extraño que aparecían colgadas de los vagones a su paso por el pueblo. "Cuando les veíamos pensábamos que eran mexicanos que se subían al tren porque querían turistear, que querían conocer. Porque a veces la gente no viaja porque no tiene dinero", recuerda Norma.
Poco a poco, las hermanas Romero Vásquez se dieron cuenta de que esa gente no viajaba de ese modo por gusto, de que estaban necesitados. "No sabíamos de dónde venían. No conocíamos qué era Centroamérica, porque nosotras apenas conocemos nuestro territorio mexicano".
Ese día, mientras Bernarda y Rosa miraban cómo se sucedían ante sus ojos, uno tras otro, los pesados contenedores rodantes, escucharon cómo se acercaba uno desde el que un forastero les pedían a gritos con ojos suplicantes: "Madre, dame tu pan. Dame tu pan, que tenemos hambre".
Rosa se volvió a su hermana y le preguntó: "¿Se lo damos o qué?". "Pues si quieres, dáselo", le respondió Bernarda. Así que alargó su mano con la barra de pan y cuando el hambriento polizón que había apelado a su generosidad pasó frente a ella, desapareció de la punta de sus dedos.
Pero, en los furgones de atrás llegaba más gente con la misma cara de súplica: "Madre, dame tu leche". Así que el truco de prestidigitación se repitió y el litro de leche se desvaneció al extender el brazo hacia delante.
Cuando las dos llegaron a casa, su madre, doña Leonila, les miró incrédula, como si le estuvieran gastando una broma: "¿Dónde están el pan y la leche?".
"En ese momento empezamos a trabajar, nos organizamos", indica Rosa.
A la familia Romero Vásquez se unieron pronto otras vecinas. A pesar de ser un pueblo modesto de campesinos, les bastaba con sus propios ingresos para alimentar a los polizones ferroviarios, que en esa época viajaban en un número moderado. "En el 95 las cosas eran baratas y nuestro dinero valía. Nos alcanzaba y no pasábamos necesidades", explica Norma.
Pero el campo mexicano se ha ido empobreciendo desde aquellos años. Además, el número de migrantes que, para huir de la miseria y de la violencia, se agarran al tren como si fuera el último tablón de un barco hecho trizas por una tempestad, se ha incrementado exponencialmente. Así que, si no fuera por las donaciones que reciben en la actualidad, les sería imposible seguir atendiendo al ejército de desposeídos que diariamente huye al norte de la manera más barata, pero también la más peligrosa.
Los centroamericanos se juegan la vida para poder encaramarse a los convoyes en marcha. Un paso en falso, un pie apoyándose en el aire en vez de en las escalerillas para subir a los vagones, puede suponer que sus piernas sean atrapadas por la fuerza de succión que generan las ruedas, por la velocidad de su avance.
Cientos de ellos han sufrido mutilaciones provocadas por el despiadado tren. Y muchos otros son destrozados cuando, tras horas y horas ininterrumpidas de viaje, se quedan dormidos en el techo de los vagones y caen a la vía.
A estos riesgos se ha unido en los últimos años uno mayor: el de los cárteles del nacotráfico. Hace un tiempo que viajar en La Bestia sobre el techo de un vagón ha dejado de ser gratis.
El crimen organizado, ansioso por ampliar sus fuentes de ingresos a través del lucrativo negocio de aprovecharse de la inmigración ilegal. Y no se conforma con poco. Los cárteles de la droga, particularmente Los Zetas, están también sobre los trenes y cobran 100 dólares por tramo. Como ‘cobradores’ suelen subcontratar a mareros. Ahora los centroamericanos ya no saben si quienes se han subido en la última estación con ellos son compañeros de viaje o criminales que, si no pagan la cuota, los tirarán del vehículo en marcha a patadas o a machetazos.
A partir de 2003, a raíz de su aparición en un documental, la labor de Las Patronas se dio a conocer en el país, la gente empezó a interesarse por su trabajo y a enviarles víveres y otras ayudas.
De los 30 almuerzos con que empezaron hace 20 años, han pasado a hacer decenas o cientos, según el número de comensales que les avisen (desde un albergue para inmigrantes situado unos kilómetros antes en el recorrido del tren) que vienen a bordo de La Bestia. Y el grupo ya alcanza las 14 patronas.
"Somos 14, pero decimos 15 porque acá está nuestra madre, la señora Guadalupe, que es la principal, donde quiera que andamos ella nos cuida", afirma Julia Ramírez señalando un colorido mural con el rostro de la otra Patrona, la de México, la virgen de Guadalupe, que adorna uno de los muros de la casa.
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Carlos Torres
Carlos Torres. Artista plástico y fotógrafo nacido en México. Naturalizado francés, vive y trabaja en París.
Autor >
Texto: Pablo Pérez
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