Félix Grande, “motivos para amar haber nacido”
Estaba al borde de sus 76 años, y ni él ni yo podíamos saber que sería la última vez que nos viéramos
Miguel Ángel Ortega Lucas 26/03/2015
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Somos los lentos forajidos que inventamos los mitos, las religiones y la historia, el lenguaje y las drogas y el amor, únicamente porque sabemos que vamos a morir. Ahora sé que un abrazo lleva al fondo un pequeño violín de espanto, una matriz de desconcierto. Y en la alta noche, a unos pasos de los antiguos y a unos pasos de nuestros futuros arqueólogos, nos sentamos sobre las mantas, ateridos de perplejidad y de emoción. Y algo gigantesco y cósmico nos acaricia un poco nuestra cabeza ebria, antes de que tengamos tiempo de llegar, como locos, al interruptor de la luz.
[F. G., Puedo escribir los versos más tristes esta noche -1967/69]
Hay dos frases, misteriosamente anudadas por entre los años, el vendaval magnífico y turbulento de su vida, que parecen reunir, abrazándolas, la infancia y la vejez del poeta Félix Grande (Mérida, 1937-Madrid, 2014); como las caras de una misma moneda de limosna y tiempo.
La primera la pronunció, quizás una sola vez (pero para siempre), en algún momento de los años 40, siendo tan alto apenas como el brocal del pozo con el que solía “enredar” su madre: amenazando, a veces, con tirarse a él empujada por el terror animal que desde la guerra civil deambulaba enjaulado en su conciencia. En uno de esos episodios de pánico, dijo –se oyó decir él mismo en voz alta–, ese niño de seis o siete años, pequeñito, a su madre: “Mamá, no te mates”.
(“Pobrecita”, diría luego, mucho más tarde; “pobrecita”.)
La otra frase la pronunció más de sesenta años después, una tarde de agosto en una cafetería cercana a su casa de la calle de Alenza, en Madrid; ante una grabadora, un posadolescente en llamas, un café y un cigarro compasivos: Ya no me da miedo morir.
“Es curioso que he pasado toda la vida aterrado –decía, casi pensando en voz alta, expulsando el humo lentamente–, toda la vida manejando la herencia psicológica de mi madre, y ahora ya no me da miedo envejecer, y no me da miedo morir”. Dijo, también, mirando hacia el ventanal en el que se derrumbaba el atardecer de la ciudad sin nadie: “Sospecho que para conservar la inocencia hace falta mucho coraje, y el ejemplo supremo para mí es César Vallejo. No recuerdo a otro poeta que haya sido capaz, como él, de llevar sobre los hombros y durante toda su vida el asombro, el terror de la infancia, y la angustia de la adolescencia, hasta el final, hasta su muerte”. Porque “las palabras, como la música o las representaciones artísticas, tienen un pie puesto en la inocencia, en el asombro pre-homínido. Cada vez estoy más convencido, y más ahora que estoy terminando mi vida (…y te ruego adviertas el tono de tranquilidad con que lo acabo de pronunciar), de que la inmersión en la infinita sabiduría e inocencia de las palabras, en su palpitación sagrada, te hace sentirte perteneciente a toda la historia de la especie. Es toda la tribu la que está dándote la bienvenida”. Aquellos que “acercaban la mano a la hoguera, y se daban cuenta de que el frío y el miedo estaban reclamando el nacimiento del lenguaje”.
(Miedo amor corazón: dadme lenguaje)
Tenía, en aquel momento, 71 años. Estaba en la flor tardía, inesperada, redentora de su vida. Ya no dormía mal, después de décadas de insomnio. Ya no escribía de madrugada, los ojos turbios, vencido sobre el frío, la manta y el candil que alumbraba su mantel lleno de lobos. Ya no era más su heterónimo suicida Horacio Martín, fatigando las calles de la furia y el deseo. Era ya ese muchacho majestuoso de 71 años, aquella tarde; con la paciencia de quien se pasó la vida corriendo y sabe que ya no hay prisa por llegar a ninguna parte. Ya no corría: ya sólo contemplaba desde su balcón el reguero de barro y gemas que su pelea con el Tiempo había dejado a lo largo de la calle, hasta el portal. Hasta ese final de su vida sin dañar ni dañarse junto a Doina-Francisca Aguirre: su compañera de más de medio siglo, o la mujer, la anciana ya, que “le salvó la vida” desde el instante mismo de conocerse.
Años después de esa conversación, en diciembre de 2012, quien esto escribe quiso importunarle una vez más, grabadora mediante, para que respondiese algunas preguntas triviales, cotidianas, importantísimas, que no quería dejar sin respuesta mientras durase su victoria, su Ítaca tranquila, su vejez suntuosa allí, en el eje capital de su casa de la calle de Alenza. Despreocupadamente repantigado en la cama, como su maestro Onetti; con planta imperial de actor de cine retirado; compartiendo una cajetilla de LM y cocacolas zero, Félix Grande respondió durante varias horas con la autenticidad, la profundidad, la voz rotunda e insobornable de quien jamás consintió jugarle a la vida con las cartas marcadas. No había música en la habitación, pero hacia el patio de luces llovía Charlie Parker y llovía Edith Piaf, susurrando insolente que no se arrepentía de nada. De vez en cuando entraba Paca, Francisca Aguirre, a consultarle alguna cosa para un libro (–¿Qué día de mayo nos casamos tú y yo? –El 30, Paca. ¿Cuándo nació Lupe, el 20? Pues el 30…).
…Siempre fuimos más jóvenes que hoy:
nunca tan juntos –había escrito en Esta vejez, de su último Libro de familia (2011)–.
Éste era el premio (…)
Nuestra vida reunida, cauterizada, entera: mírala.
Estaba al borde de sus 76 años, y ni él ni yo podíamos saber que sería la última vez que nos viéramos. Que, poco más de un año después, Félix Grande ya no fumaría en este mundo
P. ¿Has llegado a entender cómo funciona la vida, para qué sirve?
R. No he llegado a entender ni la pregunta… [se ríe]. Pues decía Henry Miller: “Por curioso que parezca, el fundamento de la vida es vivir”. Yo no sé cuál es el destino del ser humano, ni qué pasa después de la muerte; nadie vino a contar lo que pasa después de la muerte, y tengo la sospecha de que no va a venir nadie por ahora… Pero creo que el hecho de que seamos mortales, y tengamos la vida muy cortita, hace que tengamos la oportunidad de darnos cuenta de que, precisamente porque somos finitos, cada hora de la vida es sagrada, y es un prodigio. Y creo que el hecho de que nuestras endorfinas estén contadas en la historia de nuestra materia –y un día acabarán– hace que cada orgasmo sea una prueba de omnipotencia casi divina. …No necesito la eternidad en el tiempo. Ya sé que me voy a morir. Enterré a mi padre, enterré a mi madre; enterré a varios hermanos [siendo niño], enterré a varios amigos, enterré a muchos de mis maestros. Y un día alguien me enterrará a mí. Pero: ¿y si no hubiera nacido? Qué espanto. Qué fraude misterioso…
P. Otro pobre tomara ese café… [César Vallejo]
R. Sí, eso que lo diga un genio… Y pienso que, si no hubiera nacido, / otro pobre tomara este café… Que, dicho sea de paso, eso lo escribía en París y era lo único que podía tomar, un cafetito. Porque ese endemoniado genial pasaba hambre… Joder.
P. ¿Cuáles son las cosas de tu vida de las que más orgulloso o satisfecho te sientes?
R. Me siento contento de haber podido ajustar las cuentas con mi madre. Tardé cinco ó seis años después de enterrarla. Me encuentro contento de haber podido perdonarme la culpa que sentía contra ella. Porque, ya lo sabes, había sufrido mucho, era una mujer llena de terror; me contagió ese terror, en fin…
[Mamá: no te mates: probablemente todos y cada uno de los versos, de los besos, de las lágrimas y los abrazos y los aullidos de su vida, no fueran sino variables disfrazadas de ese ruego desvalido y colosal de un niño.]
…Me siento, orgulloso no, afortunado de haber encontrado una mujer con la que llevo viviendo bastante más de medio siglo. Sé que el precio que tengo que pagar –lo estoy pagando ya– es el de saber que uno de los dos se va a morir el primero, y que el que se quede aquí va a convertirse en un alma en pena. Pero éste era el precio… Recuerdo que un día, hablando con Paca, le dije, una sola vez, le dije: Paca, como quiera que en esta vida todo tiene su precio, y las cosas importantes tienen un precio caro, los dos sabemos ya que el precio que estamos pagando, que ya hemos empezado a pagar, por haber vivido juntos toda la vida, es que uno de los dos se va a morir el primero, y que el otro se va a quedar deshecho. Le dije: si cuando nos conocimos y nos dimos cuenta de que queríamos vivir el uno con el otro, que queríamos acompañarnos, protegernos toda la vida el uno al otro, nos hubieran dicho que éste era el precio, ¿qué hubiéramos dicho?… Sabes lo que dijo Paca?: Me miró y dijo: ¿Dónde hay que firmar?
[“…¿Puedo
puedes podemos calcular el tamaño del pasmo, el grosor del desconsuelo del primero que se derrame de la vida sabiendo que al que se queda Aquí, al sentenciado,
le espera la orfandad
desenfrenada, la inundación
de un mar de soledad prelógica?
¡Quién deja al otro aquí? ¡Con qué energía sobrevivir? ¿Con qué egoísmo ir el primero al delito del abandono?...”]
Me siento privilegiado por eso. Me siento alegre por haber tenido alguna vez el ofuscado coraje de tener hijos (no pude tener más que a Guadalupe por aquello del RH negativo, eso de lo que presumía el tonto de los cojones de Arzallus; pues el RH negativo de mi mujer hizo que no tuviéramos más hijos. Pero me siento muy contento con que ella esté sobre la tierra). Me siento alegrísimo de lo bien que lo hicieron mis padres con sus hijos, de manera que los cinco nos llevamos muy bien: los cinco sabemos que si uno de los cinco tiene que huir de la justicia, o acaba de matar a alguien, tiene cuatro casas donde esconderse. Me siento agradecido por el hecho de tener buenos amigos; no muchos pero los suficientes (nadie puede tener trescientos amigos; para qué, qué es eso), pero los necesarios. Y de haber tenido y tener unos maestros esenciales, que son esenciales en el momento en que pasan los años y las décadas y siguen siendo maestros… De los libros que he escrito me alegro y tengo cierto narcisismo por el hecho de que vivan y se reediten, pero en buena ley no puedo sentirme orgulloso de eso porque siempre he pensado, y creo que es cierto, que son las palabras las que te toman como pretexto o escriba de lo que ellas saben. Decía Unamuno: “Tened fe en las palabras porque ellas son cosa vivida”. Y hace mil años que viven las palabras castellanas y durante esos mil años han demostrado su inocencia, su fortaleza, su coraje, su capacidad de nominar la realidad, y nosotros no somos más que escribas al servicio de esas palabras que no son objetos inertes a los que uno puede utilizar, sino criaturas vivas a las que hay que acercarse con mucho respeto; como lo que son, como criaturas de mil años de edad, como viejos y viejas de mil años… De manera que, ¿te imaginas un electricista que esté rotundamente orgulloso porque acaba de poner una instalación eléctrica? Sí: puede sentirse contento porque ha cumplido con la ley de su trabajo, que es hacer lo que sabes y hacerlo bien, pero eso es todo. Porque por debajo de mi esfuerzo (qué coño esfuerzo, si soy siempre feliz escribiendo), por debajo de mis horas lo que hay es la turbulencia, el magma de sabiduría de las palabras, que avanzan como hormiguitas y te permiten de vez en cuando que las juntes unas con otras para que digan algo que tú crees original… Sobre la originalidad decía también don Antonio Machado cosas. En una época en que la vanguardia llamaba provinciano a don Antonio Machado. Decía: “Ha llegado un momento en que los novedosos apedrean a los originales”. Originalidad era eso. Yo creo que originalidad será muchas cosas, pero sobre todo poner de pie algo que dura. Bueno: la poesía de don Antonio ya dura un siglo, y no se le ven muchas arrugas. No envejece el jodío.
P. Si te pidiera que definieras la palabra emoción con un momento de tu vida concreto, o varios…
R. Me viene uno instantáneo. Duró unas veinte horas, y luego tuvo una segunda parte que dura todavía. Hubo un momento en que tuvimos que meter en el quirófano a Guadalupe. Recién operada a corazón abierto, los médicos no estaban seguros de que sobreviviera, y esa inseguridad duró unas veinte horas. La emoción de esas veinte horas se ha quedado a vivir en mi sistema circulatorio. Y la alegría, la certidumbre de resurrección que sobrevino, ya dura treinta años.
P. ¿Te arrepientes de algo?
R. [Lo piensa cinco segundos:] No. Creo que no. Supongo que he sido, si no malvado, malsano para alguna que otra persona alguna vez, pero no puedo recordar que lo haya sido de manera deliberada y con el simple propósito de hacer daño. No sé de qué podría yo arrepentirme… ¿De haber tenido amantes mientras vivía con Paquita? Pues no puedo porque sé que no era un propósito, no era… Es verdad que mucha gente, cuando disminuye o desaparece el deseo con su pareja, van y se divorcian. Me parece muy bien. Realmente muy bien (y toda esa gente que todavía hace proclamas contra el divorcio, pues están chalaos. Y son peligrosos). Me parece muy bien que la gente que ya no se desea se separe. Pero es que yo no podía separarme de mi mujer. No podía prescindir de ella. De manera que no, no me siento… Es que no me has preguntado de qué te sientes culpable, pero sí, para sentir arrepentimiento hay que sentirse culpable. …Siento haber tardado tantos años en poder hablar con mi madre; pero no me arrepiento porque tampoco pude hacerlo antes. No, no se me ocurre… Ya sé que esto de que no se me ocurra nada de qué arrepentirme es una forma de arrogancia y de altanería, pero…
P. Con tu madre ya hablaste largamente [en su poema, definitivo, ‘El madrigal del odio muerto’, de Libro de familia]. Pero si la tuvieras ahora delante, físicamente: ¿qué le dirías?
R. No lo sé. Pues la acariciaría y la mimaría y le daría cosas que no le di y que le hubieran hecho feliz o por lo menos le hubieran apaciguado su espanto; es casi seguro.
P. ¿Qué le dirías a tu padre?
R. [Sin vacilar:] Le diría: Pero coño, padre, pero, ¿cómo te las arreglabas para, sabiendo que el pozo estaba ahí, donde se quería tirar tu mujer, a unos pocos metros; qué serenidad tenías en tu alma para irte al trabajo con tu chaqueta al hombro, como en el novecento, y para dormir de noche; cómo te las arreglabas mientras yo incubaba una neurosis que me iba a durar más de medio siglo?… Pero qué me iba a contar mi padre: era inocente el jodío: ¡estaba sano! Y quizá, quizá él sabía, a través del código del conocimiento que produce el amor, sabía que su mujer no se iba a suicidar. Ojalá hubiera sabido contármelo a mí también para… No, con mi padre tengo pocos reproches. El único reproche es que él era fuerte, yo no; él era un hombre musculoso, yo no, yo era enteco, delgadito, y me sentía disminuido en cuanto lo veía sudando y tirando sacos de cien kilos parriba. Había envidia pero al mismo tiempo también una admiración que era saludable para crecer y para tratar de imitarlo… Como no podía imitarlo, pues me hice poeta lírico [risas]. Cómo iba a imitar a mi padre, ¡si era capaz de llevar 150 kilos a la espalda y corretear cuesta arriba!
P. ¿Cómo era el adolescente que fuiste? ¿Con qué soñabas?
R. De manera pre-consciente, con lo que soñaba era con abolir la angustia –emoción que sienten todos los adolescentes de este mundo–, o hacerla disminuir, y finalmente o tempranamente encontré la manera de dar cauce a la angustia, que fue tocar la guitarra, flamenca, y escribir poemas, líricos. Encontré esas dos salidas y luego afortunadamente muy poco después me encontré con Paca. Y entre ella; las palabras, que tenían mil años; la música flamenca, que tenía ya cien o cincuenta años de edad (aunque no había llegado todavía Paco de Lucía), y Paquita y luego mi hija… pues me las arreglé para que la angustia no pudiera conmigo… Pero te estoy hablando en un momento en que… Yo he estado neurótico muchísimo tiempo, muy neurótico (yo tomaba el doble de lo que toman los chicos para colocarse, pastillas para dormir cuatro ó cinco horas, benzodiazepinas: neurótico perdido). Y a veces imaginaba que la vejez iba a ser pavorosa, iba a ser atroz. No sabía que me iba a estar esperando una etapa de serenidad absolutamente maravillosa. Ya sé que tengo la muerte más cerca, cómo no lo voy a saber; pero no porque lo sienta en mi cuerpo, que también, sino porque ésta es la ley: Aquí no se queda nadie de simiente, me lo decía mi abuelo [Palancas], que era pastor, y que juntaba las palabras una a una para leer un artículo de Pablo Iglesias. Pero no tenía ni idea de que me estaban esperando unos años felices, felices… Creo que no he sido nunca más feliz que ahora, nunca.
P. ¿El primer recuerdo consciente que tienes, o que crees tener?
R. Los recuerdos más lacrados son los de mi madre descompuesta caminando hacia el pozo, o echando una soga enloquecida, histérica (digo histérica porque sé que es una enfermedad, no un insulto), a las ramas del patio, a ver si se ahorcaba… Pero no podía. Pobrecita, estaba muy enferma… Pero ésos son los recuerdos más lacrados y testarudos, y quizá los más arrogantes, porque ahí yo tenía seis años, siete. Pero hay recuerdos anteriores. Recuerdo también un momento quizá anterior, en que perdí, jugueteando con los chiquillos, un cestito de éstos de anea para ir a la compra, con una barra de metal; cuando llegué a mi casa se me había perdido. Algo me había encargado mi madre que comprara, y llegué sin él. Y entonces mi madre me dio una paliza. Mi madre se puso colorada y empezó a pegarme primero en el culo y luego en el cogote. Mi madre tenía la mano larga, era una virtuosa en dar azotes a sus hijos… Pobrecita. Pobrecita. Desde el año 36 sufriendo hasta que cumplió casi 90 años…
[El padre de Félix Grande, guardia de asalto durante la etapa republicana, fue movilizado al estallar la Guerra Civil desde Tomelloso al frente de Extremadura: de ahí que su primogénito naciera en Mérida, el 4 de febrero de 1937. Un día, tras un bombardeo, el terror llevó a su madre, María Lara Pradillos, a creer ver muerto a su marido en una calle, vuelto de espaldas contra el suelo, a pesar de que no podía ser él: su marido estaba en el frente. Félix nunca supo, al conocer la historia décadas después –ella no pudo precisarlo–, si, en aquel momento en el que su madre “estuvo loca durante unos segundos”, él iba ya en sus brazos, recién nacido, o todavía dentro de su vientre: Trato de olvidar esa escena, pero no lo consigo – dijo, por última vez, en la estremecedora conferencia de noviembre de 2013 en la Fundación March–. Entonces trato de recordarla, pero tampoco lo consigo.]
…Qué odio tan sano tengo por las guerras civiles. Y qué odio tan sano tengo por los demagogos dispuestos a llevar a la gente a la guerra. Qué maravilla de odio… Qué bien me sale, cuando veo a un demagogo dispuesto a llevar a una multitud a la guerra, a la catástrofe, al crimen, a la sangre; qué maravilla que se me ocurra en ese momento: Pero qué hijo de puta. Con todo mi respeto por todas las putas del mundo, vamos.
Las “poderosísimas leyes del deseo”
P. El primer poema que escribiste, ¿lo recuerdas?
R. Sí. Era un poema en el que un niño, que era yo, tenía un amigo cuya hermana, que se llamaba Ana María, habían capturado los sarracenos –esto venía directamente de la lectura del Guerrero del Antifaz–; íbamos el hermano y yo con nuestras espadas y combatíamos contra los sarracenos, los dos solos contra todos, y los hacíamos huir despavoridos y rescatábamos a Ana María y caminábamos hacia el pueblo y todo el pueblo nos esperaba a la salida, vitoreándonos con gritos de gratitud. Eso fue un romance de unos cien versos, en octosílabos. Debía de tener siete años y medio u ocho ya, porque fue cuando mi padre vio que el regalo que me tenía que hacer por mi cumpleaños, a la vista de que le había salido un ilustrado, eran las obras completas de Gabriel y Galán; en donde aprendí toda-la-retórica del mundo… (Recuerdo aquellos versos que decían: Besaba la espantosa podredumbre / con locos arrebatos de ternura… [risas]). Sí, me aprendí de memoria muchos de Gabriel y Galán. Y luego cuando ya era guitarrista, con 15 años, íbamos a veces un grupo de artistas flamencos: un cantaor o dos, un guitarrista, un muchacho que hacía juegos de manos, una muchacha que cantaba por Lola Flores; íbamos al casino, y entonces el guitarrista [él], además de acompañar a los cantaores, pues se echaba unas poesías, y eran las poesías de Gabriel y Galán. El ama, La pedrada…
P. ¿Recuerdas enamorarte siendo niño?
R. Sí. Recuerdo que hasta bien entrada la adolescencia yo consideraba que las muchachas, las mujeres, eran poco menos que sagradas; que con que me hablasen, o me sonriesen, demostraban ser omnipotentes, maravillosas, y yo casi insignificante. Yo tenía muy claro que la mitad de la humanidad era infinitamente superior a la otra mitad; yo formaba parte de la otra mitad… Pero en cualquier caso la ceremonia que tiene que ver con el deseo ya se me quedó atrás; ya soy viejo y, curiosamente, creía que iba a ser una catástrofe y no lo es, no lo es en absoluto. Motivos para amar haber nacido, hay; no sé si hay muchos, pero profundísimos, irrompibles vamos. Lo que pasa es que algunos esperan su turno y llegan cuando tienen que llegar: nunca pensé que iba a tener una vejez serena, que pudiera dormirme sin pastillas y sin las cuentas pendientes… (Las cuentas de ahora son que mi mujer dure mucho, que mi hija esté bien de salud, que mis hermanos no lo pasen mal…).
…Mira, la alegría que yo tengo tres ó cuatro horas al día encerrado en mi estudio escribiendo: dices bueno, a lo mejor un día te dan un premio importantísimo… ¡No! Si es que eso, está bien, el nivel de narcisismo que yo tenga goza con eso; pero el triunfo y la felicidad de ser escritor es el momento en que te estás acostando con las palabras, es el placer de que las palabras vienen como un montón de mujercitas pequeñas que te sonríen para que tú elijas a ésta, a ésta, a ésta. Hombre, ya veremos lo que pasa cuando me empiece de verdad a sentir viejo, a arrestar los pies… Pero también esto será modificado alguna vez. También se instalará sin tardar mucho en la cultura de la convivencia de las democracias la institución de la eutanasia; pero sin dramatismo. Que la gente se marche tranquilamente sin sufrir, y desde luego sin ser humillado por la autopodredumbre.
[Mi abuelo no era ningún genio y cuando llegó la hora de morir no tuvo miedo, había dicho en aquella primera grabación, en el verano de 2008: Mi padre tampoco; tal y como lo he contado sucedió: no era un ser particularmente excepcional, pero al final de su vida miró a la muerte con descaro; más aún: con descaro personal y con piedad para los suyos: no consintió que el deterioro depravase una vida poderosa. Por eso, el camino que nos toca hacer a los demás es conseguir que el miedo no nos enloquezca, que no nos convierta en seres perversos el espanto de dejar de ser, de desaparecer, de no haber sido.]
P. Ya hablamos de esto, hace un tiempo...
R. …Tal como es ahora la situación de la cultura ante la muerte, está lleno de complicaciones. A ver cómo le cuentas tú –en mi caso a mi hija–: Oye, mira, lo que tenía que hacer ya lo he hecho, no puedo seguir haciéndolo; dame un abrazo que me tengo que ir. Es difícil hacer eso. Seguramente lo entendería con la razón; con las emociones no. Pero por otro lado, la naturalidad con la que veo que, si se va Paca antes que yo, lo que seguramente sentiré son las ganas de marcharme con ella… Incluso no estaría mal para ser shakesperiano, que cuando uno de los dos se acueste para morir, el otro se acueste al lado y nos vayamos juntitos; no estaría mal para acabar una historia de amor; deberían terminar así. O deberían poder terminar así. Y estoy seguro de que no tardará mucho. La gente en general ha aprendido ya que no es imprescindible sufrir… Y por eso va y hace revoluciones, y sale a la calle, y acordona el Parlamento, y se pone delante de la policía cuando vienen a desahuciarlos. Pues de la misma manera se preguntarán ¿por qué tengo que sufrir? ¿Pero por qué? ¿Porque ha dicho un tal Pablo de Tarso, y sus herederos, Rouco Varela… me van a obligar a mí…? ¡Pero con qué derecho! Cuando uno es viejo y no puede ya valerse, ¿¡con qué derecho!? Pero qué disparate… La relación de la conciencia dolorida con la sexualidad es tan antigua y tan tozuda… A ver por qué cojones tiene que haber unos dioses que autoricen a sus varones, según ellos, a lapidar a las mujeres, a mutilarles el sexo, a humillarlas, a apedrear hasta la muerte a los homosexuales… ¿Pero qué os pasa a vosotros en la bragueta, hijos míos?
¿Qué coño os pasa en la bragueta…?
P. ¿Crees que es el sexo lo que mueve el mundo?
R. Hombre, lo que hace que dure, sin duda. Vamos, sin eso no hay nada, ninguna otra apetencia. Wilhem Reich establecía, de una manera casi fanática, que el núcleo central de toda la galaxia emocional es la sexualidad… Qué les pasa a éstos que han dado y mantienen el golpe de Estado planetario; qué les pasa, de dónde viene… Qué les pasa en esa cabeza a los que tienen esa pulsión de poder, de acumulación de papel moneda. De dónde coño viene esta codicia. Qué les pasa a estos cabrones con esa codicia que no tiene sentido; que tienen que ir a tomarse el whisky a un club con guardaespaldas; que no pueden ir al cine de la esquina porque tienen miedo, y sin embargo erre que erre. De dónde viene esa pulsión.
Qué les pasa a estos canallas… ¿Tiene que ver con una quiebra sexual insalubre? Es posible que sí. La sexualidad debe de tener mucha responsabilidad en la angustia de la especie y el desorden de estas cabezas tan inacabadas todavía. Digo esto porque los paleo-antropólogos han descubierto que el genoma nuestro es 99% similar al del simio, y sólo el 1% del genoma es historia de la cultura, de la civilización. Bueno, pues no sé. ¿Qué poder tiene la pulsión sexual en la edificación de la cultura? Debe de ser mucho. Pero las endorfinas no disminuyen la civilización que hayamos alcanzado.
P. Hay algo que le preguntaron hace poco a Leonard Cohen, y que me gustaría preguntarte ahora a ti: las mujeres, ¿han sido para ti una fuente de fortaleza, o debilidad?
R. Fortaleza sin duda. Yo hubiera sido un desdichado absoluto sin la ayuda de las mujeres. Durante muchos años de buen funcionamiento sexual yo no podía entender una cama sin una mujer conmigo.
[…Viví una época lóbrega, Loba:
sin una mujer en mi cama.
Marcado está en mi cráneo aquel escarnio, como un arpón remoto.
(…)
Hablo con aquel tiempo oscuro como el traidor con su conciencia.
Como el traidor con su conciencia, Loba.
–Las Rubáiyátas de Horacio Martín, 1970]
Yo no sé cuántas cosas he hecho yo para seducir a las mujeres; pues casi todas. Para mantenerlas, para no perderlas. Pero cómo se puede vivir sin mujeres… Sin mujeres no: sin un deseo y sin esa cosa que llamamos amor y que nadie sabe qué es pero está ahí –le puedes poner otros nombres; dependencia o…–. Pero yo no me quejo de eso. Por qué te vas a quejar de que el deseo tenga unas leyes poderosísimas. Es que, para empezar, sin eso no hay duración de ninguna especie. Y no veas cómo es el deseo en otros animales, en algunos insectos (la mantis se come al macho, va fatalmente el macho a la muerte); hay una fatalidad maravillosa en el deseo… De algunas de ellas ya no recuerdo ni su nombre, de otras recuerdo lo que viví. Pero la única de la que no pude prescindir es Francisca Aguirre; pero desde que la conocí, incluso en momentos de crisis. Y me pude haber ido con otras, pero estaba fuera de mis cálculos. O ella ponerme a mí las maletas en la puerta… Pero una cosa es saber quién era el amor de mi vida, quién me había salvao la puta vida (porque no estoy seguro de que sin ella hubiera durado), y quiénes fueron bienes colaterales… Si yo estaba preparado para el suicidio o la destrucción…: yo me hubiera roto el hígado con alcohol o lo que fuera, con pastillas. Y no lo hice. Pues por algo no lo hice. Es verdad que me encontré a Paca cuando tenía veinte años, que es una edad ya muy adelantada; pero ya habían empezado a salvarme las palabras y las mujeres, y la música, la puta guitarra. Ya te conté que yo tuve la guitarra más barata del mundo; me costó 20 pesetas. [Después de ésa tuvo otra guitarra, un poco más cara, llama Mesalina, que sepultó un día bajo la cama, con dolor funeral, cuando su amigo Paco de Lucía le confirmó que para llegar a dominarla de verdad eran necesarias ocho ó diez horas diarias de trabajo: la guitarra era la amante de Félix Grande; la literatura, su mujer. También en este caso se quedó con el amor más testarudo.]
…No, no te arrepientas nunca, porque te salvan la vida. No te hagas ilusiones: no te salva la vida tu inteligencia, tu capacidad de trabajo, tu abnegación, tu orden; te la están salvando fundamentalmente las mujeres. Y si has dado con una que quieres que te acompañe hasta la muerte, hostia, eso es un privilegio. Eso es maravilloso. Y más: cuando te das cuenta de que es maravilloso y dura, te dices a ti mismo delante del espejo: Pues algo habré hecho bien para que dure la maravilla. No… ¿Esto me lo han regalado los dioses, la vida? Pues sí; pero algo habré hecho yo.
“Firma”
P. Tengo que preguntarte por otra amante, Latinoamérica: la conociste muy bien por tu trabajo en Cuadernos hispanoamericanos. [revista en que trabajó 35 años y que dirigió hasta 1996, cuando lo cesó el Gobierno entrante de José María Aznar; a pocos meses de su jubilación y a pesar de que él ya les había dicho que “no tuvieran prisa”, que ya se iba. Lo cual dio lugar a una oleada de solidaridad de más de cuatrocientos políticos e intelectuales respaldando varios manifiestos de protesta: “la mayor alegría civil” de su vida].
R. He ido muchas veces, y no sólo a Buenos Aires, que es una de las ciudades más prodigiosas de este mundo, supongo que entre otras causas por el mestizaje, por la pobreza europea que llegaba allí, al granero del mundo, a encontrar trabajo para mandar a Europa un poco de dinero para el cafetito de Vallejo… Llegaron polacos a montones; llegaron judíos, sobre todo después del brote antisemita de Rusia de 1881, que hubo unos pogromos espantosos. Llegaron italianos, huyendo de la pobreza y de la humillación; muchos polacos, huyendo de la humillación y de la pobreza. Muchos centroeuropeos. Muchos turcos –como llamaban a los de los países árabes–. Y eso ha dado como resultado una de las ciudades más cultas del mundo, más alertas del mundo, más valientes del mundo; la cantidad de valentía de la gente durante la dictadura de Videla era increíble, cómo venían a por ellos al teatro y los actores seguían en escena. Es una ciudad maravillosa… Pero también he visto a los dioses en México. La sacralidad precolombina. Estuve en Macchu Pichu, el imperio de los incas; vi las sendas por las que iban los cobradores incaicos… Chile. Joder… Para un europeo, hijo de un país pequeñito, es un continente desmesurado.
P. ¿Te quedan amigos allí?
R. Sí, claro. Uno de los proyectos que teníamos Paca y yo era desvalijar la cuenta corriente y bajar desde México a la Patagonia para despedirnos de ellos, porque vamos siendo viejos y ellos también. Pero Paquita ya no puede estar a más de tres mil metros de altura… Bueno, sólo la provincia de Buenos Aires tiene la extensión de España. La desembocadura del Río de la Plata es el mar; comparadas con las montañas de los Andes, las de aquí son de juguete. Una desmesura.
P. ¿Quiénes han sido tus mejores amigos? Pienso en Cortázar por ejemplo?
R. Cortázar fue amigo y uno de mis maestros. Serio, vamos. Pero amigos, pues he tenido unos cuantos, los sigo teniendo. Eladio Cabañero, un amigo radical. Pepe Hierro, que tuvo algo de maestro también, pero amigo radical hasta que murió. Luis Rosales, también maestro pero amigo que me acompañó hasta su muerte… No tengo muchos amigos a la vez, pero los que tengo sí sé que contribuyen a hacerme la vida más feliz, sin ninguna duda, vamos… Ésta es otra: yo no sé desde cuándo existe la institución emocional llamada amistad en el reloj antropológico, pero parece ser una necesidad también del individuo, de la intimidad, de lo que algunos filósofos cursis llaman la mismidad. Y ahora tengo unos cuantos amigos, mayores, de mi edad, pocos, y unos cuantos más jóvenes, pocos… Ésta es otra: imagínate vivir sin amigos. Imagínatelo. Una vez me dijo alguien [¿Rosales?]: Imagínate que te desempalabrasen. Imagínate regresar… adónde. Qué extraño simio aterrado, sin amigos. Si piensas la cantidad de veces que los amigos te han ayudado a sobrellevar o a salir de una crisis, a estar alegre un montón de horas, a través del teléfono, de una carta, de una conversación; joder…
No sé si los antropólogos han encontrado en qué momento nace la amistad, porque antes lo que hay es el liderazgo a lo bestia, la necesidad de tener un líder en una tribu de 25 personas, con viejecillos de treinta años. En el éxodo de aquellos primates por una Europa aterradora de 30 grados bajo cero, encontraban un rincón del planeta con unos árboles frutales, o con caza cerca, y establecían su territorio (ya a esto se le llama la territorialidad, que todavía existe: los nacionalismos venden de esa parte del genoma: éste es mi territorio y de aquí no pasas). Entonces se mataba una tribu a la otra porque era mejor aquí la caza o la pesca, o se comían porque tenían que comer proteínas y se acabó… Bueno, pues supongo que la amistad vendría después. Debe de ser una institución creada por la historia de la cultura. Pero cuando surgió sería por algo, serviría para algo ser amigos. Quizá empezaron siendo cómplices, y luego amigos, agradecidos, contra un animal o contra un líder demasiado hijo de puta. Y luego, junto con la amistad, la revuelta: Este cabrón se come la mejor parte, y le pega a la que me ha parido. Vamos a matarlo juntos. Y ahí crearon la revolución.
[Sentían espanto por la puesta de sol Se alimentaban de animales horrendos Padecían las nevadas, la lava, las tormentas Tenían únicamente cuevas y brujos y tiranos (…)
Emocionado, me arrebujo en tu respiración paso la lengua por tu piel dormida
y mientras oigo lentamente la llovizna del mundo
saludo con misericordia a aquellos ancestrales hermanos.
(Todos los siglos de la lluvia –Las rubáiyatás de H. M.)]
P. Por último: ¿Qué le dirías, a día de hoy, a tu adolescente, al ti mismo adolescente de Tomelloso que fuiste, o al joven de veinte años que fuiste recién llegado a Madrid?
R. Lo que te he contado antes de Paquita: el precio. Tú ya intuyes que el precio va a ser éste. Y sobre todo al final tal vez sea cada vez más caro. Pero… No. Creo que le diría lo que Paquita me dijo: hay que firmar. Mira, tonto de los cojones, que te sientes importantísimo porque sufres mucho, ¡estoy inventando el sufrimiento! No seas tonto; está aquí desde hace millones de años: tranquilo. Y lo mejor que puedes hacer, sabiendo lo que te espera, es decir ‘dónde hay que firmar. Y firma, coño. Firma.
Epílogo a tempo en niebla
La capacidad de recuperación de la materia organizada es prodigiosa; quizá otra prueba más de la existencia de Dios. Y digo esto desde un agnosticismo perplejo y atónito…, decía Félix Grande, verano de 2008, meditando en su tabaco, colmado del entendimiento y la gratitud de haber llegado a salvo hasta allí, después de tanta vida y sus destrozos. Lo fundamental, lo que no me permite dar el salto del agnosticismo al ateísmo, es mi relación con las palabras. Cada vez estoy más seguro de que, o contienen algo sagrado, o lo sagrado empezó con ellas. Aquello que no debe echar al trastero un poeta lírico es preguntarse cuáles son las leyes [por las que existe la vida]. Son esas leyes, la inteligencia ininteligible de esas leyes, las que hacen girar este planeta lleno de estos seres desventurados que somos nosotros; desventurados porque no somos capaces de encontrar una ley de la serenidad… …Una cosa es ser ateo y otra muy distinta no reconocer que lo sagrado existe.
La capacidad de recuperación de la materia organizada: “Es tiempo y paciencia”, dice hoy por teléfono, un año después de perder a su compañero mellizo, la poeta Francisca Aguirre; sus robustos 84 años sobreviviendo a estos destrozos sin perder la inocente fortaleza que custodió siempre, tras una infancia pavorosa: “Una quisiera seguir sufriendo como un perro, pero la vida no lo permite, te va apagando la pena. La vuelta de los años es ya bastante, te va obligando a vivir de otra manera; igual que te metieron en este mundo sin que te lo preguntara nadie”.
“Hay que seguir viviendo, como un año después de la muerte de mi padre [el pintor Lorenzo Aguirre, asesinado por el franquismo con garrote vil] volvimos a reír en mi casa”.
Paca Aguirre va volviendo a encontrarse, poco a poco: ya puede hacer cosas cotidianas sin la alerta tenaz de la pérdida (leer, por ejemplo), aunque no escribir poesía; aún no. Ya llegará: “El lenguaje, la comunicación, es la constatación de que somos humanos, ése es el consuelo, la balanza permanente”, dice. Y firmaría, hoy, por supuesto, toda su vida junto a Félix Grande Lara: Amarte de otro modo no he sabido, cita, recordando un soneto escrito por ella hace decenios. “En una relación de amor verdadera, sin comercios, la verdad tiene su precio, la sexualidad tiene su precio, el entendimiento de saber con quién vives; saber quién eres tú, quién es el otro. Si me quieres mucho es que me quieres como soy. Ése es el precio” de vivir de frente.
Y el precio de quedar deshecho cuando tu rima en este mundo se va antes que tú.
Éste era el precio. Pero también el premio: que el Tiempo “es un abrazo del hombre y la mujer, que el universo es una palabra formidable”.
No quiso hospitales, Félix Grande, al saber que la muerte, en forma de cáncer animal, había decidido derribarlo. Murió en su casa de la calle de Alenza, en su cama, en cuestión de semanas, “sin sufrir”, dice Paca. Murió al despuntar el 30 de enero de 2014, tomando una mano a su mujer y otra mano a su hija, mecido por la música compasiva de Johann Sebastian Bach; en paz.
Cumplió. Murió como vivió: de frente. Murió con la inocencia colosal de César Vallejo, con la sabiduría rotunda de don Antonio Machado. Cayó mirando a la muerte con descaro: como su padre, como su abuelo.
Cayó diciendo
que la vida era buena,
y que mereció la pena vivir y reventar.
El Albaicín, enero de 2015
Somos los lentos forajidos que inventamos los mitos, las religiones y la historia, el lenguaje y las drogas y el amor, únicamente porque sabemos que vamos a morir. Ahora sé que un abrazo lleva al fondo un pequeño violín de espanto, una matriz de desconcierto. Y en la alta noche, a unos pasos de los...
Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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