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Kelvin terminó saliéndose con la suya. Conocería a Gismonti. Milton le contó que alguna vez lo había visitado en el ministerio, y decidieron repetir la jugada.
--No vas a sacar nada en claro--, le comentó Milton a Kelvin en cuanto subió al taxi.
--No pretendo nada, coño. Nada concreto. Ya veremos. Hay que hacer amigos, Milton. Es la única manera de pasar el tiempo con un poco de decencia.
--Ya, también es la mejor manera de complicar a la gente en tus líos. No creo que Gismonti pueda ayudarte. Ni siquiera sé lo que hace en el ministerio.
--Le preguntaremos--, dijo Kelvin.
Y fue lo que hizo en cuanto se sentaron en el bar. Gismonti le contestó que se aburría soberanamente. Había pedido como siempre un pincho de tortilla y un café con leche. Kelvin lo imitó. Se había levantado hace poco, no durmió mucho, le venía bien algo que le llenara el estómago. Milton se inclinó por un zumo de naranja.
Lucía un día claro, estaban sentados al lado de uno de los grandes ventanales y Gismonti se interesó de inmediato por saber a qué se dedicaba Kelvin.
--Negocios--, contestó éste lacónicamente.
--¿Qué tipo de negocios?--, insistió Gismonti.
--Hace de todo--, terció entonces Milton.
--Vaya, es admirable. Creo que se trata de uno de los oficios más complicados del mundo. Sobre todo porque hay que empezar de cero con mucha frecuencia. ¿No es así, Kelvin?
--Depende, a veces las cosas cuajan. Salen bien y, entonces, repites la jugada.
--¿Tienes una oficina, un local, un equipo de gente?
--Nada de eso--, le explicó Kelvin. --Trabajo con Milton cuando el taxi se lo permite, y está dispuesto a dar un poco de golpe. Ya sabes que le cuesta mucho.
Gismonti sonrió y le dio a Milton un toque amistoso en la espalda.
--La propia palabra, negocios, a mí me impone un poco--, dijo Gismonti. --Me parece que hay que tener mucho valor para levantar de la nada, yo que sé, una mercería. Buscar un sitio, encontrar unos proveedores, arriesgar un dinero, o pedirlo prestado, que suele ser lo más corriente. ¿Y si luego no funciona? ¿Si nadie entra en la mercería cuando por fin consigues abrirla? ¿Si la gente prefiere irse a otra que con la que está más familiarizada? ¿Si no resultas simpático, si no conectas? ¿A ti cómo te ha ido?
--Unas veces mejor y otras, peor. Pero lo mío no tiene que ver con ningún tipo de mercería. Más bien muevo cosas. Pillo algo de aquí y lo llevo para allí. Hago que el mundo funcione.
--El otro día lo ayudé a colocar unas cajas de aceite de oliva--, le explicó Milton a Gismonti.
--Bueno, pues eso es lo que digo. Me da igual que sean botellas de aceite o botones. La cuestión admirable es estar convencido de que lo que tienes merece la pena, y que está bien gastarse unos cuartos para conseguirlo. Esa es la base, el fundamento, de un negocio, ¿no es así, Kelvin?
--Así es, así es. Y tú, Gismonti, ¿qué haces exactamente?
--Llego por la mañana. Abro el ordenador. Suelo haberme dejado el día anterior algunas carpetas con trabajos pendientes. Empiezo por ahí.
--Pero, ¿qué tipo de trabajos?
--Pura burocracia--, respondió Gismonti.
--Datos--, dijo Kelvin con manifiesto entusiasmo. --Imagino que todo el día estás manejando datos, eso tiene que ser muy interesante.
--Bueno, sí--. A Gismonti le traía al pairo lo que hacía en el ministerio, jamás había tenido el menor interés en su trabajo, pero percibió tanta curiosidad en Kelvin que no quiso decepcionarlo. Se sentía halagado. --A ratos es un poco monótono resolver asuntos muy diversos, e incluso banales, pero no hay duda de que dispones de mucha información.
--Pero, ¿qué tipo de información?
--De todo. De todo tipo. Ves las entrañas de este país. --Gismonti pensó que si Kelvin era capaz de mover el mundo, él podía presumir de conocerlo por dentro. De inmediato comprobó que la idea había sido buena. Kelvin se acercó un poco más a la mesa y tumbó el cuerpo hacia adelante, no quería perderse nada. Pero, justo en ese instante, Gismonti vio que Ana entraba en el bar.
--Perdón--, dijo mientras un resorte lo levantaba de la silla. Se inclinó hacia Milton: --Mira quién está aquí--, le dijo.
--¡Ana!-- exclamó su amigo, levantándose también de su sitio.
Se saludaron cariñosamente.
--Este es Kelvin, un hombre de negocios--, así presentó Gismonti al desconocido.
--No quiero importunar--, comentó Ana.
--Por favor, tómate algo con nosotros--, dijo Milton, y arrastró una silla.
Ana llevaba un vestido suelto con motivos geométricos de colores azul, naranja y verde. Sus piernas asomaron todo lo largas que eran cuando se sentó. Kelvin tomó nota de su sonrisa y tuvo la impresión de que llevaba guardada dentro una vieja tristeza.
--Estábamos hablando del trabajo de Gismonti--, le dijo.
--Sí, les estaba contando que conozco con todo detalle las complicaciones que tiene un señor de Murcia para pagar una sanción administrativa.
--¿Y qué, los has impresionado?--, preguntó Ana.
--Nos tiene deslumbrados--, intervino Kelvin.
Todos sonrieron con el comentario. Luego siguieron todavía un rato saltando de un tema a otro hasta que Gismonti se disculpó, pero no tenía más remedio que irse. Ana lo secundó. Y Milton sugirió que tenían que tomarse una copa cualquier noche de ésas. Kelvin no perdió la oportunidad de dejarlo todo atado y bien atado. Puso día, hora y lugar.
Kelvin terminó saliéndose con la suya. Conocería a Gismonti. Milton le contó que alguna vez lo había visitado en el ministerio, y decidieron repetir la jugada.
--No vas a sacar nada en claro--, le comentó Milton a Kelvin en cuanto subió al taxi.
--No pretendo nada,...
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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