Democracia de baja calidad
16/04/2015
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Willy Brandt dimitió como canciller de la República Federal de Alemania en mayo de 1974, doce días después de que su asistente personal Günter Guillaume, militante del SPD como su jefe, fuera detenido por espiar para Alemania Oriental. Los servicios secretos le habían informado de sus sospechas meses antes y Brandt colaboró en la investigación. Nadie acusó al canciller de ningún delito, pero sus aliados liberales (con ayuda de algunos colegas de su propio partido) le retiraron la confianza parlamentaria y forzaron su dimisión por haber permitido que un espía de la Stasi entrara en el corazón del Estado. El Parlamento solventó la crisis en tiempo récord con la investidura del ministro de Defensa, Helmut Schmidt, también del SPD, impidiendo que se enquistara el escándalo.
El verbo dimitir es difícil de conjugar en todos los idiomas y en muy diversos ámbitos de la actividad humana, pero en la política española amenaza con transformarse en un defectivo carente de la primer persona del singular. Desde aquel inolvidable “Váyase, señor González” proferido por Aznar en el Parlamento, su uso se limita al imperativo dirigido siempre al adversario. En casi cuarenta años de democracia los partidos han sido incapaces de acordar unas reglas de juego compartidas que impidan el espectáculo denigrante de unos políticos que se aferran a sus cargos mientras desfilan ante los tribunales por acusaciones casi siempre relacionadas con la financiación ilegal de sus partidos o el enriquecimiento personal a costa del erario público.
Desde los años 80 se ha consolidado la doctrina de que sólo una sentencia firme de los tribunales incapacita a un político. Esto tiene consecuencias nefastas para la vida pública y la calidad de nuestra democracia. En primer lugar y dados los tiempos de nuestro sistema judicial, cada escándalo permanece vivo durante una decena de años, desde que se inicia la instrucción sumarial hasta que el Supremo dicta sentencia. Pero el efecto más demoledor es que no permite sancionar conductas que no suponen un ilícito penal pero resultan inaceptables en una democracia representativa. En una democracia robusta, hay unas reglas claras, que van más allá del derecho, sobre los usos políticos que son admisibles. Dichas reglas son efectivas porque hay amplios consensos sociales sobre estos asuntos. Los políticos españoles, a base de escudarse en las leyes, han impedido que en nuestro país surjan unos límites claros al comportamiento de los partidos y sus dirigentes: la consecuencia es que todo vale mientras no sea delito.
Hasta fechas recientes no ha existido el delito de financiación ilegal de los partidos (penalizado ahora de forma más bien simbólica), lo que obliga a los jueces a recurrir a otras figuras delictivas, tales como cohecho o malversación. Este estado de cosas le permite a Mariano Rajoy afirmar con total impunidad que no había caja B en su partido y que todo eran tejemanejes de Luis Bárcenas, a pesar de que el juez haya establecido indiciariamente que el PP se financió de forma ilegal durante dos decenios. Pero lo mismo cabría decir de lo que hicieron en su día Felipe González en el caso Filesa o Jordi Pujol a propósito de las comisiones por obras o los fondos del Palau. En el peor de los casos, cuando la denuncia de un empleado ofendido destapa un escándalo, quien paga los desperfectos es el tesorero o el recaudador de turno. Los líderes nunca saben de dónde viene el dinero o adónde va.
Que una ministra dimita por falsear su currículo académico o que renuncie un diputado por haber identificado falsamente a su mujer como conductora en un incidente de circulación son hechos inconcebibles en nuestro planeta político. Los expresidentes andaluces Manuel Chaves y José Antonio Griñán se aferran a sus escaños después de haber sido incapaces de detectar durante diez años el “gran fraude” de los ERE. Por supuesto que les protege la presunción de inocencia en los tribunales, pero su ceguera en la vigilancia ¿no les incapacita para seguir en la política? Ese fue todo el pecado de Brandt. Y qué decir de Esperanza Aguirre, a cuya sombra florecieron la Gürtel y la Operación Púnica, y que se dispone a reiniciar una nueva vida política como eventual alcaldesa de Madrid cuando tiene a algunos de sus más estrechos colaboradores en la cárcel o sentados en el banquillo.
Mientras no cambie la doctrina sobre la responsabilidad política, que no se puede liquidar con un simple “lo siento, me equivoqué”, la nuestra seguirá siendo una democracia de baja calidad.
Willy Brandt dimitió como canciller de la República Federal de Alemania en mayo de 1974, doce días después de que su asistente personal Günter Guillaume, militante del SPD como su jefe, fuera detenido por espiar para Alemania Oriental. Los servicios secretos le habían informado de sus sospechas meses antes y...
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