Cartas de París
La "jungla" de Calais
El Gobierno francés fuerza el traslado de los inmigrantes llegados a la localidad del norte a 7 kilómetros de la ciudad
Éric Fassin 7/05/2015
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El ministro del Interior francés, Bernard Cazeneuve, ya puede ir a Calais: la limpieza está básicamente hecha. O más bien, la mudanza: los poderes públicos se niegan a hablar de expulsión, ya no se echa a los migrantes y demandantes de asilo que se acumulan a las puertas de Inglaterra: se organiza su traslado (otro término del discurso oficial) y se les asigna un terreno: un viejo vertedero, hoy convertido en una reserva de caza. Pero, según parece, se trata de una política de inmigración con rostro humano. Ya no se ofrece el espectáculo de esa demostración de fuerza brutal contra la jungla y sus traficantes de clandestinos de la época del ministro de Sarkozy Éric Besson. Se pone en escena una gestión humana, o mejor dicho humanista, del problema que se ha creado… ¿Continuidad o ruptura? En 2009, la expulsión se hacía, según dicho ministro, con "humanidad y delicadeza"; hoy, la comisaria lleva a cabo la mudanza "con firmeza pero con humanismo".
Ya no veremos a los migrantes: no estarán en la ciudad. El terreno está a siete kilómetros del primer supermercado; ir a comprar significa andar tres kilómetros por una carretera sin acera ni iluminación. Para cualquier trámite administrativo, hay que andar dos horas a la ida y dos a la vuelta. Ni hablar de ofrecer a esa gente paredes y techo, como en el hangar de Sangatte a comienzos de los años 2000. Son los migrantes y las asociaciones los encargados de levantar en ese solar barracones. No se trata, pues, de reabsorber el caos sino de delimitar un gueto. Gendarmes, policías y fuerzas antidisturbios lo patrullan para que sea seguro: los migrantes están atrapados entre el mar, por un lado, y, por otro, una alambrada de espino que Gran Bretaña levanta, con alto coste, al borde de la carretera.
Hablar de mudanza no es únicamente disfrazar la dura realidad y dar la impresión de que a los extranjeros les espera un sitio donde alojarse: también es establecer un nuevo modo de gobernabilidad. En mayo de 2014, el Estado había probado ya un ardid humanitario: aprovechando una epidemia de sarna, envió personal sanitario: "Shower, you can take a shower…". La promesa de una ducha sirvió de pretexto para evacuar el campo, que inmediatamente se destruyó. Pero enseguida, los migrantes se reagruparon en otro lugar de la ciudad; para protestar contra las condiciones de vida que se les habían impuesto, se pusieron en huelga de hambre, en medio de la indiferencia de los medios de comunicación.
La promesa de una ducha sirvió de pretexto para evacuar el campo, que inmediatamente se destruyó
El palo y la zanahoria
Después, el 2 de julio de 2014, a las seis de la mañana, las fuerzas antidisturbios rodearon a 600 hombres, mujeres y niños. Se prohíbe el acceso a la prensa y se aparta sin miramientos a los voluntarios. No habrá, pues, testigos: se les fumiga, se les detiene, se les lleva al Centro de Retención Administrativa— y, de nuevo, se limpia el lugar. Para muchos, ese recuerdo es traumático. Los migrantes, y también los voluntarios de las asociaciones, saben ahora demasiado bien lo que es una expulsión. En 2015, los poderes públicos ofrecen una alternativa: la mudanza o la expulsión. Y esa presión no se ejerce únicamente sobre los extranjeros sino también sobre los militantes. Está claro el palo, pero, ¿y la zanahoria?
Muchos se sienten condenados a participar en el traslado: convencen a la mayoría de los migrantes a aceptarlo y les ayudan a mudarse. De ese modo, esperan negociar en mejores condiciones con los poderes públicos. De hecho, éstos garantizan una comida diaria, aunque sólo una. Sin embargo, en el último momento, revelan que el terreno no dispone de agua, ni de electricidad, ni de aseos. Es cierto que hoy, bajo presión, vuelven a prometer que los habrá. ¿Pero qué pasará realmente? Es cierto que los poderes públicos abren un edificio al lado (para los afganos, a un cuarto de hora a pie). El Centro Jules-Ferry es, hasta el momento, la única contribución del Estado republicano: puede albergar a un centenar de mujeres (separadas de sus cónyuges) y ofrece duchas y retretes, pero sólo por la tarde. Por lo demás, tres puntos de agua para 1.200-1.500 personas. Apostamos a que las "mafias" sabrán sacar provecho. Y que el Estado intervendrá pronto, con el pretexto de una crisis sanitaria o de seguridad.
Mientras el Estado delega la responsabilidad del Centro en una asociación especializada en discapacitados, algunas otras, comprometidas desde hace mucho tiempo con la defensa de los inmigrantes, se resignan a cogestionar la situación con los poderes públicos, y otras, que se niegan a colaborar con el Estado, trabajan, de hecho, gratis para él: la asociación médica se especializa, quieras que no, en la instalación de inodoros secos. De hecho, la mayoría de las asociaciones contribuyen al acondicionamiento del campo: distribuyen paletas, clavos y martillos. Es demasiado tarde para oponerse: condenados a amparar una política que desaprueban, los militantes se desmoralizan. Estamos ante esa política de despolitización de los conflictos, desde el de los sin papeles al de los romaníes, que lleva a la depresión colectiva. El sentimiento de impotencia hace flaquear el compromiso militante: la acción pública ya no tiene oposición.
Y es que ya no hay un adversario claramente identificable: hasta la alcaldesa de Calais, Natacha Bouchart, de la UMP, cambia de tono a primeros de marzo y aplaude la "riqueza cultural" que aportan los migrantes a su ciudad… En Seine-Saint-Denis, el Gobierno socialista no duda en encargar a un comisario para la igualdad de oportunidades llevar a buen puerto las expulsiones de los romaníes. Esta nueva estrategia retórica lleva hoy a los actores políticos —desde el ministro al subcomisario pasando por los cargos electos locales— a expulsar a los extranjeros de guetos "salvajes", en unas ocasiones, y a encerrarles, como en Calais, en un gueto de gestión pública, en otras. En resumen, en lugar de acabar con las "junglas" incontroladas, los poderes públicos crean en Calais una jungla de Estado. El ministro del Interior, Bernard Cazeneuve, puede ir ya a inaugurarla. En las cubiertas de lona, supuestamente destinadas a proteger las barracas de la lluvia, un grafiti la ha bautizado ya: "Barrio de chabolas made in Cazeneuve".
[Este artículo, escrito junto a Marie Adam, militante asociativa de Calais, ha sido publicado en el diario Libération el 24 de abril de 2015 con el título de "Calais, jungla de Estado".]
Traducción de María Cordón
El ministro del Interior francés, Bernard Cazeneuve, ya puede ir a Calais: la limpieza está básicamente hecha. O más bien, la mudanza: los poderes públicos se niegan a hablar de expulsión, ya no se echa a los migrantes y demandantes de asilo que se acumulan a las puertas de Inglaterra: se organiza su...
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Éric Fassin
Sociólogo y profesor en la Universidad de Paris-8. Ha publicado recientemente 'Populismo de izquierdas y neoliberalismo' (Herder, 2018) y Misère de l'anti-intellectualisme. Du procès en wokisme au chantage à l'antisémitisme (Textuel, 2024).
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