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Tribuna

Bélgica, una mala salud de hierro

Juan Antonio Cordero 14/05/2015

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Es conocida la sombría predicción de Talleyrand en 1832, poco después de la Conferencia internacional que alumbró el moderno Estado belga: “Les Belges ?”, se preguntaba, “ils ne dureront pas” (“¿Los belgas? No durarán [juntos].”). Cerca de dos siglos después, Bélgica sigue desmintiendo al hábil diplomático francés. Pero lo hace sin haberse podido sacudir el estigma de Estado pequeño, artificial y de frágil cohesión, tan expuesto a la invasión externa como a los riesgos de implosión interna. 

Un reflujo en la escalada nacionalista 

Estos últimos parecieron amplificarse peligrosamente en los últimos tiempos, en parte por razones endógenas y en parte al calor de la reactivación general de las reacciones identitarias en toda Europa, hasta llevar al país al borde de la parálisis y la ruptura. Por ello, vale la pena detenerse en el panorama que dibuja el último estudio de la Universidad de Lovaina (KU Leuven) sobre la evolución del sentimiento nacionalista en Flandes. El estudio se realizó entre octubre de 2014 y enero de 2015, tras las elecciones federales del 25 de mayo de 2014, pero sus resultados han sido hechos públicos hace unos días. Algunas de las conclusiones son llamativas, sobre todo en comparación con las obtenidas en un estudio similar hace cinco años. 

Entre los indicadores examinados, destacan tres aspectos. La mayoría de flamencos (un 56,7%) se identifican primariamente con Bélgica, muy por delante de aquellos que se identifican primariamente con su región (28%). Es un cambio apreciable respecto a 2010, cuando menos de la mitad (45%) de los flamencos se consideraban belgas en primer lugar. Igualmente, en 2014 son mayoría los que se manifiestan en sintonía con el nivel de decisión federal (45%), en una progresión de casi diez puntos respecto a 2010; los que declaran estar más en fase con el nivel de decisión regional caen más de seis puntos, hasta el 32%.

En la región que tradicionalmente ha liderado el proceso de federalización del país caen sustancialmente los favorables a una mayor regionalización política (de un 52% en 2010 a un 36,4%) y se reduce a la mitad el número de partidarios de la secesión: había llegado a un 12% en 2010 (un porcentaje, de todas formas, sorprendentemente bajo para una sociedad cuyo partido más votado es abiertamente secesionista); ahora se sitúa en el 6,4%. Simétricamente, aumenta notablemente la satisfacción con la actual organización del Estado (un 32,8% en 2014, contra sólo un 14% en 2010). Esta mayor satisfacción no cancela la conciencia de las diferencias que persisten entre flamencos y valones (el 55% de los flamencos consideran que éstas son sustanciales, frente al 45% que no les dan importancia), pero también en este punto la percepción es ligeramente menos acusada que hace cinco u ocho años, cuando casi un 60% de los flamencos detectaba grandes discrepancias entre territorios. El “reencuentro” flamenco con las instituciones compartidas es perceptible en la actitud ante la muy simbólica Seguridad Social belga: la ruptura de la caja única, que los partidos flamencos (liderados por el principal partido nacionalista) plantearon de manera más o menos velada en 2011, con el apoyo entonces de la opinión flamenca, es ahora rechazada con contundencia. Hay que recordar que la hipótesis de regionalización del principal mecanismo de solidaridad social fue uno de los detonantes de las reacciones cívicas contra el nacionalismo y por la unidad de Bélgica que movilizaron a amplios sectores de jóvenes, artistas e intelectuales de todo el país en 2011, en iniciativas como la revolution des frites y el colectivo Pas en notre nom / Niet in onze naam.

Sin resultar definitiva, la tendencia parece clara: el nacionalismo sociológico flamenco experimenta un fuerte reflujo tras haber contribuido, con su ascenso, a bloquear el ya muy complejo funcionamiento del Estado belga durante la grave crisis institucional de 2011. Una observación con la que coinciden otros estudios similares presentados recientemente.

Entre el desencuentro y el compromis à la belge 

No es un desplazamiento menor, sobre todo habida cuenta del contexto en el que se produce. Además de ser un Estado de fundación relativamente reciente, el país presenta una acusada división lingüística y cultural entre flamencos y neerlandófonos, al norte, y francófonos/valones, al sur. Una división que se ha agravado en las últimas décadas, en que el país se ha visto sometido a una perversa dinámica de centrifugación que, hasta la fecha, se ha concretado en seis complejas reformas constitucionales (réformes de l’État o staathervormingen) que han convertido el viejo Estado unitario belga, centralizado y francófono, en el actual Estado compuesto, de muy difícil gestión cotidiana, en el que conviven tres lenguas oficiales y se solapan hasta siete Administraciones distintas (tres comunidades lingüísticas, tres regiones y Estado federal). Una evolución tortuosa, que a nivel social ha supuesto la quiebra o desaparición de numerosas instituciones y organizaciones comunes, desde los partidos políticos hasta la prensa, la radio, la televisión o las universidades. Y en la que no faltan los episodios traumáticos ni violentos: la escisión de la histórica Universidad de Lovaina en 1968 y la expulsión de secciones y estudiantes francófonos del territorio flamenco al grito de “Walen buiten!” (“¡Valones fuera!”) son algunas de las muestras menos edificantes del potencial corrosivo del conflicto comunitario latente en Bélgica. 

El país presenta una acusada división lingüística y cultural entre flamencos y neerlandófonos, al norte, y francófonos/valones, al sur

Hay razones para pensar que las sucesivas reformas constitucionales, aunque diseñadas con la intención de aplacar unas fricciones que se remontan a la propia fundación de Bélgica, han contribuido a medio y largo plazo a agravar esas tensiones y no a encauzarlas, al configurar un modelo de país cada vez más barroco, donde las divisiones lingüísticas se institucionalizan en lugar de resolverse, creando nuevas rigideces y potenciales fuentes de conflicto. El sostenido ascenso de la derecha independentista de la Nueva Alianza Flamenca (Nieuw-Vlaamse Alliatie, N-VA), así como la inédita situación de bloqueo institucional a la que se llegó tras las elecciones federales de ese año, pareció la culminación de una escalada que ponía en riesgo la existencia misma del Reino como entidad política operativa. El impasse se superó con la formación de un gobierno hexapartito liderado por el socialista Elio di Rupo, y el compromiso de lanzar la sexta reforma constitucional. Ello no detuvo la progresión de la N-VA, que siguió aumentando su apoyo en las elecciones federales de 2014 (32% de votos en Flandes) y se integró en la coalición de gobierno que sucedió al gabinete Di Rupo, que incluye, además de la N-VA, a liberales de norte y sur del país y a democristianos flamencos, en una configuración inédita, marcadamente a la derecha. La N-VA suma así el reciente trofeo federal a su participación (desde 2004) en los gobiernos regionales flamencos y a la alcaldía de importantes ciudades como Amberes. 

Punto y seguido

En este contexto de ascenso del independentismo político, que no ha tocado aún techo electoral, ¿cómo se explican los datos de una encuesta que indica que los flamencos se alejan progresivamente del prisma identitario? ¿Se trata de un cambio de tendencia, un alivio coyuntural o un espejismo?

Se pueden aventurar dos grandes explicaciones. La primera y más inmediata es que la sexta reforma constitucional, laboriosamente pergeñada durante la crisis de 2010-2011, ha surtido efecto y ha aliviado, al menos de momento, el descontento de amplias capas de la opinión flamenca con el Estado belga, reduciendo la presión independentista. En la terminología que a veces se emplea al abordar la cuestión territorial en España, la reforma habría mejorado “el encaje” de Flandes en Bélgica y habría hecho sentir a los flamencos más “cómodos” en el nuevo Estado hiperfederal. Esta legión de nuevos satisfechos explicaría el brusco descenso de los partidarios de una mayor descentralización entre 2010 y 2014, y el correlativo aumento de los conformes con el statu quo vigente. Ello resulta compatible con el sostenido ascenso de la N-VA, que, en tanto que principal motor de las reivindicaciones flamencas, ha podido capitalizar también su exitoso encaje en el entramado institucional del Reino. 

Aunque se acepte esta explicación, la experiencia de las cinco reformas anteriores obliga a relativizar la relevancia del fenómeno, que podría revelarse puramente pasajero: es fácil que a la relajación “técnica” de la tensión identitaria, tras la consecución de su sexta vuelta de tuerca de “federalización”, le siga una nueva etapa de radicalización, en una dinámica bien conocida en España con los nacionalismos periféricos. Eso parece sugerir la estrategia de la N-VA, que tras haber evocado ya en la campaña de 2014 un nuevo horizonte “confederal” que requeriría una séptima réforme de l’État y que acercaría a Bélgica a su “evaporación” final teorizada por su líder Bart de Wever, se ha comprometido a suspender sus aspiraciones separatistas durante la presente legislatura. No sin advertir, sin embargo, que éstas regresarán a la agenda política al término de la legislatura, previsto para 2018; y que su actual cooperatividad no supone en absoluto una renuncia o una integración estable en el sistema institucional belga. El clima detectado por las encuestas sería la consecuencia de esa tregua, que es en realidad la condición de la existencia de la coalición centro-derechista en el gobierno, y que, como ésta, tiene fecha de caducidad. 

La reforma constitucional habría mejorado “el encaje” de Flandes en Bélgica y habría hecho sentir a los flamencos más “cómodos” en el nuevo Estado hiperfederal

La segunda explicación, que no es incompatible con la primera, incide en aspectos más estructurales. La sexta reforma quedó, efectivamente, definida en sus líneas generales en el acuerdo que desbloqueó la formación del Gobierno Di Rupo en 2011; pero la concreción de sus flecos se dilató hasta 2014, y su implementación completa probablemente no culminará hasta los próximos años. Más allá del simbolismo, es difícil que la inflexión del ánimo flamenco se deba a la satisfacción por el ajuste institucional en sí: no ha habido tiempo material para que ese ajuste se materialice en toda su extensión. 

Democracias separadas

Hay otro cambio más fácilmente perceptible. Desde el año pasado, la familia socialista no forma parte del Gobierno federal. Y eso es toda una novedad: desde 1988, todos los gabinetes han contado, bajo diversas configuraciones, con la participación del PS francófono y su partido “hermano” flamenco. Esta permanencia en los puestos de mando gubernamental, respaldada por la fortaleza socialista al sur del país, ha condicionado fuertemente las orientaciones gubernamentales, convirtiendo el socialismo belga en un actor de primer orden en la vida política del Reino. Pero también ha creado una cierta frustración en la sociedad flamenca, donde el modesto respaldo al partido socialista local, históricamente más débil que en Valonia, encaja mal con su omnipresencia federal.

La discrepancia sostenida entre la influencia socialista a nivel nacional y su escasa (y declinante) relevancia social y electoral en Flandes es sintomática de una divergencia más profunda entre la orientación sociopolítica de la región flamenca y la región valona. Una divergencia que ha permitido a Bart de Wever, líder de la N-VA, teorizar la secesión no como un objetivo identitario de base nacionalista, étnica o cultural, sino como la culminación natural de un proceso de desconexión de dos “democracias separadas” en el seno del Estado belga, una flamenca y otra valona, que se afirman a través de orientaciones políticas y prioridades socioeconómicas distintas, cada vez más incompatibles. Aunque el mundo académico relativiza su magnitud y cuestiona que se pueda hablar de “dos opiniones públicas separadas”, es evidente que la existencia de dinámicas políticas autónomas (con partidos separados por comunidad lingüística) y espacios mediáticos con escaso contacto entre sí (la opinión francófona participa muy escasamente en los medios flamencos, y viceversa) favorece una evolución no integrada del conjunto, en la que los puntos de fricción, además, tienden a estar sobrerrepresentados en la escena político-mediática.

Indudablemente, el nuevo Gobierno federal de Charles Michel, anunciado en octubre de 2014, y su consiguiente cambio de orientación respecto a anteriores gabinetes, acercan considerablemente el nivel de decisión federal a la sociología y los intereses de la región flamenca. No sólo por la ausencia socialista, que junto con la entrada de los independentistas convierte la coalición federal en una réplica de la gobernante en Flandes (N-VA, democristianos y liberales). También por el dominio relativo de partidos del norte del país (tres fuerzas flamencas, que representan más de dos tercios del voto en Flandes; y la segunda fuerza francófona). En estas condiciones, cabe preguntarse si la mayor cercanía registrada entre la sociedad flamenca y Bélgica es indicativa de una mejora efectiva en la capacidad de articulación de la pluralidad identitaria en el conjunto del “sistema Bélgica”, o sólo se debe a la coincidencia del color político dominante a nivel nacional y a nivel regional, en un mecanismo de suma cero en el que la satisfacción de una de las comunidades supone casi automáticamente la desafección de la otra.

Más allá del caso belga: las democracias compuestas en tensión 

La noción de “democracias separadas” como base de un proyecto secesionista no es privativa del nacionalismo flamenco: Alex Salmond y su Scottish National Party (SNP) también la manejaron profusamente para justificar el “sí” a la independencia en el referéndum escocés del pasado año. Se argumentaba que la sociedad escocesa se situaba consistentemente más a la izquierda que una Inglaterra y un Parlamento de Westminster dominados por el neoliberalismo. De acuerdo con este relato, la permanencia en el mismo Estado implicaba la sumisión de la Escocia socialdemócrata al dominio de la derecha tory, muy poderosa en Inglaterra, pero cuya implantación electoral en Escocia es prácticamente residual.  

En realidad, este tipo de secesionismo por “desconexión” ideológica puede aparecer en el interior de cualquier comunidad política, porque su punto de partida tiene menos que ver con una supuesta identidad colectiva (que siempre es susceptible de construirse deliberadamente, como humorísticamente recordaba Julio Camba) que con una creciente intolerancia a la frustración colectiva que genera estar democráticamente en minoría. Intolerancia y exasperación que, junto con otros factores, pueden llevar a amplios sectores a preferir la mutilación de la comunidad democrática al gobierno de la mayoría. En la medida en que esta aceptación de la mayoría es uno de los pilares básicos de cualquier democracia, la normalización del “secesionismo por ideología” amenaza con convertirse en una fuente adicional de desestabilización para las democracias europeas. O al menos, contra la noción del espacio democrático como un espacio dinámico, de confrontación, debate y conformación de una voluntad colectiva cambiante y susceptible de evolucionar, en la que ni las mayorías ni las minorías son rígidas sino fluctuantes. Una noción deliberativa y republicana de la democracia, permanentemente en construcción, muy distinta de la “democracia identitaria” y finalista que subyace en el planteamiento de De Wever, Salmond y otros, en el que las voluntades colectivas responden a rasgos identitarios fijos, territorialmente delimitables y, por tanto, de imposible encaje una vez emerge su discrepancia.

Para este tipo de estrategias discursivas, que permiten atraer al secesionismo a amplias capas más sensibles a la ideología (socialdemócrata en Escocia, conservadora o neoliberal en Flandes) que a la identidad, los procesos de descentralización pueden tener un efecto ambivalente. A corto plazo, permiten dar un cauce más pleno y flexible a la diversidad de voluntades políticas que conviven en comunidades políticas complejas, a través de distintos niveles de decisión (nacional o federal, regional o autonómico), que interaccionan entre sí sobre la base de una legitimidad democrática común y compartida. Pero a medio o largo plazo, la consolidación de subespacios democráticos (políticos, mediáticos, cívicos) autónomos en el seno de una misma comunidad política puede ser un poderoso acelerador de las tensiones centrífugas en su interior, en la medida en que ofrece herramientas para apuntalar evoluciones divergentes y facilitar el tránsito de una “democracias compuesta” a varias “democracias separadas”, y de ahí a Estados distintos. Sobre todo si, como ocurre en Bélgica, los vínculos sociales, culturales e institucionales entre los subespacios descentralizados son tenues y los mecanismos de devolution no se ven complementados por una estrategia global de integración y reforzamiento del espacio común y compartido, de su pluralidad y también de su dinamismo social y político, que debe ser nacional-estatal antes de poder adquirir con éxito dimensiones más ambiciosas – la europea, en este caso. 

Junto con Escocia y Cataluña, Flandes es uno de los principales focos de tensiones secesionistas en Europa. Aunque cada situación es diferente, es fácil identificar elementos comunes en los obstáculos que las pulsiones identitarias y las tentaciones de repliegue suponen para los intentos de construir democracias vigorosas y cosmopolitas; así como en las soluciones que se ensayan para sortear las dificultades. La compleja arquitectura institucional de Bélgica y la profundidad de las tensiones territoriales en las que ésta se ha forjado, el sofisticado nivel de desarrollo cívico y social de su sistema democrático, su pluralidad lingüística y cultural y su centralidad en los procesos de integración europea convierten al plat pays en un excelente laboratorio desde el que seguir la evolución de algunos de los retos a que se enfrentan las democracias compuestas europeas, por un lado, y la embrionaria democracia federal europea, por otro. La fragilidad de sus equilibrios institucionales y comunitarios no lo hacen, desde luego, un modelo a seguir; pero la obstinada resistencia a la evaporación de la identidad híbrida belga, esa belgitude cosmopolita y difusa, de vocación múltiple, ajena a la exclusividad, frágil y europea, incrustada en el corazón del Viejo Continente contra viento y marea desde hace casi dos siglos, es un motivo para no perder la esperanza en la emergencia, en un futuro no lejano, de una verdadera identidad cívica europea, en su misma sintonía y con su misma modesta ambición. La de hacer mentir, también, a todos los que en algún momento de la accidentada historia de la Unión Europea se hayan sentido tentados de decir, con suficiencia, a la talleyrandiana manera, “L’Europe ? cela ne durera pas”.

Es conocida la sombría predicción de Talleyrand en 1832, poco después de la Conferencia internacional que alumbró el moderno Estado belga: “Les Belges ?”, se preguntaba, “ils ne dureront pas” (“¿Los belgas? No durarán [juntos].”). Cerca de dos siglos después, Bélgica sigue...

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Autor >

Juan Antonio Cordero

Juan Antonio Cordero (Barcelona, 1984) es licenciado en Matemáticas, ingeniero de Telecomunicaciones (UPC) y Doctor en Telemática de la École Polytechnique (Francia). Ha investigado y dado clases en École Polytechnique (Francia), la Universidad de Lovaina (UCL, Bélgica) y actualmente es investigador en la Universidad Politécnica de Hong Kong (PolyU). Es autor del libro 'Socialdemocracia republicana' (Montesinos, 2008).

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