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Si el termómetro siempre sensible de Cannes acierta a tomarle la temperatura al cine de cada momento, y si aplicamos esta revisión médica a la producción europea de la hora actual, el cuadro clínico resultante debería hacer saltar algunas alarmas. En pleno debate sobre la amenaza de un nuevo tratado de ‘libre comercio’ (piadosa descripción de los mecanismos que buscan hacer retroceder los derechos y las barreras proteccionistas europeas en beneficio de la libre circulación de los capitales y los negocios bajo la presión de las grandes corporaciones norteamericanas, bien ‘protegidas’ por su gobierno), algunos de los exponentes más relevantes de la cultura fílmica europea rinden una de sus armas más poderosas (su idioma) y se entregan al ‘enemigo’; es decir, a esa misma lengua inglesa que, si bien es ciertamente un idioma europeo, también es la lengua del imperio que fuerza la quiebra de los últimos diques europeos.
El recuento puede resultar sintomático. Empecemos por Italia, donde dos cineastas tan notables como Matteo Garrone y Paolo Sorrentino, que han cimentado su prestigio sobre obras capaces de radiografiar en canal a la sociedad italiana, regresan al festival que les encumbró con dos nuevas y esperadas películas (Il racconto dei racconti y Youth, respectivamente), habladas ambas en inglés e interpretadas, en buena medida, por actores ingleses, norteamericanos o incluso de origen hispano, pero chapurreando un inglés más bien ortopédico, caso de Salma Hayek en la película de Garrone, donde comparte reparto con Toby Jones, John C. Reilly, Shirley Henderson, Hayley Carmichael y Stacy Martin, entre algunos otros (como el francés Vincent Cassel), mientras que el director de La grande bellezza convoca a cinco grandes estrellas anglosajonas (Michael Caine, Harvey Keitel, Rachel Weisz, Paul Dano y Jane Fonda) para filmar un guión original suyo hablado también en inglés.
La opción del primero llama poderosamente la atención, porque Il racconto dei racconti es un intento de rescatar para el cine los cuentos fantásticos de Giambattista Basile, escritor napolitano del siglo XVII, predecesor e inspirador tanto de Perrault como de los hermanos Grimm, y autor que juega un papel importante en la genealogía de la lengua italiana. Una fuente tan fértil, y con tantas raíces en la cultura escrita de su país, es traicionada abiertamente por Garrone al orquestar una ambiciosa coproducción internacional que deja al descubierto todos los conocidos e infaustos males del viejo ‘europuding’. La opción del siempre egocéntrico y excesivo Sorrentino es tanto o más sorprendente por cuanto el éxito y la repercusión de su –falsaria-- reinvención de La dolce vita felliniana (La grande belleza) le garantizaba holgadas opciones de financiación para cualquiera de los proyectos que hubiera querido poner en marcha sin necesidad de buscar también el paraguas de la coproducción europea hablada en inglés.
Pero no son solo ellos, claro está. El griego Yorgos Lanthimos, un cineasta con un universo poético muy personal y que hasta ahora venía proponiendo originales fábulas (por supuesto habladas en griego) que investigaban con mirada crítica y escéptica el estado de la cuestión en su castigado país, reaparece este año en Cannes con otra fábula que se expresa también con mimbres surrealistas (The Lobster), pero que transcurre en parajes irlandeses y se expresa igualmente en inglés. Lo mismo hace el director noruego de origen danés Joachim Trier para diseccionar complejos secretos familiares en Louder than Bombs, una coproducción franco-noruega-danesa hablada en inglés, con actores franceses (Isabelle Huppert) y anglosajones (Gabriel Byrne, Jesse Heisenberg, Amy Ryan, David Strathairn…), y cuya historia se desarrolla en Estados Unidos a pesar de que habría podido situarse, sin necesidad de cambiar absolutamente nada, en cualquiera de los países coproductores. Y otro tanto ocurre, incluso, con el español Fernando León de Aranoa, que narra en A Perfect Day una historia situada en los Balcanes a finales de los últimos conflictos bélicos, protagonizada igualmente por estrellas internacionales que, dentro del film, se expresan en inglés: Benicio del Toro, Tim Robbins y Olga Kuryelenko.
Se tiene la extendida impresión, además, de que algunas de estas películas quizás habrían tenido bastantes menos opciones de estrenarse en el privilegiado escaparate de Cannes si no contaran con esas estrellas internacionales (que supuestamente les garantizan su acceso a los grandes mercados), si hubieran sido interpretadas por actores europeos y estuvieran habladas en los idiomas de los países de sus respectivos directores. Así que la pregunta resulta obligada: ¿realmente el cine europeo, con su amplia y riquísima diversidad de culturas y de lenguas en su interior, necesita travestirse de esta manera para poder llegar siquiera a realizarse, para encontrar financiación, y para poder tener acceso después a plataformas y a canales de difusión que le permitan encontrar viabilidad económica…?
El interrogante no tiene nada de ingenuo. Está claro que la industria del cine, como todas las demás, se halla inmersa en un acelerado proceso de globalización. Y también está claro que, si ese proceso sigue siendo comandado por las grandes corporaciones financieras, su aplicación tendrá –está teniendo ya desde hace tiempo— inevitables consecuencias que conllevan una progresiva estandarización expresiva, una suavización de todas las aristas que confieren personalidad, un borrado de las arrugas y de los pliegues propios de la identidad y de las particularidades de cada cultura y, más allá todavía, de cada creador y de cada mirada personal.
Se puede argüir frente a ello que, en el contexto industrial y económico actual, esa forma de financiación de las películas implica inevitablemente las servidumbres de las que estamos hablando, pero esa ecuación solo es cierta si se aborda desde la impositiva óptica de unos mercados ciegos que suponen, erróneamente, que solo existe un determinado tipo de público, una audiencia homogénea que responde en todos los países al mismo perfil, que tiene en todas partes las mismas raíces culturales y que alimenta universalmente las mismas expectativas.
Sin embargo, sabemos que esto no es así. Frente a semejante presunción (cuyos efectos castradores están a la vista de todos lo que quieran realmente ver, sin limitarse a mirar de forma pasiva), hace ya mucho que las audiencias vienen segmentándose en múltiples parcelas territoriales, estratos sociales, perfiles de consumo y tendencias culturales, mostrando así una rica pluralidad de opciones que es, precisamente, lo que los partidarios de la mal llamada ‘financiación internacional’ parecen querer limitar o disolver. Una pluralidad que exige, para empezar, recuperar la riqueza de las diferentes lenguas nacionales, en las que siguen filmando, por lo demás, los cineastas y las cinematografías más celosos de sus raíces culturales: ahí están el italiano Nanni Moretti (Mia madre), el rumano Radu Muntean (El piso de abajo), el húngaro László Nemes (El hijo de Saul), el portugués Miguel Gomes (Las mil y una noches) y prácticamente todos los cineastas franceses que han presentado películas en Cannes.
Entiéndase: no se trata de reivindicar un retorno al encierro en las viejas fronteras nacionales (que bien abolidas están, aunque sería deseable que lo fueran todas, no solo las económicas ni las europeas), de una defensa de la alabanza de aldea o un rechazo de la universalidad, conceptos que son ajenos a la propia naturaleza del cine y, desde luego, al pensamiento del firmante. Se trata, por el contrario, de trabajar en busca de una autenticidad que solo puede alcanzarse cuando se indaga en las raíces propias (las de tu propia cultura y tu propia lengua) y que es la que, en verdad, abre la puerta a una comunicación universal capaz de dialogar con otras culturas y otras audiencias, como demuestran año tras año las más grandes películas de cada momento histórico.
Hacer en Italia películas en inglés para conquistar a una masa de público supuestamente internacional (y donde pone Italia, puede ponerse España o cualquier otro país europeo) es lo más parecido a un suicidio cultural.
Hacer en Italia películas en inglés para conquistar a una masa de público supuestamente internacional (y donde pone Italia, puede ponerse España o cualquier otro país europeo) es lo más parecido a un suicidio cultural, y el resultado está a la vista: un gelatinoso producto middle brow y crowd pleaser para agradar a todos sin contentar realmente a nadie, que renuncia a sus señas de identidad en favor de otras inexistentes (o impuestas por poderes económicos ajenos que solo entienden de números).
Cabe la esperanza de que la presente edición de Cannes, una vez comprobados los pobres y a veces desastrosos resultados artísticos de ese tipo de productos, sirva como señal de alarma, como aviso para navegantes, como advertencia para todos aquellos que están dispuestos a sacrificar hasta su propio idioma para buscar una audiencia que, en realidad, casi nada les garantiza. Y lo peor es que este debate es tan viejo que hace ya muchos años que los añejos ‘europuding’ mostraron que tenían los pies de barro, que hablaban en términos creativos una especie de aséptico esperanto y que no conducían a ningún sitio provechoso. Pero debe ser que algunos cineastas y una buena parte de la industria del cine pertenecen también a esa especie capaz de tropezar no una, sino varias veces en la misma piedra.
Si el termómetro siempre sensible de Cannes acierta a tomarle la temperatura al cine de cada momento, y si aplicamos esta revisión médica a la producción europea de la hora actual, el cuadro clínico resultante debería hacer saltar algunas alarmas. En pleno debate sobre la amenaza de un nuevo tratado de ‘libre...
Autor >
Carlos F. Heredero
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