Vivos de milagro
Eustaquio y el detritus constitucionalista
Los que esgrimen como arma arrojadiza la Carta Magna y al mismo tiempo la niegan con su nulo espíritu democrático deben dejar de inocular el miedo a los nuevos agentes políticos. Y luego se verá si se reforma o no
Miguel Mora 30/05/2015
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
La semana del 24 de mayo será recordada largo tiempo en España. La cita con las urnas diseñó el nuevo paisaje político y social. Una nueva generación de políticas y políticos, impulsada por los indignados del 15M y las mareas, llega por primera vez a posiciones de poder local y autonómico. Y su irrupción ha revelado la pujanza de la postdemocracia neoliberal. Es decir, el enorme dominio que ejerce el sistema financiero y económico sobre los grandes partidos tradicionales -y de paso sobre la nueva derecha liberal, Ciudadanos, ese híbrido que no es chicha ni limoná, que no sabemos si es Hacendado o El Corte Inglés pero que en la noche electoral tenía músculo suficiente para alquilar una planta entera del Hotel Eurobuilding.
La reacción destemplada, confusa y poco deportiva de la vieja política trasnochada y de los empresarios patriotas que toman las decisiones ante el ascenso del municipalismo ciudadano, su cerval miedo a la nueva izquierda son síntomas que llevan a pensar que la esclerosis de nuestra democracia bipartidista es mayor aun de lo que indican los resultados de las elecciones y los estudios sobre corrupción, transparencia, igualdad y libertad de prensa.
Tras casi 40 años de democracia, el modelo de la alternancia tranquila con empresas reguladas y nacionalismos clientelares, forjado en nombre de la Constitución que trajo la concordia y la modernidad a un país devastado por 45 años de guerra y dictadura, muestra evidentes señales de desgaste.
Y, curiosamente, su debilidad proviene de los más aguerridos defensores de la Carta Magna, no de quienes aspiran a retocarla para, según prometen, blindar derechos y libertades y evitar privatizaciones y otras renuncias a lo público.
Sí, a la derecha se le acaban los elogios hacia la Constitución, pero de repente a la condesa exaltada le da un ataque de nervios y convierte la Ley en un arma arrojadiza y excluyente. Por suerte, Doña Consti no sufre raptos de histeria semejantes, y asiste impávida al espectáculo, una mera cortina de humo para dar tiempo a los que ponen el dinero a elaborar una alternativa menos exótica.
Mientras tanto, la realidad es terca: las instituciones fundadas por esa Constitución intocable y mítica son cada vez menos creíbles y eficaces –monarquía, presidencia del Gobierno, partidos, bienestar, sindicatos…--, y los encargados de controlar y equilibrar los poderes –justicia, reguladores, parlamentarios, prensa…-- se limitan a aguantar el chaparrón y a darse coba y ánimos escribiendo artículos corporativos y publirreportajes.
Nada de eso esconde lo que cualquiera ve: el acelerado deterioro del bipartidismo, su sumisión al poder económico nacional e internacional, su suicida tolerancia hacia la corrupción, y el empobrecimiento moral y material que esas relaciones perversas han generado. Bastan algunos datos: un 35% de los menores españoles vive en la pobreza. Casi dos millones de personas han emigrado. Cinco millones no encuentran trabajo.
Oyendo a los que con tanto ardor defienden la Constitución, y viendo el interminable reguero de adjudicaciones, escándalos y pelotazos congelados por el incierto resultado electoral, parece legítimo preguntarse para qué sirve nuestra envidiada Carta Magna, a quién protege en realidad, quién saca más provecho de ella, qué partes se cumplen y cuáles no, qué rayos era la separación de poderes, por qué se pudo tocar el texto para incluir a capón el nefasto artículo 135 --déficit cero-- pero es tabú pensar en cambiar una sola coma más.
A la vista de la alergia del PP y de sus medios afines hacia lo nuevo, y de las dudas del PSOE para tomar partido por Podemos o por la derecha de la corrupción y el austericidio, cabe preguntarse si este bipartidismo imperfecto y aquel pacto social del 78 siguen vigentes; si el modelo sigue siendo viable con un simple cambio de líderes políticos. ¿Necesita la Constitución una reforma a fondo o solo unos retoques? ¿No da la impresión de que buena parte de ella es papel mojado ya que no ha sido capaz de evitar el destrozo de buena parte de sus principios fundadores? ¿No será que lo que necesita el país es una ruptura?
La gran zona gris que empezó la noche del 24 de mayo y que terminará el 13 de junio con la puesta en marcha de las alcaldías y los parlamentos regionales dará algunas respuestas a estas cuestiones, que en todo caso se irán planteando cada vez más a medida que se acerquen las generales.
De momento, la sombra del pacto PP-PSOE parece la única posibilidad que contempla el asustado Régimen del 78. Y en ese terreno, lo más sensato lo ha dicho un nonagenario indignado llamado Eustaquio, un heroico militante socialista, de 93 años, que se presentó el 30 de mayo en la sede de Ferraz, pidió ver al secretario general, Pedro Sánchez, y cuando lo consiguió le dijo que ni hablar de pactar con el PP.
Sánchez descartó esa opción ante la prensa con la boca pequeña. Pero todos somos Eustaquio. Hasta los niños saben que hay mucha gente importante presionando y trabajando por la santa alianza.
La gran coalición PP-PSOE 2016 es el gran elefante en la habitación, bastante más que el sueño húmedo de un expresidente aburrido hasta de sí mismo. Es una amenaza muy seria para el cambio, y de largo la opción preferida del poder económico, de Bruselas y de Berlín. La perspectiva de otro Syriza en el horizonte, respaldado por los ciudadanos de la cuarta economía del euro, es demasiado inquietante para esta Europa gobernada por las grandes corporaciones, para el capital y contra los ciudadanos.
La idea es frenar los deseos de los millones de votantes que aspiran a un futuro más justo, igualitario y menos gelatinoso; pero sin que se note demasiado. Las elecciones han mostrado esa voluntad de cambio. La primera respuesta del poder ha sido gritar: ¡Los comunistas quieren robarnos la Constitución! La segunda, ponerse a pensar en la Gran Coalición.
Desde luego, la Constitución debe servir y sirve para que Podemos y Ciudadanos puedan presentarse, y si son votados, tengan garantías de desalojar del poder a quienes lo merecen. Pero una cosa es la letra y otra el espíritu. Podemos se ha presentado a la batalla en furgoneta, sin apenas dinero y con los grandes medios descaradamente en contra, con la moneda de la ilusión --Carmena dixit-- como único bagaje. Los otros han acudido a la cita con préstamos, autobuses, focos, telediarios regalados e incluso aviones privados. Las dudas suenan razonables: ¿protege realmente la Constitución la libre concurrencia electoral? Otra: ¿Si después de las generales se produjera un pacto entre los grandes, estaría respetándose la Constitución?
Por decirlo claro. La Constitución en sí misma no garantiza todo, ni es capaz de impedir que, en un momento dado, se produzca un golpe constitucional de apariencia legítima y fondo antidemocrático. Como todo lo demás en un Estado democrático, es susceptible de ser criticada, debatida y reformada. Pero en España la derecha muestra una arraigada percepción cortijera que impide todo debate. De hecho, la formación que gobierna la todavía cuarta economía del euro se ha erigido en la mayor defensora de su intocabilidad; y expende carnés de constitucionalismo-pata-negra cada cuarto de hora.
Curioso, pues son las políticas del PP las que han abierto la brecha abismal de la desigualdad y han arruinado el prestigio de las instituciones. Irónico, porque la reducida estructura interna que ha manejado las finanzas del partido en las últimas dos décadas acaba de ser definida por un juez de la Audiencia Nacional como una “organización criminal”. ¿Puede un partido como ese impartir lecciones de lealtad y respeto a la Constitución?
El auto del juez De La Mata, conocido el 27 de mayo, explica con meridiana precisión que, al menos durante 18 años, de 1990 a 2008, el PP mantuvo una contabilidad paralela para ingresar dinero negro y sobornos de empresarios, defraudar a Hacienda, financiar los gastos del partido y las campañas electorales y pagar sobresueldos a sus dirigentes.
Aunque los demás grupos hayan hecho cosas parecidas, ninguno de forma tan sistemática, la acusación pone en cuestión al menos 20 años de los 37 de democracia constitucional. Si se piensa, da hasta miedo: nadie conoce realmente las cantidades manejadas en esos años por los “tesoreros infiltrados” –copyright: Gerardo Tecé-- ni cuánto dinero B ha destinado el PP a movilizar el voto de los españoles.
En todo caso, resulta obvio que llevamos 30 años viviendo en un berlusconismo disfrazado, en una Tangentopolis gigantesca, que afecta a todos los sectores de la economía. Remedando al ostentóreo Jesús Gil, hemos vivido en una democracia formal, pero adulterada y viciada por sus primeros exégetas. Se sabe bien que la Liga del duopolio es un derecho adquirido, cuasi constitucional, sagrado --y de hecho un decretazo del Gobierno lo ha dejado todo atado y bien atado antes del tsunami municipalista... Ahora vemos que el PP y el PSOE, como el Madrid y el Barça, no estaban programados para perder, sino como mucho para empatar: ahora tú, ahora yo. Cualquier otra opción no estaba prevista.
La realidad es que la competencia ha llegado por fin, y el desconcierto se ha hecho carne: no había costumbre.
A algunos observadores extranjeros les sorprende, por ejemplo, que Mariano Rajoy, al conocer el contenido del auto judicial contra los tesoreros de su partido –al menos dos de ellos, ex subordinados directos--, no presentara su dimisión y convocara elecciones ipso facto. Pero igual de raro les parece que el PSOE no la exigiera de forma fulminante --cosa que por cierto tampoco han hecho Podemos ni Ciudadanos--.
Estas sorpresas relativas sugieren que el Régimen del 78 está tan podrido, tan enfermo, y requiere de tanta cirugía, que de momento no se puede ni trasladar al paciente.
Pánico al cambio
A estos hechos peculiares se han sumado esta semana otros menores que inducen a pensar que el cambio de época, si se produce finalmente, va a ser más largo y tortuoso de lo previsto.
Uno: la detención por supuesta corrupción del delegado del Gobierno en Valencia, un señor llamado Serafín Castellano que el 24 de mayo se abrazaba a la alcaldesa saliente mientras esta resumía así la jornada de duelo: “¡Qué hostia, qué hostia!”.
Dos: el descubrimiento de que el ex vicepresidente Rodrigo Rato ha trasladado su patrimonio a otros lares y testaferros sin que la Fiscalía se atreviera a molestarle.
Tres: la masiva y por supuesto impune destrucción de documentos en el ayuntamiento de Madrid y otros organismos gobernados por el PP, que nadie se ha animado a denunciar en el juzgado.
Y cuatro, el rescate del lenguaje guerracivilista por parte de unas élites en ataque de pánico, con un ramillete de ministros, empresarios y dirigentes acusando a los integrantes de las listas afines a Podemos de ser nazis, marxistas leninistas, golpistas, futuros asesinos de opositores, amantes de los soviets y los gulags, pirómanos de iglesias, miembros de la extinta FAI, enemigos del papel higiénico y no sé cuántos disparates más.
Por suerte, las redes sociales existen, denuncian y desactivan con inteligencia y humor en apenas un minuto las mayores intoxicaciones y estupideces, pero la cólera mostrada por filántropos como Villar Mir o Florentino Pérez –-autor por cierto del único cese postelectoral, el de Ancelotti, imaginamos que para mantener abierto el pan y circo futbolero mientras se organiza la contrarrevolución-- y por políticos más o menos jubilados como Fernández-Díaz, Esperanza Aguirre o Ana Palacio denotan un mal perder, una ausencia de talante democrático y una sed de poder tan notables que asustan.
Prepotencia, soberbia, populismo ‘miedótico’, política de tierra quemada, destrucción o invención de pruebas, manipulación de embajadores y corresponsales, basura en horario de máxima audiencia: la estrategia es bien conocida. La vimos en su máximo esplendor después de los atentados del 11M (y por cierto algunos que hoy van de salvadores del periodismo la practicaban entonces a conciencia). La sufrimos durante las protestas contra la guerra de Irak, durante la época Urdaci y la lucha contra ETA. Cómo estará la cosa que el otro día una veterana periodista de TVE me dijo: "¡Que vuelva Urdaci!".
En realidad, siempre que el PP teme o se apresta a perder las riendas del poder saltan las alarmas y los diques, y sus siervos, subvencionados y clientes se ponen en marcha. Todo vale, todo está permitido. Y al que le pique, que se rasque.
Ya que no conocen el pudor ni la rendición de cuentas, solo cabe desear que acabe lo antes posible este agitado final de reinado.
Es de esperar que el PSOE haga menos caso a Felipe y más a Eustaquio, que mantenga el mínimo de decencia que se le supone y se aparte para siempre de esa tropa de negociantes sin escrúpulos.
Ya no se trata de Podemos o no Podemos. Es una simple cuestión de oxígeno. El fango llega hasta los dinteles, querida clase política del 78, admirados tiburones del IBEX35. Hagan el favor de abrir las compuertas, apaguen las trituradoras, dejen de blandir la Constitución como un tótem excluyente y permitan que los jóvenes, las abuelas juiciosas, los fontaneros y los carpinteros cambien un poco este lodazal.
Levantad, carpinteros, la viga del tejado, decía Salinger. El edificio moral del país debe ser reconstruido. Da igual que los fontaneros sean polacos, cristianos de base o evangelistas, lleven coleta, gafas de empollón o camiseta de la PAH. Ha sonado la hora de una nueva generación, de unos modales más modernos y democráticos, de un estilo distinto, ha llegado la hora de mejorar la política, de cuidar lo público.
Mucha gente necesita volver a respirar un mínimo de libertad, igualdad y fraternidad. Sentir que, por mal que estén las cosas, hay otras opciones además del pensamiento dual, del Madrid y el Barça o el exilio. Aunque, como ustedes proclaman, el suyo sea un constitucionalismo pata negra, el detritus que cubren sus alfombras es solo detritus, y eso no hay Constitución ni cuenta suiza que lo disimule. Aquí, en Caracas, y en Sebastopol.
Primero tocará reparar los destrozos y, como decía Enrique Meneses del periodismo, ser débil con los débiles y fuertes con los fuertes. Luego hará falta una justicia independiente de verdad, sin condiciones, venganzas ni favoritismos. También será preciso contar con calma, datos y un punto de ironía liberadora todo lo que nos ha pasado y no se pudo o no se quiso contar.
Y después, si llega el caso, habrá que ver si la vapuleada Constitución, que tantas cosas buenas nos ha dado --y tantos desmanes e injusticias ha tolerado--, es o no mejorable.
Desde luego, lo que no es es una reliquia intocable, ni un juguete privado en manos de la derecha ladrona y vociferante. (Mi posición, por si alguien siente curiosidad, es que es necesario abrir un proceso de reformas, tan profundas y extensas como sea preciso, y poner al día el texto para blindarlo cuanto sea posible del asalto neoliberal, y afrontar los peligros y problemas que se han hecho evidentes).
Habrá que decidirlo entre todos, con verdadero espíritu republicano, sin tapujos, ni tabúes. Entre todos los que no arrastren un historial delictivo, antidemocrático o mafioso, claro. Y con mucha calma y mucho diálogo. No haría falta ni decirlo si algunos no fueran tan zotes: la Constitución solo puede cambiarse como la Constitución manda: desde el consenso.
Así que dejen ya de engañar, de asustar y de contar patrañas y cuentos de camino. Ya hemos tenido suficientes trileros al mando. Queremos elegir a nuestros dirigentes en paz, sin manipulaciones, sin interferencias y sin la muy desprendida ayuda de la Iglesia y otras multinacionales.
Quizá nos equivoquemos y nos salgan rana. Pero, la verdad, peor que lo de ahora es tan difícil...
La semana del 24 de mayo será recordada largo tiempo en España. La cita con las urnas diseñó el nuevo paisaje político y social. Una nueva generación de políticas y políticos, impulsada por los indignados del 15M y las mareas, llega por primera vez a posiciones de poder local y autonómico. Y su irrupción ha...
Autor >
Miguel Mora
es director de CTXT. Fue corresponsal de El País en Lisboa, Roma y París. En 2011 fue galardonado con el premio Francisco Cerecedo y con el Livio Zanetti al mejor corresponsal extranjero en Italia. En 2010, obtuvo el premio del Parlamento Europeo al mejor reportaje sobre la integración de las minorías. Es autor de los libros 'La voz de los flamencos' (Siruela 2008) y 'El mejor año de nuestras vidas' (Ediciones B).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí