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Gismonti salió a desayunar, debían ser las once de la mañana, entró en el bar de siempre y, ahí, junto a los ventanales vio a Ana sentada delante de un café con leche. Estaba mirando pasar a la gente, y eso que aquel día no había mucho tráfico por la acera.
A Gismonti se le paró el corazón, dejó de bombardearle durante una decena de segundos y sintió que aquel desperfecto le estaba empezando a aflojar las piernas, así que reaccionó con decisión, dio una vuelta de noventa grados hacia su izquierda y en un par de zancadas se colocó delante de Ana.
--Hola-- le dijo. --¿Puedo sentarme contigo?
--¡Gismonti!--, contestó Ana. --Claro que sí--. Y extendió la mano y le pellizcó cariñosamente en la mejilla. Fue como si le encendiera la sonrisa y le pusiera en marcha el ventilador del rubor porque enrojeció un poco.
Tortilla de patatas y lo de siempre, ordenó Gismonti de inmediato, levantando la mano y como dando por hecho que sin decir nada ya le habían entendido. Y estaba en lo cierto.
--¿Sabes que ese tal Kelvin se interesó por datos del ministerio?--, le dijo a Ana. --Ya sabes, Kelvin, el amigo de Milton. Ese que va muy bien afeitado y con bufanda.
--Sé perfectamente quién es Kelvin, el de la fiesta.
--Claro, pero no el gordo. El gordo es un tal Moritz o Mauritz o Maurics. Igual es húngaro o alemán.
--Gismonti, sé quién es Kelvin.
--Pues me pidió que le buscara datos, cualquier tipo de datos. Le dije que lo haría--. Gismonti bajó un poco la voz, se acercó a Ana después de revisar si tenía alguien detrás de él y mirando como desentendido si había norteafricanos en la costa. --Me he quedado con un listado de contribución urbana que el otro día se atascó en la máquina. En vez de tirarlo, lo tengo en el cajón. Hay nombres, direcciones, un panorama bastante completo del distrito de Hortaleza. Seguro que le sirve.
--Que le sirve, ¿para qué?--. Ana lo miró sorprendida.
--Hay materia--, le contestó Gismonti, con una mirada que pretendía decir más o menos: “No creo que imagines ni remotamente lo que Kelvin y yo podemos hacer con estos datos”.
--Gismonti, ¿qué vas a hacer con una ristra de nombres y cifras y direcciones?
--Por lo pronto, tener acceso a toda esa gente--, le contestó Gismonti sin pensárselo dos veces.
--¿Tener acceso?, pero ¿para qué? Para eso te sirve también el listín de teléfonos.
--No es lo mismo, Ana--, le comentó poniéndose serio.
--Pero Gismonti, ¿no ves que es absurdo? ¿Qué más da una lista tomada al azar, arrancada de cuajo de otra más larga aún? Una sucesión arbitraria de nombres y apellidos y direcciones e igual unos cuantos números. Bueno, es verdad--, cambió de ritmo, como si hubiera descubierto que aquel torbellino no la conducía a ninguna parte--, nunca está de más sentarse por la tarde, colocar esos listados sobre las piernas, coger el teléfono, marcar un número elegido con una intención concreta, el que tenga más números siete, por ejemplo, y conversar un rato con el que esté al otro lado de la línea.
Gismonti sonrió. Cómo le gustaba que Ana se lo tomara tan en serio, pero estaba en un aprieto. Y, ahora, ¿por dónde salía?
--No comprendes nada--, dijo. --Las listas no le sirven así tan fácilmente a nadie. Pero si tienes algo, son imprescindibles.
--¿Tener algo? Gismonti, me estás asustando.
--No temas, no temas. Esa parte ya no me corresponde. Eso ya es cosa de Kelvin. Pero, por favor, sé discreta.
--¡Discreta! Gismonti, Kelvin es un fantasma. Lo que dices no tiene pies ni cabeza, pero cumple con tu parte si te hace ilusión.
Gismonti se quedó mudo. Ahora sí que Ana estaba seria, casi contrariada. Miró que lo miraba, pero como se mira a un bicho raro. Quería apartarse de esos ojos que se habían puesto tan serios, y que volvieran los de antes, los que solían soltar chispas, los risueños. Así que quiso zafarse de esa mirada tan dura, salir del área que abarcaban sus pupilas, las tenía fijas contra él, dos puntos encendidos, pensó que no tenía que ser muy difícil desplazarse sigilosamente hacia la derecha o hacia la izquierda y dejar de ese modo abandonados esos ojos sobre el vacío, quemando lo que encontraran a su paso, pero no a él, no a Gismonti, que la amaba. Comenzó por separar lentamente la espalda del respaldo de su silla y estaba empezando a mover la cintura cuando descubrió, en medio del bar, a Kelvin, precisamente a Kelvin, el fantasma.
--¡¡Gismonti!!-- gritó desde el punto donde acababa de ser descubierto, e inició de inmediato una maniobra de acercamiento, que fue aún más rauda en cuanto reparó que era Ana la que estaba con él.
--Ana, Gismonti, pero qué suerte es esta. ¡Qué alegría!
Kelvin besó a Ana. Gismonti pensó que con demasiada naturalidad. Casi le rozó los labios. Y aquello no le gustó. Lo observó de arriba abajo mientras se sentaba, embebido totalmente en la chica, en su amiga. No podía ser tanta confianza. Sólo se habían visto en la fiesta. ¿O no? Gismonti iba a preguntarle qué hacía allí, pero no fue necesario.
--¿Es hermosa o no es hermosa?--, dijo en tono solemne. Había cogido a Ana por la barbilla y parecía que la presentaba al mundo desde la atalaya de los dioses. --Voy a hacerla famosa, Gismonti, dentro de poco todo el mundo hablará de ella.
--No le hagas caso--, dijo Ana. Las chispas habían vuelto a sus ojos. --Quiere que pose para unas fotos. Y ya le he dicho que a mí no me van esas cosas.
--No es que te vayan o no te vayan--, intervino Kelvin, --no puedes ocultarte, no puedes esconder tanta belleza, eso sería puro egoísmo. Eh, Gismonti, ¿tengo o no tengo razón?
--Puro egoísmo-- repitió Gismonti. Pero de pronto se dio cuenta de que ya no estaba dentro. No había sido tan difícil zafarse, lo habían zafado en un instante. Ni pupilas, ni ojos, ni mirada. Se dio cuenta de que su espalda se soltaba muy bien de la silla de plástico, que su tronco se incorporaba sin interferencias de ningún tipo, también advirtió que ni Ana ni Kelvin habían notado gran cosa, así que dijo:
--Tengo que marcharme.
--Vaya, qué lástima, no hemos podido comentar nada-- dijo Kelvin.
--Qué ilusión haberte visto--, añadió Ana.
Y volvieron los dos a ese murmullo en el que tan rápidamente habían entrado. Y Gismonti comprendió que, por mucho que escuchara, no le llegaba ya ninguna palabra.
Gismonti salió a desayunar, debían ser las once de la mañana, entró en el bar de siempre y, ahí, junto a los ventanales vio a Ana sentada delante de un café con leche. Estaba mirando pasar a la gente, y eso que aquel día no había mucho tráfico por la acera.
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Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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