Manuela Carmena
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Las metáforas bélicas no son del gusto de muchos. No les faltan razones. Comparar la política con la guerra implica asumir demasiadas cosas (agresividad, confrontación, cierto machismo) de un ámbito, la política institucional, que normalmente es un asco. No obstante, y por mucho que prefiramos reivindicar el Madrid de la sonrisa y los abrazos, lo cierto es que esta ciudad se ha convertido en el escenario de la batalla decisiva por el cambio político.
El problema reside, no obstante, en determinar cuál es esta guerra que se disputa hoy en esta ciudad. ¿La de mantener a toda costa un gobierno de izquierdas contra los ataques de la derecha? ¿La de servir de ejemplo y preámbulo, como una posición avanzada arrebatada al enemigo, de las elecciones generales? ¿O de una forma mucho más simple: la de seguir en la senda, incierta pero real, del cambio?
A diferencia de lo que muchos piensan de la guerra --una situación excepcional en la que se decantan claramente los bandos en conflicto--, la mayor parte de las situaciones bélicas --échenle si no un vistazo a Siria--, son situaciones opacas, hechas de conflictos múltiples, propicias al doble juego y a la traición en cadena. Y esto con total indiferencia del número de vidas --civiles, milicianos o soldados-- que cueste el conflicto.
La ofensiva orquestada por Intereconomía, 13TV, El Mundo, etcétera en torno al affaire Zapata nos ha mostrado que, efectivamente, andamos en medio de un conflicto que se apunta ya sus primeras bajas. Prueba, sin embargo, de que este no es exactamente entre derechas e izquierdas, fue el editorial de El País apenas pasado día y medio de la investidura de Carmena. Entre irónico y gozoso, el medio anunciaba la renuncia de Zapata con un declarativo: “Bienvenidos al poder”. Y tras empujar a Carmena adonde PRISA quiere, el cogobierno con el PSOE, el artículo concluía con una advertencia: “Las nuevas formaciones son bienvenidas al poder, aunque no sea exactamente lo que esperaban”.
Concluyamos, por tanto: estamos en guerra, y esto aunque todavía no sepamos descifrar todo lo que en ella se juega y cómo se van a delinear exactamente los frentes. Por eso, a veces sorprende y desde luego impone la actitud de la alcadesa, a menudo al margen de lo que truena más allá de los muros del Palacio de Correos. Quizás sea en parte vicio, o en parte virtud profesional, de quien viene de la judicatura y concibe el Estado como la justicia, como algo que está por encima de los conflictos: un árbitro imparcial que no se puede perder o contaminar por las luchas por el poder, aun cuando sea el poder (municipal) lo que ahora está en juego. No obstante, genera perplejidad que Carmena se mantenga ajena no sólo a la batalla, sino al carácter político de la misma.
Estamos en guerra, y esto aunque todavía no sepamos descifrar todo lo que en ella se juega y cómo se van a delinear exactamente los frentes
Se podría decir que la alcaldesa, salvo algún desliz, se ha tomado muy en serio la labor de regeneración democrática. Ha limitado los cargos de confianza, reducido sueldos, suprimido algunos coches oficiales. De hecho, ha apostado por un gobierno de y por altos funcionarios de la Administración del Estado, como el gerente Luis Cueto o su imprescindible acompañante, la teniente alcalde Marta Higueras. Casi podríamos decir que Manuela Carmena se ha convertido en la primera alcaldesa desde Carlos III comprometida sinceramente con un proyecto de reforma institucional: un ayuntamiento ajustado a la ley y tan justo como la misma ley.
Tanto empeño se ha tomado en ello que incluso se ha tratado de alejar de todo aquello que le empujó a la alcaldía --¿peajes de la imparcialidad?--. Así en una entrevista en el medio francés Le Figaro, le leíamos decir, estupenda, que ella había sido mucho más innovadora que los activistas que le organizaron la campaña. O que se desmarcaba del movimiento asambleario que ha empujado todo el ciclo político, básicamente por aburrido. O incluso que consideraba el programa colaborativo de Ahora Madrid, elaborado durante meses por expertos de todo tipo, y por cierto vinculante para ella, “no como una Biblia sino como una lista de sugerencias”
Pero ¿podrá el carmenismo, ese estilo de gobierno que tan hábilmente se desmarca de todo lo que no sea “justo y propio”, ser viable o siquiera capaz de vencer a sus múltiples adversarios, desde el PSOE, que apuesta a la integración, hasta la derecha más visceral?
Una inquietante demostración de que hay algo en Carmena “fuera de tiempo” se puede encontrar en algunas declaraciones de esa misma entrevista en la que se decía distante “de las interminables asambleas para discutir de la tesis, la antítesis y la síntesis” (¡así mismo!). Los manuales de Harnecker reloaded: se trata de un ejemplo extraído de su juventud de militancia en ese partido (el PCE) que siempre basculó entre el estalinismo interno y el oportunismo externo con rostro de “eurocomunismo”, pero que efectivamente la señala como completamente externa al ciclo político que le ha llevado a la alcaldía. ¿En qué asamblea de estos últimos cinco años se ha mencionado, siquiera una vez, la dialéctica marxista?
Casi podríamos decir que Manuela Carmena se ha convertido en la primera alcaldesa desde Carlos III comprometida sinceramente con un proyecto de reforma institucional: un ayuntamiento ajustado a la ley y tan justo como la misma ley
Meteduras de pata similares han tenido sus más directos colaboradores. Como Marta Higueras cuando declaró: “Nosotros no podemos parar los desahucios porque no se pueden parar, buscaremos soluciones habitacionales para estas familias”. Lo que viene a ser un “he entendido muy bien para qué estoy aquí”; a lo que rápidamente le respondió la PAH con un comunicado en forma de colleja. Basta comparar este boato e imparcialidad institucional con la Colau o el Kichi parando desahucios al poco de su investidura para saber que la batalla es tanto real como simbólica.
Sea como sea, lo que más inquieta no son las impertinencias de los casos particulares, sino lo que estos muestran: la pretensión de que se puede gobernar con una administración justa y mejor, más eficiente y menos corrupta que la de sus antecesores. Y que con eso basta. Se trata de un típico error progre que la derecha madrileña conoce bien y que ha demostrado saber aprovechar con el asunto Zapata. Basta recordar que ésta ha sido quien han demostrado saber gobernar esta ciudad durante más de de dos décadas, inventando formas de gobierno tan sofisticadas como alejadas del reformismo institucional. ¿O acaso no se acuerdan de la aparentemente extinguida Esperanza Aguirre, capaz de desobedecer leyes, impuestos e incluso sus propios planes urbanísticos; audaz en todo momento a fin de mantener la iniciativa política y con ello hacer del gobierno un actor real de cambio –aunque sea para mal–? Y todo ello sin dejar de invocar el Estado de Derecho, y sin dejar de recibir votos que venían de campos tan extremos como los ultracatólicos y los republicanos laicos, los abortistas y los ultraliberales pro vientre de alquiler. Valga decir que eso es transversalidad, de esa que le gusta al joven estratega de Podemos Íñigo Errejón.
La cuestión es que en Madrid no se juega una batallita de escala regional. Si en Madrid no se innova en clave democrática, en nuevos derechos, en articular la iniciativa institucional con movilización social; o en otras palabras, si cae Carmena --como rostro de una multitud que va mucho más allá de sí misma-- o se asimila al PSOE --que es lo mismo que caer--, Madrid será el coladero de otro proyecto, antiguamente diríamos “contrarrevolucionario”: un populismo, pero esta vez de derechas. Un populismo que sabrá articular un rosario de contrapoderes diseminados en forma de medios de comunicación, movimientos sociales y think tanks como aparatos imprescindibles de su propia hegemonía.
Hace mal la alcaldesa en no entender y aún haríamos peor en no hacerla entender el problema de que el ciclo político que la llevó a la alcaldía sólo tiene dos opciones: crecer o morir. Si ella contribuye a lo segundo cometerá un error repetido por la izquierda de este país. Suyas serán también las responsabilidades.
Las metáforas bélicas no son del gusto de muchos. No les faltan razones. Comparar la política con la guerra implica asumir demasiadas cosas (agresividad, confrontación, cierto machismo) de un ámbito, la política institucional, que normalmente es un asco. No obstante, y por mucho que prefiramos...
Autor >
Emmanuel Rodríguez
Emmanuel Rodríguez es historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y miembro de la Fundación de los Comunes. Su último libro es '¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen de 1978'. Es firmante del primer manifiesto de La Bancada.
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