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Discurso corto y en vena. La eterna canción del Atlético en verano es un clásico. Sus hinchas entran en combustión cuando sus todavía dueños deciden vender a sus estrellas, pero rozan el cielo cuando esa misma propiedad les compra un proyecto de crack. Y viceversa. De la nada al todo, del todo a la nada. Así es el hincha, así late su corazón, así se da rienda suelta a una pasión inexplicable, la del Atlético, que es una droga dura que se mete adentro y contra la que no hay rehabilitación posible. Desde que el finado Gil padre y Cerezo se apropiaron indebidamente del club, como probó el Supremo, a pesar de que el delito prescribiese, los aficionados del Atlético asumen que, para su desgracia, todo está en venta en su equipo. Si hay algún jugador de clase, no acabará su contrato en el Atlético. Es un hecho. Tanto como que, con este modelo de puerta giratoria, con esta política que imita una agencia de compra-venta de jugadores, el Atlético se ha mantenido en la élite, creciendo poco a poco, pero de manera firme. Al hincha atlético, que rompe el carné cien veces y después lo vuelve a renovar cada verano, le gusta montar en cólera después de cada venta, pero le anestesia el anuncio de cada nuevo fichaje. Es la ilusión. El motor que, más allá del dinero, mueve los sentimientos. Y los sentimientos, pese a quien pese, son el fútbol. Y el fútbol pertenece a la gente.
En época de fichajes, resulta complicado delimitar dónde se encuentra el límite entre el dinero y la moral, si es que ambos términos pueden cohabitar en la espesa jungla del fútbol, un deporte que todavía se rige por la ética de los colores, pero que vendió su alma al negocio. Sin juzgar a los profesionales que quieren mejorar, a los que quieren ganar más dinero o a los que desean cambiar de aires para tener chance de ganar más títulos, los jugadores tienen claro que están obligados a defender lo suyo, a pensar en su bienestar y a ganar lo máximo, porque su carrera es corta. Y en esa legítima defensa de sus intereses, suelen comportarse como fieles instrumentos de sus agentes, auténticos tratantes de ganado en la mayoría de las ocasiones. Tipos que buscan lo mejor para sus representados porque, con esos movimientos, también llega lo mejor para ellos: las suculentas comisiones.
Volvamos a los jugadores. Los hay fieles a su club de toda la vida (una minoría), los hay soldados de fortuna (nómadas sin patria pero con buena cuenta corriente) y los hay que viven, encantados de haberse conocido, en Futbolandia. En un planeta en al que sólo importan ellos, en el que sólo se rinde el culto a su egoísmo, en el que no importa mentir o contar medias verdades y en el que no importa nada jugar con los sentimientos de los demás. Los residentes en Futbolandia, que son legión, tienen muy clara su religión: entre el honor y el dinero, lo segundo es lo primero. Los soldados de fortuna lo asumen y lo confiesan, pero ellos no. Ellos, para infortunio de los hinchas, dicen una cosa y hacen la contraria. Juran amor eterno a unos colores, pero le ponen los cuernos con el primero que paga más. Se comportan como amantes únicos que besan el escudo con pasión en público, pero se magrean con otro en la intimidad. Proclaman ser uno de los nuestros, pero en realidad incuban el deseo de ser uno de los otros. Dicen representar a unos hinchas en el campo, pero la realidad es que están deseando representar a otros en cuanto puedan. Así son. Viven en una burbuja ajena a la realidad, instalados en una divinidad falsaria, en una mentira de cartón piedra que acaba por traducirse en un sentimiento agrio: traición. De tal modo que los receptores del cariño de la afición, al traicionarla por un plato de lentejas, se ganan el desafecto profundo de quienes se sienten abandonados y estafados.
No hay nada malo en que un profesional quiera cambiar de aires. Sí lo hay en un señor que, sin tacto ni elegancia, no sólo borra con el codo lo que firmó con el brazo, sino que se permite el lujo de engañar a una afición entregada y apasionada, con falsas promesas, discursos vacíos y palabras que no dicen nada. Sabina, maestro en hacer música de los sentimientos, canta que el amor, cuando no muere, mata y que hay amores que aunque matan, nunca mueren. El único amor que nunca muere es el de los hinchas del Atlético por su equipo. Es para toda la vida. Así son los sentimientos y los afectos, que están unidos a unos colores. No a unos jugadores, sino a una manera de vivir. A un sentimiento. A uno inexplicable, a esa pasión llamada Atleti. Un amor que todos matan, pero que nunca muere.
Discurso corto y en vena. La eterna canción del Atlético en verano es un clásico. Sus hinchas entran en combustión cuando sus todavía dueños deciden vender a sus estrellas, pero rozan el cielo cuando esa misma propiedad les compra un proyecto de crack. Y viceversa. De la nada al todo, del todo a la nada. Así es...
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Rubén Uría
Periodista. Articulista de CTXT y Eurosport, colaborador en BeIN Sports y contertulio en TVE, Teledeporte y Canal 24 Horas. Autor de los libros 'Hombres que pudieron reinar' y 'Atlético: de muerto a campeón'. Su perfil en Twitter alcanza los 100.000 seguidores.
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