Obituario / Javier Krahe
Genial poeta de la locura humana
Tras el fino humor con el que abordaba cualquier asunto intrascendente se escuchaba el latido plañidero de un corazón que ansiaba hallar la oculta belleza
Raúl Losánez 15/07/2015
Javier Krahe en un concierto en la sala madrileña, Galileo Galilei, el pasado 22 de abril.
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La tarde anterior a su fallecimiento, Javier Krahe le había mostrado dos canciones nuevas en su casa de Zahara de los Atunes, en Cádiz, a Javier López de Guereña, inseparable compañero de fatigas durante tantísimos años en salas de conciertos, bares y cafés. Una estaba terminada y la otra no; pero ambas le parecieron a su amigo “sencillamente magníficas”.
Ninguno de los dos lo sabía, pero eran los postreros frutos de un insólito cantautor de la paradoja y el caos existencial que había vivido para holgar sin haber dejado nunca, a su ritmo, de trabajar.
Estas dos canciones inéditas se suman ahora a otras muchas repartidas en más de una decena de discos de estudio, y algunos directos y recopilatorios, que conforman el legado de un artista atípico que empezó ya en esto de la música de una manera también atípica: rondaba los 35 años cuando se subió por primera vez a un escenario, invitado por Chicho Sánchez Ferlosio, para que interpretara con él algunos temas que Krahe le había escrito. Eso ocurría a finales de los 70 en el desaparecido Café La Aurora de la calle Andrés Borrego de Madrid, en el barrio de Malasaña en el que vivió, y por el que tantas veces se dejaba ver en animada conversación con cualquiera que tuviera algo interesante que contarle, o jugando al ajedrez a unas horas en las que poco importaba ya que alguien moviese un peón como si fuera una torre.
Tras aquel improvisado inicio que le despertó el gusanillo de cantar, Krahe entró en contacto con Joaquín Sabina y Alberto Pérez en un local de la Cava Baja llamado La Mandrágora. Fruto de esta conocida relación, se grabó un célebre disco en directo en 1981 que hoy sigue siendo ideal para entender cómo eran las actuaciones en aquellos años y cuáles eran las originales virtudes que ya atesoraban los tres intérpretes.
Pero la unión no duró mucho. Alberto Pérez empezó a ver cosas que no le gustaban en sus compañeros de andanzas y se desvinculó totalmente de ellos; Sabina y Krahe, por su parte, sí mantuvieron un inquebrantable y recíproco afecto hasta el final, pero sostenido sobre todo en la distancia.
“Somos amigos, aunque no ejerzamos”, sentenciaba invariablemente Krahe, entre risas, cada vez que alguien se permitía poner en duda su relación mucho tiempo después. Lo cierto era que, en aquellos inicios, la carrera profesional y las inquietudes de ambos empezaron pronto a tomar rumbos distintos. Sabina aprendía sagazmente a plegarse al mercado y amoldaba con inteligencia su incuestionable talento a los criterios comerciales que le convenían en cada momento, de acuerdo al marco social en que vivía, a su público potencial y a su deseo de éxito. Krahe, por el contrario, carecía de toda ambición que no se circunscribiera a cantar y tocar como le apetecía; su escepticismo vital y su entrañable ironía iban dejando ya un poso definitivo en su forma de mirar al mundo y de componer las canciones que definirían su estilo único e irrepetible.
Desde entonces, y ya en solitario, fue escribiendo despacio pero sin pausa, hasta el día de su muerte, acerca de la más insustancial cotidianidad, y se burló, básicamente, del ingobernable y absurdo juego que es a veces la vida. Fueron blanco de su diana la arrogancia masculina y la voluble feminidad; los torpes empeños del seductor y la irritante indiferencia del seducido; la rutina en cualquier rinconcito de España y la improbable aventura en el más exótico paraje del mundo; incluso la geometría, los trenes de alta velocidad, los extraterrestres o el onanismo han servido de musas para sus extravagantes y agudas composiciones.
Es curioso que hoy algunos sigan asociando la trayectoria de Krahe a la canción política cuando apenas hay rastros de ella en el conjunto de su trabajo, más allá del polémico “Cuervo ingenuo”, que cantó junto a Sabina en 1986 como crítica al cambio de opinión de Felipe González con respecto a la OTAN, y de algún que otro tema que, sin adhesión a ninguna ideología o partido concretos, constituye más bien una sátira acerca de determinadas creencias o formas de pensamiento.
En ese sentido, también fue controvertida y sonada la emisión en televisión en 2004 de un fragmento de la película Esta no es la vida privada de Javier Krahe, en el que el cantante protagonizaba una parodia de la resurrección de Cristo como parte de un vídeo casero de uso particular.
Aquello le valió un proceso judicial por ofensas y blasfemias que él nunca entendió bien y del que finalmente salió absuelto. Pero lo más significativo del triste episodio quizá fuese que dejó entrever su lado más vulnerable, alejado de la zona de confort que para él representaba el escenario sobre el cual se reía de la vida y de sí mismo. Ciertamente, aquella acusación le dolía en lo más profundo; porque no muchos sabían, ni saben hoy, que su estricto código de honor jamás le hubiera permitido llegar a la ofensa para reírse de alguien. Joaquín Trincado y Ana Murugarren, los directores de aquella película documental sobre él, no tienen dudas acerca de la verdadera naturaleza de su carácter: “Él hablaba con todo el mundo que se le acercaba con un buen rollo increíble –recuerda hoy Joaquín-, y a veces le decían unas barbaridades que yo no sé cómo las aguantaba; pero él opinaba que había que respetar siempre a las personas, aunque no se respetasen sus ideas”.
Su talante fue siempre el de una persona dialogante, al que no le gustaban los conflictos y sí el buen uso de la razón; exigía simplemente una buena argumentación, lógicamente fundamentada, para entablar un principio de entendimiento dialéctico que podía llevarle, a él y a su interlocutor, fuera este quien fuese, por inextricables caminos del pensamiento. “Era un sabio -insiste Joaquín-, aunque ‘sabio’ parezca una palabra muy gorda; tenía la sabiduría de quien ha ido satisfaciendo durante mucho tiempo una curiosidad infinita y variada. Y demostraba serlo, además, por su interés en no parecerlo”.
Y es verdad que Krahe era mucho más de lo que aparentaba ser: lúcido en su despiste, visionario en su pasotismo, y currante en su despreocupada forma de hacer música y escribir. Y por eso tenía el privilegio de salir siempre al escenario acompañado por un grupo de músicos de primerísimo nivel que jamás se aburrían tocando con él. “Yo puedo salir a tocar de repente con cualquier cantautor sin conocer previamente la canción que va a interpretar; porque sé por dónde va a ir –explica López de Guereña-. Pero con Krahe… eso es imposible; su música es absolutamente imprevisible. Por eso tocamos con él tan a gusto. Se ha dicho que sus melodías son sencillas y sus ritmos simplones; pero en realidad es todo lo contrario: las melodías son bastante alambicadas, y las armonías son complicadísimas”.
Sin embargo, Krahe era Krahe; y, si bien era consciente de lo que buscaba como letrista, prefería no tomarse demasiado en serio como músico. Lo que le preocupaba era entretener a su público y hacerle pasar un buen rato en la inagotable fuente de su ingenio verbal; pero sin dejarlo asomarse al abismo de su alma en estado creativo. Y siempre lo consiguió.
Con esa fingida indolencia suya, se ganó a lo largo de los años el respeto y el cariño de un público heterogéneo –quizá no excesivamente numeroso, pero sí incondicional- que acudía cada mes a verlo tocar en la sala Galileo Galilei, en el Café Central o donde estuviera programado. Todos apreciaban la capacidad que tenía para juntar en un verso lo insignificante y lo excelso; pero algunos, además, admirábamos su manera de conducirse en la vida con sencillez y afabilidad, sin traicionar jamás su propia filosofía moral. Cierta noche en la que la generosidad de su trato me invitaba a una conversación franca le declaré esta admiración “por ser él –le dije- el tipo más coherente, de acuerdo a su ideología, que había conocido jamás en el mundo del artisteo”. A él le cambió la expresión durante los segundos que guardó silencio. Después, con inusitada gravedad y cierta melancolía, me respondió: “Me gustaría que te resultara admirable por algo más que por ser un tipo de izquierdas que vive como un tipo de izquierdas. No le encuentro mérito alguno”. Desde luego, para él no lo tenía. Ser honesto sin más no era suficiente: lo encomiable era alcanzar con esa honestidad un modelo más amplio de perfección. Comprendí entonces por qué en la mayoría de sus canciones, tras el fino humor con el que abordaba cualquier asunto intrascendente, se escuchaba el latido plañidero de un corazón que ansiaba hallar la oculta belleza. La suya, en realidad, era la poesía del autor romántico y pesimista que no encuentra continuidad a su nobleza en el complicado entramado de variables que rige los designios del mundo, y que por eso se ríe desesperado de él; la del autor descreído que se aferra solo a lo auténtico, a lo incorruptible, por nimio que sea. Y comprendí también entonces que aquella canción suya que tanto me gustaba sobre un pescador que vendía su captura en la lonja, y que al final del día le devolvía al mar el dinero que no había gastado para salir de nuevo la mañana siguiente a pescar era la canción de la propia utopía de Krahe, en la que confluían la honestidad, la belleza, la sencillez y la autenticidad.
La tarde anterior a su fallecimiento, Javier Krahe le había mostrado dos canciones nuevas en su casa de Zahara de los Atunes, en Cádiz, a Javier López de Guereña, inseparable compañero de fatigas durante tantísimos años en salas de conciertos, bares y cafés. Una estaba terminada y la otra no; pero ambas le...
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Raúl Losánez
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