Octave Lapize durante el primer ascenso al Tourmalet, del Tour de Francia, en 1910. Lapize sería el ganador de ese año.
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Está usted loco, Steinès. Completamente loco. O eso, o sigue borracho desde la Nochevieja.
La voz de Henri Desgrange revela más sorpresa que enfado. Frente a él Alphonse Steinès insiste. Piense en la publicidad, en el impacto. El Tour sería aun más grandioso, llegaría a más lugares, tocaría más fronteras.
La conversación, que es quizás una de las más importantes de la historia del ciclismo, tiene lugar el día 3 de enero de 1910, en las oficinas centrales del periódico L´Auto, situadas en el número 10 de Faubourg Montmartre, en el bohemio norte parisino. Si hoy uno pasea por la zona es difícil que se fije en el edificio. Sí que clavará sus ojos en el número 8 de la misma calle, donde aún se alza el conocido teatro Palace, uno de los centros de la cultura parisina más underground desde los años 20. Pero allí, separado del teatro por una tienda de óptica, está el pequeño edificio de cuatro plantas donde se situaba la sede de L´Auto. El lugar donde se tomaron algunas de las decisiones que han ido conformando de la imagen francesa lo que hoy entendemos… Un sitio donde, en aquel día de 1910, el venerable director Desgrange no podía creer lo que le estaban proponiendo.
Piense en la publicidad, Monsieur, recalca Steinès. Y lo hace con conocimiento de causa, porque no es un recién llegado este Alphonse. Al contrario, hombre aventurero, periodista de raza, suya ha sido la mente que estaba detrás de los dos grandes desafíos que hasta ese 1910 ha afrontado el Tour de Francia. Fue él quien convenció al gran patrón Desgrange de que introdujera la montaña en la carrera, en la figura del soberbio Ballon de Alsacia. Y fue él quien solo dos años después, en 1907, rizó el rizo de la Grande Boucle con su maniobra más arriesgada hasta la fecha: el paso de la carrera por las regiones de Lorena y Alsacia. Tierras, en aquel entonces, alemanas, arrebatadas a Francia tras la guerra franco-prusiana de 1870-1871. La joya perdida de la corona republicana. Un foco continuo de conflictos entre las dos naciones apenas ocho antes del comienzo de la Gran Guerra.
Pero Steinès era obstinado, y fue él, en persona, quien llevó las negociaciones con el gobernador alemán de la zona, el conde Ferdinand von Zeppelin (sí, el de los dirigibles), hasta conseguir todos los permisos. En aquella ocasión Steinès se sale con la suya, y contempla, alborozado, cómo las bandas de música locales tocan La Marsellesa al paso del pelotón. Humillación germana, un incidente diplomático que se resuelve con buenas palabras y la prohibición para el Tour de volver a entrar en Alemania, que se levantaría poco después. Steinès, con todo, sonreía. Él siempre, siempre, acababa triunfando.
Pero esto… esto, pensaba Henri Desgrange, el padre del Tour, el director de la carrera, el gran patrón, parecía demasiado. Demasiado hasta para Alphonse. Demasiado hasta para ellos.
A ver si he entendido bien. Usted propone que el Tour de Francia franquee los más afamados pasos pirenaicos, ¿no?, pregunta. Por supuesto, responde Steinès, y vuelve a iniciar su perorata, imagine los periódicos, imagine… Desgrange le interrumpe, cortante. En definitiva, pretende hacer pasar a los corredores por unas rutas que ni siquiera existen, por zonas que llevan a balnearios termales sin mantenimiento, que se abren solo unos pocos meses al año, allí donde solamente se arriesgan a ir pastores con sus rebaños y leñadores. Olvídelo, Steinès, es demasiado arriesgado, todo el mundo teme esas sendas, empezando por los que viven en la zona.
Y sin embargo… sin embargo, el bueno de Alphonse ve ese destello en el fondo de los ojos de Desgrange, ese precisamente, el que le habla de la grandeza, de eternidad, de una ilusión compartida. Y se arriesga, porque sabe la respuesta.
¿Quiere que parta a conocer las rutas?
Desgrange, claro, asiente, como los dos sabían que iba a hacer.
Así que Steinès parte a los Pirineos para comprobar si el Tour puede, efectivamente, transitar por sus grandes pasos. Hasta ese momento la montaña de la carrera se había limitado a repetidas ascensiones al Ballón de Alsacia, al Col de la Republique y al Col de Port, todos ellos obstáculos formidables teniendo en cuenta la preparación, el material y las carreteras de la época, pero que palidecían en la comparación con los colosos pirenaicos.
Y es que Steinès había puesto su mirada en la zona más agreste y salvaje de la cordillera, una que llaman nada menos que El Círculo de la Muerte. Puertos que los lugareños intentan evitar a toda costa, porque en ellos moran lobos que atacan en jaurías los pueblos de montaña en inviernos largos, cuando la comida escasea. Y osos, sobre todo los osos, que siempre dejan, aquí y allá, alguna víctima. Cada año. A veces, incluso, humanas. Allí se va Steinès, y allí quiere mandar a los ciclistas.
Su primera parada es Eaux-Bonnes, estación termal al pie del Col de Aubisque. Allí le cuentan que un turista intentó la semana anterior pasar el puerto montado en un Mercedes. Las consecuencias han sido trágicas, el coche se despeña en la zona de Gourette, el piloto fallece, los del lugar menean la cabeza, “él se lo buscó, hay que estar loco”.
Exactamente la misma frase escucha Steinès al día siguiente en Pau. Allí se entrevista con el ingeniero jefe de Puentes y Caminos de la Sección de los Pirineos Atlánticos. En París os habéis vuelto locos. Desde allí las montañas siempre parecen más bajas, menos peligrosas. Steinès negocia, le promete 5.000 francos con los que pueda acondicionar la ruta desde entonces hasta julio, para que pueda pasar el Tour. El ingeniero acepta. Al final Desgrange solo aprobará una partida de 2.000 francos, así que se mejorarán caminos y cunetas en los pueblos, mientras las crestas de los puertos permanecen igual…
Aún le queda a Alphonse el desafío definitivo, el obstáculo más formidable de los Pirineos, el Col de Tourmalet y sus 2.115 metros de escalada agónica. Llega a Sainte Marie de Campan y entra al bar del pueblo, que es donde siempre hay que ir si uno se quiere enterar de lo que ocurre en la tierra. Todos se callan cuando traspasa la puerta, con su ropa cara y sus modales de señorito. Cesan las cartas, los vasos se apoyan en mesas de madera gastada. Steinès se acerca al dueño, se presenta, le pregunta si podrá subir hoy el Tourmalet. Imposible, le dicen, solamente está abierto a partir de julio. Julio. El Tour… perfecto. Aun con todo desearía que me llevasen lo más arriba que pudiesen, para ver el estado de la carretera. Nadie quiere, nadie se arriesga. Es una locura, un suicidio. Al final un hombre llamado Dupont, vecino de la cercana Bagnères de Bigorre, recoge el desafío. Estáis locos, dicen todos, y vuelven a su partida…
Al ascenso es largo y penoso, por las pendientes, por la carretera, por la sensación de estar subiendo al mismo infierno. A las seis de la tarde un enorme muro de nieve impide el paso al coche. Steinès pregunta, ¿cuánto queda hasta la cima? Unos cuatro kilómetros, le dice Dupont, si el día estuviera despejado podríamos verla desde aquí. Está en ese espacio agorafóbico, especial, que años después verá surgir a la estación invernal de La Mongie. Perfecto, dice el parisino, continuaré andando hasta la cima, será solo un paseo, usted dé un rodeo y recójame en la otra vertiente. Dupont le mira, extrañado. Murmura que no tiene sentido, pero lo hace en voz baja, discretamente. Gente de montaña, gente acostumbrada a no meterse en asuntos ajenos. Solo le hace una indicación. ¿Ve esas pértigas rojas y blancas? Marcan la carretera, sígalas hasta la cima y desde allí empiece a descender. Tienen cuatro metros de altura, así que no creo que lleguen a desaparecer cubiertas por la nieve.
Así que Steinès empieza a caminar de una pértiga a otra, vigoroso al principio, lentamente después, cuando comprueba que sus bonitos zapatos de piel quizás no son lo más adecuado para avanzar sobre la nieve. Reptando a tientas más tarde, cuando la noche cae sobre su él y las últimas pértigas se han perdido enterradas por una nieve que, si lo que le han dicho es cierto, deja el camino más de cuatro metros debajo de él. Está desesperado, pero no pierde los nervios. Franquea el puerto (¿la primera ascensión del Tour al Tourmalet?) de madrugada, titubeando y temblando por el frío, y se lanza alocadamente a un descenso en el que lo único que le importa es sobrevivir. Manos y pies empiezan a dolerle, los mocos helados cuelgan del mostacho como pequeños carámbanos y sabe que, en realidad, no puede detenerse, porque eso sería fatal. Así que, como siempre hace, continúa.
Son más de las cuatro de la mañana cuando ve unas luces a lo lejos. Es el pequeño pueblo de Barèges. Acelera el paso y cuando casi llega a las primeras casas una voz ronca le interroga a lo lejos. “¿Quién va?”, dice. Steinès está tan agotado que no responde. ”¿Quién va?”, repite la voz, más apremiante ahora. “Si no se identifica dispararé”. Steinès saca fuerzas de flaqueza, soy un viajero perdido, vengo de la cima del Tourmalet. El otro le reconoce, todo el pueblo, alertado por el chofer Dupont está buscándole por la montaña, en diferentes batidas. Le llevan a la posada de Madame Lanne-Camy, que prepara un caldo caliente, que dispone un baño templado para que pueda volver a entrar en calor. Los dedos de sus manos, morados por el frío, están insensibles, no puede apenas moverlos, no puede pensar. Exhausto, se deja caer en el barreño. Después recuerda.
Monsieur Lanne-Camy, por favor, dice, llamando al marido de la posadera. ¿Sería tan amable de tomar nota de un telegrama y enviarlo mañana mismo a primera hora? El hombre se extraña, qué puede necesitar aquel viajero sacado del frío que sea tan urgente como para no poder esperar. Pero asiente en silencio, él también escribe en ocasiones crónicas locales para L´Auto, sabe qué tipo de persona es un periodista.
Y entonces Alphonse Steinès dicta el telegrama más memorable de la historia del deporte.
Apunte, por favor: A la atención de Monsieur Desgrange. Franqueado Tourmalet. Stop. Carretera en perfecto estado. Stop. Perfectamente practicable. Stop. Firmado: Steinès.
El Tour de Francia había entrado en una nueva dimensión.
Está usted loco, Steinès. Completamente loco. O eso, o sigue borracho desde la Nochevieja.
La voz de Henri Desgrange revela más sorpresa que enfado. Frente a él Alphonse Steinès insiste. Piense en la publicidad, en el impacto. El Tour sería aun más grandioso, llegaría a más lugares, tocaría...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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