En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
El peso de una huella digital (en el objeto que acaba uno de soltar) es de aproximadamente 50 microgramos —es decir, 50 millonésimas partes de un gramo.
•
Hay en las junglas de América Central una pequeña araña saltarina cuyo nombre científico es Bagheera kiplingi.
Sí, en homenaje a El libro de la selva.
Sí, la pantera estaba ya tomada.
•
En el Medievo, era de uso común persignarse antes de comenzar —uno, dos, tres, cuatro…— a contar en voz alta.
No fuera a ser que al Diablo (andaba siempre agazapado por allí) se le ocurriera hacer la travesura y que, comenzada la serie, nunca pudiera ya uno detenerse.
(Y en otro orden de ideas, advierte Raymond Queneau que de haberse pasado por alto —por una caprichosa omisión— algún número entero entre el 3 y el 4 habría que volver a hacer toooooooooodas las cuentas desde los albores de la humanidad. ¡Uf!)
•
Hará cosa de veinte años, psicólogos infantiles de una reputada universidad de Kansas analizaron, en centenas de horas de grabación, interacciones entre niños pequeños y sus padres. El grupo de estudio comprendía más de 40 familias y cubría todo el espectro socioeconómico. Su seguimiento se desenvolvió desde los nueve meses hasta los tres años de edad. Los investigadores descubrieron que a los hijos de familias acomodadas (hijos de profesionistas con estudios universitarios) se les dirigía una media de 2,153 palabras por hora, a menudo en narrativas elaboradas; para los niños de familias desfavorecidas (familias a veces seguidas por los servicios sociales) la media bajaba a 616 palabras por hora, las más de las veces —¡ay!— en órdenes escuetas tipo “estate quieto”, o “bájate de ahí”.
Para los 4 años, la diferencia acumulada produce genuino vértigo: es de ¡unos 30 millones de palabras!
Los niños en familias de escasos recursos, concluyeron objetivos y distanciados los investigadores, sufrían de una dieta baja en palabras —que redunda en lo que podríamos llamar una desnutrición lingüística, irrecuperable ya una vez pasada tan crucial etapa en el desarrollo. (Añádanse los desalentadores corolarios de rezago en memoria, imaginación, seguridad afectiva y tantos otros consabidos etcéteras.)
A veinte años de distancia, ¿dónde andarán esos desnutridos chicos white trash de las planicies del Midwest?
•
En la página izquierda de una novela rusa, me topo con la ‘risa sardónica’ de algún personaje.
En busca de precisión psicológica, rasco un poco en el diccionario y termino por descubrir la sardonia (del lat. sardonĭa, cosa de Cerdeña), una especie de ranúnculo “de hojas lampiñas, pecioladas las inferiores, con lóbulos obtusos las superiores, y flores cuyos pétalos apenas son más largos que el cáliz; el jugo del Ranunculus sceleratus [Linnæus, 1753], aplicado en los músculos de la cara, produce una contracción que imita la risa”.
Otra fuente, de dudosa autoridad y prosa sin garbo —Wikipedia—, va un paso más lejos: “Si se come o se degusta hace torcer la lengua y los labios hasta llegar a la muerte en una horrible mueca (sic).”
¡Imaginemos tan estremecedora máscara mortuoria!
•
Refiere el Père Moreau, misionero espiritano que hacia 1895 predicaba entre caníbales por las ardientes riberas del Ubangui, la receta de un tremendo manjar que usted y yo —¡ay!— jamás probaremos:
"Cávese una zanja en la tierra de cuarenta centímetros de profundidad por un metro cincuenta de largo. Llénese ésta de hojarasca y préndasele fuego. Deje arder durante doce horas. Sólo entonces acueste la trompa de elefante sobre la ceniza caliente. Cubra con ramas y hojas secas. Préndales lumbre. La trompa debe dejarse ahumar durante veinticuatro horas. Sáquela de la ceniza, retire la piel, y sirva. Es plato exquisito para 40 comensales".
•
El intenso comercio de leche materna en Internet alberga un curioso nicho de compradores sociológicamente muy bien delimitado: los físico-culturistas de la Costa Oeste de los Estados Unidos. Pagan precios altísimos operando bajo la creencia —real o figurada, a saber— de que beber leche materna les ayuda a ganar masa muscular.
Y sí, el neoliberalismo ofrece a la buena emprendedora aberrantes oportunidades para salir de pobre.
•
Rico en representaciones culturales pero de trabajosa identificación taxonómica, el Petrel de las Tormentas, ave de alta mar, sigue a los barcos lejos, muy lejos, lejísimos de las costas.
Tanto aceite tiene su cuerpo que los marineros de antaño solían atrapar alguno, decapitarlo, insertar en el palpitante agujero una bolita de estopa embreada, echarle lumbre, y colgar la avezuela en una percha. Punto de luz en la dilatada noche marina, el petrel hacía de linterna natural. Sobre cubierta, un trémulo círculo de claridad, de lo más apropiado para echar las tabas o empecinarse con los dados hasta el golpe de suerte.
•
Las farolas públicas que durante casi un siglo —hasta 1890— iluminaron por la noche calles, callejas y callejones de la Ciudad de México quemaban… aceite de nabo.
Luz de ¿¿¿aceite de nabo???
¿De veras?
•
Cercada por tropas enemigas y sin aviones que puedan reavituallarla desde el aire (corre el annus horribilis de 1942), una compañía del Ejército Rojo se ve forzada a hacer frente a las tenazas del hambre con soluciones altamente creativas: los soldados soviéticos tuvieron que limarles los cascos a las tiesas patas de los caballos muertos. Del áspero polvo y de un poco de agua se obtenía un unto grisáceo, pastoso, que permitía aplacar el hambre y engañar, un par de días más, a la muerte.
•
En las cálidas aguas
del archipiélago Fernando de Noronha
vive una familia de delfines (Stenella longirostris)
que ¡sabe jugar al ‘que te pillo’!
Por mi madre.
Y en la desaforada, gozosa, interminable partida,
la entera tarde azul
se les va
jugando
—como pide Joyce—
till their bodies glow.
El peso de una huella digital (en el objeto que acaba uno de soltar) es de aproximadamente 50 microgramos —es decir, 50 millonésimas partes de un gramo.
•
Hay en las junglas de América Central una pequeña araña saltarina cuyo nombre científico es...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí