Análisis
El neoliberalismo ha muerto, ¡larga vida al neoliberalismo!
Los eslóganes neoliberales --’Mejor un Estado fuerte que un Estado grande’, ‘Bajando los impuestos se recauda más’… -- perdieron hace décadas su validez teórica pero forman un discurso poderoso capaz de modificar la política económica
José Moisés Martín Carretero 15/07/2015
La primera ministra del Reino Unido desde 1979 a 1990, Margaret Thatcher, en una imagen de archivo .
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En marzo de 2011, Olivier Blanchard, un magnífico economista y por aquel entonces economista jefe del Fondo Monetario Internacional, organizó en Washington una reunión con algunos de los principales especialistas mundiales. Llamó a su reunión Políticas macro y de crecimiento a la luz de la crisis. El encuentro se ha repetido desde entonces otras dos veces, pasando a denominarse Repensando la política macro. En los mismos, personalidades del mundo de la economía como Stiglitz, Roubini, Turner, Ellen, Dervis, Robert Solow, Schiller, Spence o Rodrik han debatido sobre las paradojas e incongruencias existentes entre la teoría económica y la realidad de la crisis, obteniendo muy jugosas conclusiones aplicables a la política macro de los países desarrollados y también de los emergentes.
El ejercicio no ha sido único. El multimillonario, especulador y filántropo George Soros organizó en 2010 el Instituto para el nuevo Pensamiento Económico, con la idea de fortalecer la visión pluralista de la ciencia económica y permitir nuevas investigaciones y trabajos que ampliaran el campo de visión de la economía como disciplina. De manera más humilde, otros grupos han presentado iniciativas con menos medios y alcance, pero igualmente interesantes, para abrir el debate a nuevas formas de entender la economía. Podemos decir que entre 2008 y 2015 han cambiado muchas cosas en torno a la visión que la economía como disciplina ofrece sobre la política económica y la sociedad. Sabemos más de las crisis financieras, de cómo prevenirlas y tratarlas, sabemos más de la gestión de la demanda agregada y de las fallas en las expectativas de los actores, sabemos más de cómo tratar episodios largos de deflación. Sabemos que la austeridad a ultranza es una mala medicina y suele ser contraproducente, y sabemos que una política de crecimiento a largo plazo necesita del concurso de las instituciones públicas.
Muchas de estas conclusiones no han sido fruto de descubrimientos de última hora. El tan aclamado Consenso de Washington, de tan infausto recuerdo para los países latinoamericanos y africanos, estaba ya parcialmente desacreditado cuando llegó la crisis. Los dos últimos economistas jefe del Banco Mundial, Justin Yifu Lin y Kaushik Basu son declarados críticos de una visión reduccionista de la economía y del papel de los mercados. El propio Stiglitz saltó a la fama internacional tras ser nombrado economista jefe del Banco Mundial en el año 1997. En la academia, y tras el auge de la nueva macroeconomía clásica de Lucas y Barro, hace ya más de una década que la nueva macroeconomía keynesiana ocupa la centralidad del debate económico, con sus aciertos y sus errores.
En las políticas prácticas también es difícil afirmar la pervivencia del neoliberalismo. Si miramos el tamaño de los Estados occidentales, el gasto público no ha sufrido un recorte demasiado significativo. El tamaño del gasto público norteamericano es hoy mayor que en 1980, a las puertas de la revolución de Reagan. En el Reino Unido, tras varios años de recortes del Gobierno de Cameron, sigue estando por encima de las cifras en las que lo dejó Thatcher en 1990. Los únicos países donde ha habido un recorte sustancial del gasto público en los últimos veinte años han sido Suecia y Alemania. El promedio de reducción del gasto público entre 1995 y 2015 en las economías desarrolladas es de 1,5 puntos porcentuales sobre el PIB. Es difícil alegar, por lo tanto, que ha habido una retirada masiva del Estado de la economía. De hecho, en 2014, en la Unión Europea, casi uno de cada dos euros era gastado por el Estado. Subsisten con fuerza sus efectos en los ámbitos de las privatizaciones y la desregulación financiera y de mercados, que, aunque han sido también contestados en los últimos años, mantienen las tendencias previas sin que se haya revertido, de momento, la tendencia.
¿Ha muerto, por lo tanto, el neoliberalismo? ¿Tiene sentido seguir utilizando ese término en el que nadie se reconoce --no conozco a nadie que se llame a sí mismo neoliberal-- y que cada vez se usa más como un descalificativo que como un adjetivo descriptivo? En el ámbito de la economía como disciplina, el “neoliberalismo” hace tiempo que dejó de tener sentido. Pero… ¿y en la política? Depende.
En realidad, lo que hoy llamamos “neoliberalismo” no es sino una serie de eslóganes generalizados en los años ochenta y noventa y que se han cristalizado como saber popular, sin tener ninguna base teórica que los sustente: mejor un Estado fuerte que un Estado grande, bajando los impuestos se recauda más, el dinero mejor en los bolsillos de los ciudadanos, la mejor política social es crear empleo, no se puede vivir por encima de tus posibilidades, el empleo lo crean los empresarios, las ineficiencias del Estado son tales que ahorraríamos miles de millones de euros con unas pocas medidas, la política industrial es un nido de corrupción, etcétera. La lista es interminable.
El grave problema que atañe a estos eslóganes es que son simplificaciones de ideas económicas que hace décadas que perdieron su validez teórica y empírica, pero que perviven formando un discurso coherente, muy poderoso, tanto que es capaz de modificar las percepciones de la política económica, y que tiene sobre sí el aura de la respetabilidad, de manera que cuestionarlos sitúa automáticamente al que lo hace en el lado de la gente “poco seria”. George Lakoff escribió hace años sobre la supremacía del pensamiento conservador a través del establecimiento de frames, tan queridos por los especialistas de marketing político. Haríamos mal en subestimar el poder de este marco discursivo, alimentado desde la ideología y amplificado por medios de comunicación y opinadores varios, especialistas en retorcer los hechos económicos hasta límites insospechados.
Que el neoliberalismo se haya despojado de cualquier pretensión de contrastación empírica no es, ni mucho menos, señal de debilidad. Al convertirse en un cascarón vacío ajeno a cualquier principio científico, se ha convertido en una doctrina indemostrable, y, como diría Karl Popper, no falsable, esto es, que sus principios no son contrastables con la realidad. El neoliberalismo ha dejado de ser una corriente de pensamiento para convertirse en la peor versión de una ideología. Y como tal, se ha convertido en inmune a la realidad. Esa es, precisamente, hoy, su fortaleza.
El neoliberalismo ha dejado de ser una corriente de pensamiento para convertirse en la peor versión de una ideología. Y como tal, se ha convertido en inmune a la realidad. Esa es, precisamente, hoy, su fortaleza.
Entre 2009 y 2015 son innumerables los estudios empíricos que han analizado las consecuencias de la austeridad y sus perniciosos efectos. La austeridad no ha logrado ninguno de sus objetivos económicos y ha supuesto un incalculable coste social y político. Desde los centros de análisis económico y social más prestigiosos del mundo, como Bruegel, el European Center for Economic Policy Reform, el Peterson Institute for International Economics, o incluso en España la polémica Fundación de Estudios de Economía Aplicada --FEDEA-- se repiten comentarios, cálculos y evidencias empíricas que demuestran los magros resultados de las políticas de ajuste, y su debilidad estructural. Nada de esto ha hecho variar el rumbo de la política económica de la Unión Europea. Más bien al contrario, pese al clamor por la necesidad de revisar en profundidad los principios subyacentes, la Unión Europea ha consolidado un corpus de política económica discutible y que consideran inmune al libre examen que debería acompañar cualquier conjunto de políticas públicas.
Luchar contra una doctrina así es muy difícil. No ayuda, desde luego, caracterizar de “neoliberal” todo lo que no nos gusta. Cuando todo es “neoliberal”, es difícil distinguir el trigo de la paja. Y hoy más que nunca es imprescindible realizar ese ejercicio. Debemos ser capaces de distinguir entre aquellos enfoques y propuestas que no nos gustan pero que tienen una base intelectual sólida de aquello que sólo es humo o discurso vacío. Sólo de esta manera podremos desenmascarar el uso abusivo y políticamente interesado de determinados esquemas de política económica que nada tienen que ver ya con la realidad.
Decía Keynes que más difícil que aceptar ideas nuevas es despojarse de las antiguas. El neoliberalismo se aferra pegajosamente a nuestro debate público y a nuestra forma de entender la política económica y social, y tendremos que redoblar el esfuerzo intelectual para, si no eliminarlo del mismo, al menos ser capaces de situarlo donde le corresponde: en el cajón de ideas como la astrología, la homeopatía o la hipótesis del diseño inteligente.
En marzo de 2011, Olivier Blanchard, un magnífico economista y por aquel entonces economista jefe del Fondo Monetario Internacional, organizó en Washington una reunión con algunos de los principales especialistas mundiales. Llamó a su reunión...
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José Moisés Martín Carretero
Economista y consultor internacional. Dirijo una firma de consultoría especializada en desarrollo económico y social. Miembro de Economistas frente a la Crisis. Autor de España 20130: Gobernar el futuro. Autor de España 2030: Gobernar el Futuro.
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