El Descontexto
Bastardos de la verdad
27/07/2015
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Nos lo repitieron de pequeños y nos lo creímos. Los esquimales tienen más palabras para la nieve que nosotros, seres de secano. Y aunque no era verdad, el ejemplo servía para explicar cómo adaptamos el lenguaje a nuestra vida. Por eso los japoneses inventaron un vocablo para los libros que se acumulan en las mesillas de noche, en los pasillos, junto a los sofás. Tsundoku. Nosotros, que no apilamos libros, tenemos otros hallazgos del vocabulario: de siesta a duende, de sobremesa a rayarse. Pero nos falta un neologismo para el feo vicio de acumular noticias. Lo hacemos mucho los periodistas: sobreponemos una sobre otra y sobre otra más. Convertimos la realidad en un torreón inestable de declaraciones y contra-declaraciones que siempre está a punto de caérsenos encima. Y cuando tenemos que volver al origen de todo, a la primera pregunta que nos trajo hasta aquí, a la definitiva, hay demasiada quincalla textual que retirar.
Lo saben bien los políticos. Expertos en lapidarnos con su retórica de la nada. Maestros en el arte de la sepultación de lo evidente por amontonamiento de la nimiedad. Será por eso que nuestro trabajo se parece tanto a escarbar, a cavar entre pilas de comunicados de prensa, filtraciones interesadas, susurros espurios y otros hijos bastardos de la verdad. Pero a veces nos falla la pala. O la brújula. Y terminamos cavando en dirección contraria. Y se nos olvida dónde comenzó la pila de noticias y por qué fue titular el primer titular.
Por eso seguimos años después regodeándonos con la “indemnización en diferido” de María Dolores de Cospedal –que ahora se llama Cospedal sin el de tan de la Casta. Nos reímos displicentes recordando una rueda de prensa como de los Hermanos Marx. Pero no queremos entender que quienes salieron indemnes del laberinto fueron los que acuñaron un galimatías imposible para darle cuerpo a un despido, el de Bárcenas, que nunca fue. Porque hasta que la Secretaria General se plantó ante los medios para explicar lo inexplicable, la primera piedra de aquella noticia era la relación del tesorero con el PP.
Queríamos saber aquel día si LB había seguido trabajando para el partido cuando los escándalos de la financiación ya habían obligado a apearlo como senador. Si había mantenido su trajín de sobres y sus primorosos cuadernos de contabilidad desde un despacho en Génova 13 que nunca terminaba de desalojar. Si, como en el chiste de Gila, el hombre de pelo blanco recorría los pasillos de la sede entonando “alguien ha pagado a alguien” en amenazadora reminiscencia de los días gloriosos en los que repartía billetes entre la parroquia popular. En definitiva, si Luis Bárcenas, repudiado en público, seguía a sueldo del PP. Y por qué le pagaban doscientos mil al año si decían haberle despedido en 2010. Así es más fácil ser fuerte, Luis.
Y entonces, un día de febrero, Cospedal balbuceó. Su subconsciente tomó las riendas y entre titubeos y deslices se le coló la palabra maldita: simulación. Quizá porque rima con indemnización. O quizá porque el despido de Bárcenas había sido una gran farsa. Contestar por qué le trataban como si estuviera en nómina si ya no trabajaba allí era la cuadratura del círculo. Y a Cospedal no le cuadró ni el círculo ni el balance. Pero hizo algo más difícil, probablemente sin querer: tejer una gran red y desplegarla ante nosotros como una alfombra. Los periodistas nos quedaríamos deslumbrados por su giro desafortunado. La indemnización en diferido se nos pegó al teclado. Lo repetiríamos en artículos, en editoriales, en entradillas, en tertulias. Y apilando explicaciones y análisis, noticias y columnas se nos acabaría por olvidar lo fundamental: ¿seguía trabajando Bárcenas para el PP cuando en público ya le llamaban ese señor? Tan efectiva fue la maraña que no lo hemos olvidado ahora, cuando contamos entre inocentes y amnésicos que el extesorero no va a ser readmitido como trabajador de Génova. Pequeño detalle: al principio de los tiempos, no discutíamos su despido improcedente sino la improcedencia política de su permanencia.
Un día comprenderemos que no fue la Secretaria General la que se había enredado en las palabras. Éramos nosotros los que habíamos tropezado. Nosotros con nuestra pala, la pobre herramienta con la que no fuimos capaces de llegar al corazón de la verdad aunque llegó a sonar como si la hubiéramos tocado con la punta.
Ésta es la palabra que deberíamos inventar los periodistas. La que define ese momento terrible en el que a punto de revelar lo esencial dejamos que nos desorienten. Un reverso del eureka. Un maleficio entre el olvido y la imantación. Aunque quizá nos valga con una expresión clásica y sencilla para la que no hemos sabido encontrar el antídoto.
Intoxicación.
Nos lo repitieron de pequeños y nos lo creímos. Los esquimales tienen más palabras para la nieve que nosotros, seres de secano. Y aunque no era verdad, el ejemplo servía para explicar cómo adaptamos el lenguaje a nuestra vida. Por eso los japoneses inventaron un vocablo para los libros que se acumulan en las...
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