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Desde la primera vez que fui al extranjero me gusta ser extranjero. Ser extranjero determina una especie de orfandad voluntaria en la que, al menos en apariencia, no se saben las convenciones, se mira de refilón y se pregunta por todo, incluso por detalles que a ellos les parecen elementales. Implica convertirte en alguien al que se ningunea en todos lados, en tu nuevo hogar —tú no entenderás, claro, como eres forastero—, y en el viejo, cuando se regresa a casa. Siempre con la misma letanía: "Tú, como vives fuera, ya no sabes de qué va esto". Supone habitar un lugar con normas diferentes a las que hay que adaptarse, lo que incluye, también, casi sin darse cuenta, revisar las estáticas reglas de tu propio país. Ser extranjero significa tener buena memoria, lavarse todos los días el pelo de la dehesa, protegerse contra el cinismo condescendiente y entender que tu lado es el otro lado.
En mi primer viaje adolescente al exterior llegué a París de madrugada cargado de caspa posfranquista y literatura. Imaginaba que cuando amaneciera, un camarero con delantal blanco hasta los pies llevaría croissants a mi mesa del Café de Flore, luego encontraría a la Maga cruzando el Pont des Arts en bicicleta y por la noche escucharía un cuarteto de jazz en una cueva del barrio latino. Demasiado lastre, menos mal que llevaba poco equipaje. En realidad estaba solo caminando por las calles, había sido expulsado de la sala de espera de una estación ferroviaria, hacía frío, y no tenía donde acudir. Acabé desembocando en Notre-Dame y durante unos minutos, quizá una hora, saludé al Sena con la única compañía de Carlomagno y me sentí dueño de la ciudad. Cuando empezó a amanecer y pasó el primer peatón, una oficinista medio dormida —todavía la recuerdo—, no sólo me pareció equiparable a mi adorada Jean Seberg de Au bout de souffle, sino que ni siquiera recordé que tampoco ella era francesa. Después, en la primera cita con legítimas parisinas, por cierto, mucho más troskas que yo e infinitamente mejor vestidas, comparé su desenvoltura —su estilo— con el mío y concluí que yo no era el moderno que suponía según la elemental clasificación española de la época (fachas y progres), sino algo diferente y cercano a mi mayor temor, un paleto.
En la primera cita con legítimas parisinas, por cierto, mucho más troskas que yo e infinitamente mejor vestidas, comparé su desenvoltura —su estilo— con el mío y concluí que yo no era el moderno que suponía según la elemental clasificación española de la época (fachas y progres), sino algo diferente y cercano a mi mayor temor, un paleto.
Tardé bastante tiempo en irme a vivir afuera y entender que lo que había visto hasta entonces del extranjero lo había hecho con ojos de turista, es decir, no me había enterado de nada. Para entonces tenía nostalgia de la determinación adolescente de mi primera escapada que me había obligado a ver y leer todo lo “imprescindible” y trataba de vencer el verdadero lastre de la mayoría de los españoles, el pudor. O mejor dicho, la vergüenza, el temor al ridículo.
He sido extranjero en dos continentes. En ambos traté de desentenderme de dos pestes, los nacionalistas locales, tan iguales siempre, a los que, desde que vi a Kevin Kline en Un pez llamado Wanda, evoco con la misma imagen, olfateándose el perfume de las axilas para darse marcha. La otra peste son los españoles rancios que se pasan el día hablando del jamón ibérico y comparando la calidad de los trenes y aeropuertos. En Europa confirmé que no era nadie, un intruso más. Y descubrí también ciertos valores propios que no había sospechado, como el ritmo y el orden. De hecho, estoy casi seguro de que si no fuera de aquí, me encantaría España. Todavía más.
En América Latina me trataron con el respeto que dan a los de fuera, quizás porque todos sus dirigentes necesitaron vivir en el exterior para descubrir que eran latinoamericanos. Eso me hizo caer en la cuenta de dos asuntos importantes. Primero, los países americanos mostraban otra versión de la historia de mi país que nunca me habían explicado bien y que, a menudo, era más interesante. Una versión sin la cual es imposible comprender el verdadero significado de nuestra identidad. El segundo es su correlato lógico, no vivía en el extranjero para conocer lo ajeno, sino para tratar de entenderme mejor a mí y a los míos.
Ahora anoto estos apuntes porteños en una ciudad obsesionada con parecerse a otras y que sigue sin calibrar su mayor cualidad, la semejanza consigo misma. Pero no me altero. He aprendido que el extranjero es un lugar donde uno nunca está conforme. Un lugar cuya peor desventaja, no poder abrazar a los que quieres, se compensa con la obligación de estar en comunicación permanente con la patria chica y, por cierto, en algunas ocasiones, enterarte de sus novedades antes que ellos.
Vivir fuera significa mirar desde fuera, me repito. Siempre, lo que pasa en tu tierra y lo que pasa fuera.
De modo que, a estas alturas, a lo que uno aspira es a ser extranjero en Madrid.
Desde la primera vez que fui al extranjero me gusta ser extranjero. Ser extranjero determina una especie de orfandad voluntaria en la que, al menos en apariencia, no se saben las convenciones, se mira de refilón y se pregunta por todo, incluso por detalles que a ellos les parecen elementales. Implica...
Autor >
Pedro Jesús Fernández
Pedro Jesús Fernández, madrileño de Albacete, vive en Buenos Aires por los mismos azares que antes le hicieron recalar en México DF y Roma. Escribe artículos ligeros en CTXT, El País y otros medios. También, a veces, con constancia pero sin prisa, dedica su tiempo a otros menesteres literarios, y de tarde en tarde, pinta acuarelas.
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