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Disponer de un objetivo en la vida suele ser considerado una cualidad. Esta recomendación tiene la desventaja de que el propósito puede cumplirse y transformarse en un problema. Es el caso de David Alleno, un inmigrante italiano, sepulturero del Cementerio de la Recoleta de Buenos Aires - allí amablemente le llaman cuidador-, que, hacía 1915, se obsesionó por ser enterrado en el recinto donde trabajaba. Un proyecto, entonces como ahora, casi imposible, no sólo porque había que comprar un costoso lote y conseguir que un arquitecto firmara un proyecto de tumba acorde con el estilo ecléctico y rimbombante del resto de panteones, sino por la dificultad de ser aceptado por una junta que, entonces como ahora, era clasista hasta la médula. Basta visitar el panteón de la familia Sáenz Valiente, quienes, como premio a la fidelidad de su sirvienta, Catalina Dogan, tuvieron la deferencia de permitirle reposar en el mismo lugar de sus amos, ahora bien, fuera de la bóveda, en una simple sepultura, manteniendo la mismas distancias. David Alleno y su hermano Juan, administrativo en las oficinas del cementerio, afrontaron las dificultades con "viveza porteña", es decir, falsificaron los trámites del permiso de admisión y el proyecto. El hermano cumplió incluso con sorna, su firma figura como autor del panteón. Por su parte, David se privó de todo para pagar el terreno y la construcción. Después viajó a Génova para encargar su retrato en mármol y se instaló con la escultura en la bodega de un carguero hasta su llegada a Buenos Aires. El altorrelieve, de cuerpo entero, muestra a un joven de cara amable, vestido con traje y corbata de lazo; a sus pies, los utensilios de trabajo, la escoba, el plumero y la regadera. Una vez cumplido su objetivo, David pasó los días mirando con ansia la tumba que había diseñado hasta que una tarde, claro, se suicidó. No le quedaba nada que anhelar.
El Cementerio de la Recoleta es extraño. Para empezar es pequeño y está en una plaza muy visitada, enfrente de los bares y terrazas más populares del barrio, al lado de una iglesia neocolonial y un centro comercial de muebles de diseño. Desde arriba tiene algo de zoco árabe por la estrechez de los pasillos y el abigarrado conjunto de pequeñas cúpulas. Al pie, paseando, la sucesión de panteones le deja a uno con la sensación de que fueron construidos por millonarios que creían que la piedra y el mármol eran el colmo de la elegancia. Hay tumbas muy divertidas. Por ejemplo, la de un gobernador que mandó una carta a los diarios comunicando a los acreedores de su mujer que no pensaba hacerse cargo de sus deudas. Su esposa Tiburcia decidió no volver a hablarle y durante 21 años convivieron en silencio, despreciándose mutuamente, si bien mantuvieron las formas. Cuando él murió, ella mandó construir un monumento en el que representó a su marido sentado en un sillón mirando hacia el sur. La venganza llegó quince años después, cuando, ella, como última voluntad, pidió que su busto fuera colocado de espaldas a él. Así siguen, dándose la espalda.
Una de las esculturas más lánguidas, la única de cuerpo entero realizada íntegramente en mármol de Milán, representa a una joven que sujeta con la mano la reja de la bóveda, como si estuviera tratando de abrir el picaporte de una puerta. Se trata de Rufina Cambaceres, hija de una italiana, Luisa Baccichi, y del escritor Eugenio Cambaceres, quienes fueron repudiados por la alta sociedad a causa del anterior oficio de ella, digamos, "bailarina". Ya viuda, la bella Luisa era célebre por las fiestas que organizaba. Cuando finalizaba una de las mejores, la del cumpleaños número 19 de Rufina, toda la casa escuchó el grito de una de las mucamas, Luisa corrió a la habitación de Rufina y la encontró tendida sobre una alfombra, rígida, muerta. Un médico confirmó que había sido un síncope. La causa, oficialmente un misterio, era comentada por todo Buenos Aires unas horas después, una amiga acababa de probarle que quien creía su impoluto novio era también el amante de su madre; alguien que, por cierto, acabó siendo único presidente soltero que ha tenido la Argentina, don Hipólito Yrigoyen; un caballero que, unos años después, para completar la historia, tuvo un hijo con la alegre viuda de Cambaceres. No acaba aquí el folletón. Al día siguiente del sincope sepultan a Rufina en la Recoleta y quince horas después el cuidador del panteón se presenta con el anuncio de que el ataúd está abierto, la tapa rota y Rufina por los suelos. La versión oficial sugiere un robo, ya que la niña había sido enterrada con sus mejores joyas, pero nuestra viuda vivió el resto de su vida torturada por la convicción de que su hija había sufrido un ataque de catalepsia y había sido sepultada viva. Al despertar, habría conseguido salir del féretro y romper la lapida, pero el obstáculo final de la puerta cerrada de la bóveda le produjo el ataque de corazón definitivo. De ahí que mandara realizar una estatua que la representa abriendo la puerta del panteón. Esto ocurría en 1902. El pánico a ser enterrado vivo era un temor generalizado. De hecho, el dueño de uno de los negocios más florecientes de la época -Gath y Chaves- ideó un mecanismo hidráulico dentro de su ataúd para que se abriera al menor movimiento. Dicen que murió con sosiego, con la certeza de haber muerto, y que se acomodó con facilidad, había verificado su efectividad decenas de veces antes de ocuparlo.
Disponer de un objetivo en la vida suele ser considerado una cualidad. Esta recomendación tiene la desventaja de que el propósito puede cumplirse y transformarse en un problema. Es el caso de David Alleno, un inmigrante italiano, sepulturero del Cementerio de la Recoleta de Buenos Aires - allí...
Autor >
Pedro Jesús Fernández
Pedro Jesús Fernández, madrileño de Albacete, vive en Buenos Aires por los mismos azares que antes le hicieron recalar en México DF y Roma. Escribe artículos ligeros en CTXT, El País y otros medios. También, a veces, con constancia pero sin prisa, dedica su tiempo a otros menesteres literarios, y de tarde en tarde, pinta acuarelas.
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