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Fui a Montevideo desde Buenos Aires por un asunto de trabajo y me aconsejaron alojarme en el Esplendor, a tres cuadras de la rambla, un viejo hotel renovado hacía muy poco. Apenas me instalé, subí a tomar una copa en el bar de la terraza. Llegaba una brisa suave de la playa y el camarero era discreto; no pedía más, mi habitación, la 107, parecía impecable. Caí rendido hasta que me despertó un susurro en mitad de la noche, una especie de lamento. No pude seguir durmiendo. Por la mañana, mi cara insomne debió delatarme y, en la terraza, el gerente, un hombre alto y flaco, completamente calvo, me preguntó si había descansado bien. Le conté lo que había ocurrido. “Es curioso —comentó—, antes de la rehabilitación el hotel se llamaba Cervantes y otro escritor escribió una historia extraña, parecida a la suya. A él le despertaron en la madrugada los llantos velados de un niño pequeño y también la voz de una mujer calmándole. Así noche tras noche. El huésped averiguó que no había ningún niño, sólo la mujer. Una madrugada decidió intervenir y se puso en cuclillas delante de una puerta que comunicaba ambos cuartos para imitar en falsete el sollozo que venía del otro lado. Todo muy suave. Se hizo el silencio y al rato se oyó un quejido seco seguido de un gimoteo entrecortado. Por la mañana, cuando el huésped salía para el trabajo se encontró la puerta del ascensor medio tapada por varias maletas; abajo, en recepción, le informaron de que eran de su vecina: se va así de golpe, le dijeron, después de tanto tiempo. Aunque el huésped no respondió, se sintió mal, tenía que haberse marchado él, tampoco había querido echarla. Después decidió que le daba igual, mejor que se fueran la mujer y su hijo imaginario. Pero por la noche volvió a oír los lamentos del niño tras la puerta condenada”.
Era bastante. Decidí cambiar de hotel. Pagué la cuenta, pedí un taxi y, antes de salir, pregunté por un lugar tranquilo. “Le aconsejaría la Alhambra, pero después de su experiencia…”. “No entiendo”. “Hoy —dijo el gerente, quitándose las gafas doradas—, el hotel está ocupado por un congreso de ventrílocuos. Voy a ver si le consigo en el Nogaro, tiene lindos cuartos pardos”. Y tras una pausa. “Queda una habitación vacía, ¿se la reservo?”. “Sí, hágalo”. Trabajé toda la jornada; por la tarde, para alargar el tiempo, entré en la librería A Puro Verso y, distraídamente, me puse a ojear un librito de cuentos de otro escritor argentino, un tal Bioy. Conforme leía mudé el gesto. Contaba la historia de un viajero que se duerme tranquilamente en su hotel hasta que le despiertan los gemidos de placer de una voz femenina en el cuarto de al lado. Sexo joven, persuasivo, contundente. La mujer repite te juro te juro te juro te juro y el viajero la imagina peruana, morena y cálida. Toda la noche las mismas letanías; la voz de él muy débil, casi imperceptible. Al día siguiente trata de agotarse con el trabajo para caer rendido en la cama, pero en la madrugada se renueva el ritual de sexo de la habitación contigua. El rumor de los cuerpos en la cama, los tenues gruñidos masculinos y a ella murmurando me muero me muero me muero me muero. A las 7,30 de la mañana suena el despertador en el otro cuarto; él, completamente desvelado, les oye levantarse y, medio trastabillando, se pone los pantalones, necesita ver a esa mujer. No puede escaparse. Se acerca a la puerta, la abre un poco y vigila. De la habitación sólo sale un viejecito como de cien años. Cuando el viejo se marcha, llama a la puerta, ya se le ocurrirá qué preguntarle. Nadie responde, gira el picaporte y entra. Vacía. Baja y pregunta en recepción: ¿Cómo se llamaba el señor de la habitación contigua? Consultan libros y responden: Merlín.
No llegué a dormir en el Nogaro. Por la noche salía un barco de regreso a Buenos Aires, un viejo vapor al que llamaban, quizá irónicamente, de la carrera.
Pedro Jesús Fernández es escritor, autor de Peón de Rey (Alfaguara, 1998) y Tela de juicio (Alfaguara, 2000)
Fui a Montevideo desde Buenos Aires por un asunto de trabajo y me aconsejaron alojarme en el Esplendor, a tres cuadras de la rambla, un viejo hotel renovado hacía muy poco. Apenas me instalé, subí a tomar una copa en el bar de la terraza. Llegaba una brisa suave de la playa y el camarero era discreto;...
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Pedro Jesús Fernández
Pedro Jesús Fernández, madrileño de Albacete, vive en Buenos Aires por los mismos azares que antes le hicieron recalar en México DF y Roma. Escribe artículos ligeros en CTXT, El País y otros medios. También, a veces, con constancia pero sin prisa, dedica su tiempo a otros menesteres literarios, y de tarde en tarde, pinta acuarelas.
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