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El reciente estreno de la película Everest, que pone su acento en los dramáticos sucesos acaecidos en la montaña más alta de la tierra durante el año 1996, ha vuelto a manifestar la fascinación que ejerce ese pico sobre el ser humano. Pero, más aún, parece haber sacado del cajón de los recuerdos no solo unos días extremadamente trágicos, sino también una serie de preguntas que el alpinismo (especialmente el himalayismo) tiene aún pendiente contestar. Una historia de ambición, de poder, de dinero. Una historia, incluso, con toques de sexo (los sherpas estaban ese año intranquilos, porque uno de ellos mantenía una relación con una escaladora y el resto temían que la Diosa Montaña les castigase por su impiedad). Puro Hollywood…
Veamos, en primer lugar, los hechos. La primavera de 1996 se cobró en el techo del mundo la vida de doce personas, el peor año desde los primeros intentos de ascensión allá por los veinte del pasado siglo. Buena parte de esa dramática estadística vino de sendas expediciones comerciales, una neozelandesa y otra estadounidense, comandadas, a su vez, por dos montañeros experimentados y de grandes capacidades: Rob Hall y Scott Fisher. Un completo equipo, todas las facilidades en forma de cuerdas fijas y apoyo de sherpas, y la participación de algunos de los mejores escaladores del mundo en calidad de guías completaban esas expediciones, cuyo objetivo principal era poner el mayor número de clientes (sí, clientes) en el cénit del planeta. El resultado final fue un saldo nefasto que aún no ha podido ser olvidado.
Tantas existencias segadas, incluso algunos de los supervivientes quedaron lesionados de por vida. Beck Weathers, un patólogo de Texas, vio cómo le amputaban el brazo derecho y varios dedos de otras extremidades, además de haber perdido la nariz… Tantas vidas truncadas y, de fondo, sendas reflexiones que aún quedan pendientes. Ambas están muy, muy presentes, en los primeros libros que sobre la tragedia se escribieron y que sirven, a su vez, de base argumental para el reciente filme. Hablamos de la obra de Jon Krakauer Mal de altura (aunque resulta mucho más intimidante, y descriptiva, en su título inglés: Into Thin Air), y The Climb, escrito por G. Weston de Walt y el alpinista Anatoli Boukreev. Los dos, Boukreev y Krakauer, vivieron en primera persona los sucesos que narran…
Expediciones comerciales y uso del oxígeno. Eso son los elementos básicos para comprender la tragedia. Eso es lo que, con el paso del tiempo, ha acabado convirtiendo al Everest en una pieza codiciada por todo tipo de personas, no solo alpinistas, en lugar de la frontera definitiva que algunos como Boukreev querían ver. Gracias a las expediciones comerciales casi cualquier persona puede ir al Himalaya y probar suerte con el coloso (cualquiera que pueda pagar la carísima inscripción, claro). Nada que objetar, en principio, a esta práctica, aunque pueda arrastrar consigo una parte de la visión romántica que algunos tienen (tenemos) sobre la montaña. El problema es que el concepto “comercial” acaba invadiéndolo todo. En pocas palabras, si una empresa consigue llevar a más de sus clientes a la cima eso será fantástica publicidad de cara a los años siguientes, con lo que las ganancias se multiplican. Más aún, cuanto peor preparado parezca el escalador/cliente que llega vencedor al tercer polo, cuanto más inexperto y poco avezado con el material, mejor será la impresión que dé la compañía. “Vedlo todos, podemos llevar a cualquiera a la cima del mundo, siempre que tenga un mínimo de condición física”, dicen que decía Hall. Su pique con Scott Fisher por morder la porción más grande de esa tarta puede ser una de las causas que están detrás de la tragedia de 1996.
Y es que la proliferación de expediciones comerciales, la mercantilización del Everest, la erección de la vieja cima como mito que todos quieren alcanzar, alcanzó en aquellos tiempos proporciones grotescas. El Everest no es, de hecho, una montaña especialmente hermosa (demasiado achatada en sus costados, demasiado poco piramidal) pero alcanzar el lugar más alto del planeta llegó a convertirse en el sueño de muchas personas que querían hacer exhibición de su proeza como si de una conquista social más se tratase. Y por el camino se perdieron valores propios de la montaña, como la solidaridad entre expediciones. Durante los sucesos de 1996 sendas cordadas sudafricanas y taiwanesas se mostraron individualistas en este sentido, obstaculizando el avance de los demás y negándose a colaborar posteriormente en las (agónicas) labores de rescate…
La propia actuación de los guías y los jefes de expedición tampoco estuvieron a la altura. En primer lugar por permitir el acceso a una escalada tan complicada a personas sin las facultades necesarias para acometerlas. Se dice frecuentemente que el Everest no es especialmente difícil, lo cual es cierto… pero solo desde un punto de vista del alpinismo. Es decir, no es un obstáculo infranqueable para quien tenga experiencia suficiente y ascensiones anteriores para tomar sus propias referencias en cuanto a fuerza y técnica, pero resulta casi imposible si, como algunos de los clientes de esas expediciones comerciales, apenas te has puesto con anterioridad unos crampones. Lo único que se consigue llevando a esas personas a tales extremos (porque el Everest es, en todos los sentidos, un extremo) es ver imágenes como las de aquel año, con escaladores con enfermedades visuales que les congelaban las córneas por debajo de los cero grados, guías remolcando literalmente a clientes o cargando con ellos a su espalda, y otros buscando que ciertos personajes mediáticos alcanzaran por todos los medios la cumbre. Un circo que, sin duda, estaba condenado a producir un baño de sangre…y que en la actualidad parece estar reproduciéndose de nuevo.
Claro que todo esto no sería posible sin el uso de oxígeno adicional. En la cima del Everest el aire tiene, más o menos, un tercio de su densidad a nivel del mar. Es, en pocas palabras, un lugar asesino para el ser humano. De hecho, si se llevase de forma súbita a un persona hasta esa cima y se la dejase allí a los pocos minutos se desvanecería y moriría. ¿Cómo conseguir entonces hacer frente a supremos esfuerzos en un lugar que se ha llamado, de forma certera, la “zona de la muerte”? En primer lugar, con aclimatación paulatina; en segundo, con una resistencia sobrehumana y muchos años de entrenamiento. Y, si de lo segundo se carece, con el uso de oxígeno suplementario.
Ya Mallory, seguramente la gran leyenda de Chomolungma (nombre tibetano del Everest), aborrecía el uso de oxígeno para escalar montañas, algo que consideraba antideportivo (pese a lo cual recurrió al mismo en su intento más famoso, el de 1924). Hoy en día lo que hace el oxígeno es, al modo de un doping de altura, igualar las fuerzas. En otras palabras, deja al alcance de muchos lo que debería estar en la mano de solo unos pocos. ¿Dónde establecer el límite en una actividad que no solo no es, no debería ser competitiva, sino que además trasciende, debería trascender, lo meramente deportivo para entrar en el terreno de lo personal, lo filosófico, lo espiritual? Es una decisión puramente personal, sí, pero el abuso del oxígeno pudo ser otra de las causas de la tragedia de 1996 al llevar allí a personas no preparadas para ello…
Los hechos de aquel año tuvieron una enorme resonancia en todo el mundo. Parecía que muchos se habían quitado una máscara de inocencia, que habían visto el Everest no como un amable gatito dormido sino como un tigre dispuesto a dar un zarpazo cuando se le molesta. Pero aun influyó más otro factor, y es que ya no eran osados escaladores las víctimas, sino personas de a pie, médicos, banqueros, hombres de negocios. Y para la opinión pública parecía que aquellos buscaban su suerte, mientras que estos habían encontrado, solo, su desgracia. Ruido mediático, acusaciones cruzadas…el alpinismo pasaba a las portadas de los periódicos de la peor forma posible, y solo el trémulo latir del tiempo fue devolviéndole a su lugar natural: la montaña.
Rob Hall, uno de nuestros protagonistas, murió entre el 10 y el 11 de mayo de 1996, mientras intentaba rescatar al mayor número de clientes en aquel infierno helado en el que se había convertido (que siempre ha sido) el Everest. La tarde del día 10 conseguía contactar con el Campo Base y hablar, vía satélite, con Jan Arnold, su pareja, que estaba en Nueva Zelanda. "Por la voz veo que no estás tan mal como me habían dicho. No sabes cuánto desearía que estuvieras en casa para cuidarte", le dijo ella. "Te quiero, que duermas bien, mi amor. Y no te preocupes demasiado", contestó él. Doce días después encontraron su cuerpo sepultado de cintura para arriba bajo un montón de nieve… Chomolungma.
El reciente estreno de la película Everest, que pone su acento en los dramáticos sucesos acaecidos en la montaña más alta de la tierra durante el año 1996, ha vuelto a manifestar la fascinación que ejerce ese pico sobre el ser humano. Pero, más aún, parece haber sacado del cajón de los recuerdos no solo...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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