Tom Ballard: “La vida puede ser muy cruel y la montaña es una maestra severa"
Jordi Pastor 7/05/2015
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La memoria es caprichosa. Mientras algunos recuerdos de la infancia permanecen imborrables, otros se desdibujan o se moldean con el paso de los años. Tom Ballard, un alpinista británico de 26 años, no olvida la primera vez que contempló con sus propios ojos el K2, la segunda montaña más alta del planeta, en el Karakorum paquistaní. Fue durante un amargo trekking junto a su padre, Jim Ballard, y su hermana pequeña, Kate, en otoño de 1995. Tenía siete años. "Recuerdo algunas cosas de aquel trekk. Recuerdo la nube que pasó momentáneamente sobre la cima, parecía como si ella nos dijera adiós con la mano por última vez…"
Ella era Alison Hargreaves, su madre, una alpinista de Belper, ciudad inglesa pegada al Peak District. Menuda, valiente y también algo inusual para la época: tener dos niños pequeños esperando en casa no le hacía renunciar a sus ambiciosos —y arriesgados— retos en los Alpes o el Himalaya. En 1993, cuando Tom contaba con apenas cinco años, Hargreaves saltó a las portadas de los medios especializados. Ese verano, mientras su familia aguardaba en el valle, escaló en solitario las seis caras norte clásicas de los Alpes: Matterhorn, Grandes Jorasses, Eiger, Piz Badile, Petit Dru y la Cima Grande de Lavaredo. Nadie lo había hecho hasta entonces. Para celebrar su triunfal temporada estival ascendió, también sola, el vertical y expuesto espolón Croz de las Jorasses, con un peliagudo episodio en la parte final. Hoy, más de 20 años después, su relato y las imágenes de aquella ascensión —publicados en España la revista Desnivel— siguen poniendo los pelos de punta.
En 1988 Alison fue la primera alpinista británica en escalar la temida cara norte del Eiger... embarazada de seis meses
Para entonces, Alison ya tenía un sólido historial de cimas y ascensiones entre Europa y Nepal; una desconocida para el gran público pero no para las montañas. Escaladora desde los 15, contaba ya con un buen hit en el Himalaya —la apertura de una nueva y técnica ruta en el Kantega (6.779 metros), en 1986, junto a un potente equipo norteamericano—, mientras en los Alpes seguía coleccionando rutas de entidad en el Mont Blanc, las Droites, las Grandes Jorasses o el Eiger: en 1988 se convirtió en la primera alpinista británica que escalaba su temida cara norte… embarazada de seis meses. Un detalle que explica, en parte, su falta de sintonía con el clásico círculo montañero británico.
Técnicamente (y físicamente) a la altura, decidida, ambiciosa y prudente al mismo tiempo. Una apasionada madre de familia —por sus hijos y por las montañas— que seguía jugándose el tipo para cumplir sus metas alpinísticas con el apoyo de su marido, que quedaba al cargo de los pequeños. Quizás a la inversa, el revuelo y los reproches públicos hacia Alison —por escalar en solitario— no habrían sido los mismos; quizá, ni habrían sido. Pero como el propio Jim declaró públicamente al regresar de aquel trekking con sus hijos al K2, él se sentía feliz dejando que su vida en familia orbitase alrededor de la creciente carrera alpinística de Alison, que se disparó después de aquel prolífico verano alpino.
Un año después, en otoño del 94, Hargreaves intentó lograr la ansiada cumbre del Everest (8.848 metros) sin oxígeno, pero decidió retirarse cuando la tenía a tiro ante el peligro de sufrir congelaciones; tuvo el necesario autocontrol que permite sobrevivir allí arriba, incluso cuando el éxito está, objetivamente, al alcance de la mano. Volvió seis meses más tarde, en la primavera del 95, para realizar una ascensión impecable, esta vez por su vertiente norte, en China. Subió rápido, renunciando al gas embotellado y a cualquier tipo ayuda en la montaña: ella misma acarreó su material por la ladera norte del Everest. La misma autonomía que acostumbraba en los Alpes.
El subidón del Everest la llevó a los pies del K2 (8.611 metros) ese mismo verano; quería hilar los tres grandes del Himalaya (ya programaba el Kangchenjunga para el año siguiente). La temporada de ascensiones en el Karakorum (Pakistán) encaja en la obligada pausa que las nevadas monzónicas establecen en el Himalaya de Nepal. Esta vez Alison no subía sola. El K2 es una montaña más exigente: aunque con menos altura, la dificultad técnica es mayor y la exposición y el riesgo se multiplican.
Alison y sus compañeros de ascensión fueron barridos por el viento de la arista cimera. Literalmente. Cayeron casi 2.000 metros al vacío
Enrolada en un equipo neozelandés se lanzó a por la cima el 13 de agosto. A media tarde, con buen tiempo, hizo cumbre junto a miembros de otras expediciones, una aragonesa entre ellas. Pero con el cielo limpio y repleto de estrellas, al poco de iniciar el descenso se desató un furioso vendaval que no solo arrastró las nubes monzónicas a más 150 kilómetros por hora en una noche diabólica; también se llevó a los alpinistas. Al amanecer,cuando cesó el huracán, dos miembros del grupo aragonés que se habían dado la vuelta previamente, resistiendo el vendaval durante toda noche a la intemperie, descubrieron el trágico desenlace de sus compañeros. A unos 7.400 metros de altura, divisaron una bota de montaña en una ladera de nieve. La reconocieron enseguida por el ingenioso sistema de calefacción interior: una serie de cables que, conectados a una batería, caldeban las plantillas. Era la bota de Alison. Aunque nadie lo sabrá nunca con certeza, parecía evidente que la británica y sus compañeros de ascensión fueron barridos por el viento de la arista cimera. Literalmente. Cayeron casi 2.000 metros al vacío.
Pocas semanas después de la tragedia, Jim Ballard cumplió la promesa que le había hecho a su hijo mayor. Con la pequeña Kate a espaldas de su padre y un equipo médico que cuidase en todo momento de la salud de los pequeños, los Ballard realizaron la marcha de aproximación al K2 para que los pequeños, especialmente Tom, pudieran contemplar de cerca la última montaña de su madre. “Quería que mis hijos supieran que hay lugares salvajes en la tierra en los que la naturaleza todavía es la reina, incluso una dictadora”, explicó Jim a su regreso a Skardú.
Ballard: "No pienso en ella cuando escalo, lo hago por mi propia gratificación, algo que quizá suene egoísta”
Han pasado dos décadas de aquello y el talante del señor Ballard no ha cambiado. Lo reconoce su propio hijo, Tom. El pasado 20 de marzo, destino o casualidad, Tom Ballard se convirtió en el primer alpinista que escalaba las mismas seis caras norte clásicas de los Alpes que escaló su madre en solitario, pero esta vez en invierno; en un solo invierno. Curiosamente, nadie lo había conseguido hasta ahora, permitiendo una conexión generacional que el propio Ballard tenía en mente desde hacía mucho tiempo, aunque pasadas algunas semanas le reste importancia. “No pienso en ella cuando escalo, lo hago por mi propia gratificación, algo que quizá suene egoísta”, reconoce, “pero escalar en solitario es irresponsable y egoísta. Involucra a las personas más cercanas a ti y al mismo tiempo te aísla de ellas. Con estas seis clásicas de los Alpes he seguido los pasos de algunos de los montañeros más importantes de la historia, mi madre incluida, para sentirme vivo”.
Ballard comenzó el 21 de diciembre en la Cima Grande de Lavaredo, en los Dolomitas italianos. Fue la más difícil de todas para él: roca de peor calidad y más tramos de hielo de los esperados que complicaron la escalada. Llegó arriba muy cansado, algo tarde —en uno de los días con menos horas de luz del calendario– y, sin linterna frontal (la olvidó abajo), no daba con el camino de descenso. Precavido, decidió pasar la noche a la intemperie cobijándose bajo un saliente con lo puesto e intentado dormir algo con su cuerda como colchón. ¡Alentador comienzo!
Después de volar literalmente por la cara norte del Matterhorn —1.280 metros de escalada en tres horas— y encadenar tres ascensiones muy serias (el Piz Badile, clave para él, el Petit Dru y las Grandes Jorasses por la ruta Colton–Macintyre), Ballard decidió improvisar en la expuesta norte del Eiger para rematar: eligió la clásica ruta Heckmair en lugar de alguna de las vías que ya había escalado previamente, también en solitario, en esta imponente pared. El 20 de marzo, último día del invierno, culminaba con éxito su proyecto.
La referencia a su madre resulta inevitable: 20 años después ha repetido, mejorándolo, el mismo campanazo alpinístico que ella
Más allá del mérito deportivo, que lo tiene —quedan pocos retos pendientes ya en los Alpes—, la referencia a su madre resulta inevitable: 20 años después ha repetido, mejorándolo, el mismo campanazo alpinístico (y mediático) que ella. Aunque el joven Ballard evite profundizar sobre ello, especialmente sobre si este proyecto —largamente preparado— nació como un tributo a Alison, asegura que a través de las circunstancias de la muerte de su madre ha llegado a comprender que “la montaña te da algunas cosas y te quita otras, generalmente de forma desproporcionada. La vida puede ser muy cruel y la montaña es una severa maestra”.
Al regresar de aquel amargo trekking al K2, Jim Ballard declaró que el pequeño Tom había empeñado en realizar a pie gran parte del recorrido, con apenas siete años y caminando en altitud. “El chico tiene mucho de su madre, es dado a ser tranquilo”, dijo entonces, aunque las recientes palabras de aquel chico, ya convertido en adulto y en un formidable alpinista, denotan que también hay mucho de su padre en él. Y esa, probablemente, sea la mejor moraleja posible,
La memoria es caprichosa. Mientras algunos recuerdos de la infancia permanecen imborrables, otros se desdibujan o se moldean con el paso de los años. Tom Ballard, un alpinista británico de 26 años, no olvida la primera vez que contempló con sus propios ojos el K2, la segunda montaña más alta del planeta, en el...
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Jordi Pastor
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