Análisis
Izquierda sin adjetivos
¿Qué cabe plantear más allá del lamento y el ensimismamiento de la izquierda radical y del pragmatismo electoral de la socialdemocracia? Sumar fuerzas en torno a un programa realista de cambio
Ignacio Sánchez-Cuenca 8/10/2015
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¿Qué margen hay para que surja una izquierda en Europa que supere los recelos mutuos que ha habido entre los partidos socialdemócratas y aquellos otros que se sitúan en posiciones más extremas? ¿Y hasta qué punto esa nueva izquierda puede ofrecer un programa político nuevo, realista e ilusionante?
Durante muchos años, mientras se mantuvo el enfrentamiento entre comunistas y socialdemócratas, estas cuestiones no tenían sentido. Tampoco lo tenían durante la época del boom, cuando las cosas iban bien en apariencia y la socialdemocracia era uno de los puntales del sistema. Pero la crisis lo ha trastocado todo.
Por un lado, han renacido las opciones radicales. Por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial, en un país europeo gobierna un partido de izquierdas no socialdemócrata (Syriza) mientras en otros países, como España, hay nuevas fuerzas (Podemos). Es lógico que suceda así ante las injusticias que han creado las políticas económicas y ante el aumento de la desigualdad social. Estos partidos representan sobre todo a los colectivos más duramente golpeados por la crisis.
Por otro lado, los partidos socialdemócratas están en crisis: sus apoyos sociales se han desplomado en la mayoría del continente, retrocediendo a los niveles de 1970 (véase aquí). Una posible interpretación es la siguiente: la socialdemocracia sigue queriendo ser opción de gobierno y parte por tanto del establishment, pero a la vez la socialdemocracia entiende que no puede quedarse cruzada de brazos y debe impugnar las recetas neoliberales y el capitalismo financiero globalizado. Ante la dificultad de reconciliar estos dos elementos, el discurso socialdemócrata queda desdibujado. A la gente con principios ideológicos más radicales la socialdemocracia le parece demasiado acomodaticia, a quienes son más moderados les asusta que se planteen cambios profundos y optan por fuerzas centristas o derechistas. Este tipo de problemas explica en buena medida los decepcionantes resultados del Partido Laborista en Gran Bretaña y del Partido Socialista en Portugal (véase aquí).
En estas circunstancias, la izquierda queda más dividida que nunca. En los países con sistemas proporcionales surgen partidos nuevos que, en la práctica, favorecen, muy a su pesar, la victoria de partidos de derechas (como en Portugal y quizá en España el 20 de diciembre). A su vez, en los países con sistemas mayoritarios se abren paso candidatos rompedores en el seno de los partidos progresistas que alejan a una parte de sus electorados tradicionales (como Jeremy Corbyn en Inglaterra y Bernie Sanders en Estados Unidos).
Para afrontar esta situación, hay que empezar reconociendo dos cosas. En primer lugar, que los partidos a la izquierda de la socialdemocracia no van a ganar las elecciones y, si llegan a gobernar, tendrá que ser en coaliciones con los partidos socialdemócratas. Las circunstancias de Grecia han resultado bastante excepcionales y es difícil que se reproduzcan en otros Estados europeos. La razón fundamental es que en los países desarrollados la inmensa mayoría de la sociedad rechaza soluciones radicales que supongan riesgos e incertidumbres. Las aventuras y las grandes transformaciones están descartadas electoralmente. Eso significa que no va a haber “procesos constituyentes” ni “superación del capitalismo”, ni siquiera “sorpassos”.
En segundo lugar, que las políticas remedialistas de la socialdemocracia, basadas en la redistribución a través del gasto social, no son suficientes para corregir el aumento de la desigualdad y la precarización creciente de la fuerza de trabajo. Por supuesto, el Estado del bienestar sigue siendo una necesidad imperiosa para proteger a la ciudadanía y garantizar una cierta igualdad de oportunidades, pero no basta para hacer frente a los problemas que la crisis y la unión monetaria generan.
¿Qué cabe entonces plantear más allá del lamento y el ensimismamiento de la izquierda radical y del pragmatismo electoral de la socialdemocracia? Sentimentalismos aparte, el objetivo obvio debería ser el siguiente: sumar fuerzas en torno a un programa realista de cambio. Que dicho programa sea realista significa que debe resultar atractivo para una mayoría social, sin despertar miedos que alejen a muchos ni generar expectativas irrealizables. Debe tratarse de un programa de cambio que vaya más allá del remedialismo socialdemócrata pero que se quede más acá de la impugnación del capitalismo.
Para dar contenido a ese programa, conviene partir de este diagnóstico: la razón por la que la socialdemocracia no consigue corregir la desigualdad consiste en la configuración de poder tan desfavorable para sus intereses que se ha creado con el capitalismo financiero global en general y la unión monetaria en particular. Frente a esa configuración de poder, las políticas tradicionales del Estado del bienestar no son suficientes. Se necesita algo más, modificar esa configuración del poder. Solo si se restablece un nuevo equilibrio entre capital y trabajo podrá revertirse la desigualdad que se ha creado en los últimos tiempos.
La clave del llamado “periodo socialdemócrata” de los 30 años, entre 1950 y 1980 aproximadamente, no fue solamente que la socialdemocracia gobernara en algunos países. De hecho, en Alemania el SPD no tocó el poder hasta 1965, en una gran coalición con la CDU, y solo gobernó entre 1969 y 1980; en Italia la socialdemocracia del PSI solo gobernó como socio menor de la Democracia Cristiana a partir de 1963; y en Francia no hubo un presidente socialista hasta 1981. La clave fue, más bien, que hubiera un marco económico-laboral que regulaba la relación entre capital y trabajo gracias a la fuerte influencia de los sindicatos.
A partir de los años ochenta ese marco se fue disolviendo progresivamente, a medida que avanzaban las políticas neoliberales y desplazaban el poder económico y social hacia la empresa en detrimento de los trabajadores. La única manera de frenar el avance neoliberal pasa porque la izquierda, cuando llegue al poder, no trate solamente de remediar las consecuencias negativas del tipo de capitalismo en el que nos encontremos, sino que intente modificar las relaciones de poder sobre las que este capitalismo descansa.
Esto requiere que la izquierda adopte una posición mucho más crítica con las instituciones y políticas de la zona euro, sobre todo en aquellos países en los que la UE se ha visto históricamente como tabla de salvación y agente de progreso, de forma que se pueda formar un frente unido de países con un plan de reformas profundas que recuperen el modelo social europeo como objetivo principal del proceso de integración.
Y, en el plano interno o nacional, la izquierda tiene que quebrar el poder excesivo de bancos y grandes corporaciones tanto sobre la economía como sobre la política. Esa es una condición necesaria para que las políticas de igualdad puedan funcionar. La crisis ha propiciado una concentración de poder que resulta tremendamente perjudicial para los intereses de la izquierda. En España, no sólo tenemos un mercado de trabajo dual, con fijos en el centro y precarios alrededor, sino también una estructura empresarial dual, con unas pocas empresas demasiado poderosas y un sinfín de empresas pequeñas, poco productivas y muy vulnerables al ciclo económico. Es preciso introducir mayor igualdad entre trabajadores y entre empresas, reindustrializar el país, invertir en conocimiento y reducir el peso de los grandes grupos financieros y energéticos.
En ambos casos, tanto en el supranacional como el nacional, la izquierda tiene que trabajar para que las reglas de juego estén más equilibradas y las políticas progresistas puedan llevarse a cabo en un contexto si no favorable, sí por lo menos neutral.
La izquierda con adjetivos ya la conocemos: por un motivo u otro, resulta decepcionante. La más radical se sitúa fuera de la realidad y sólo puede aspirar a ser una fuerza testimonial. La más pragmática se contenta con aplicar políticas remedialistas. Una izquierda sin adjetivos debe tener un objetivo ambicioso pero factible: romper la hegemonía neoliberal, para lo cual es preciso redistribuir el poder económico y político.
¿Qué margen hay para que surja una izquierda en Europa que supere los recelos mutuos que ha habido entre los partidos socialdemócratas y aquellos otros que se sitúan en posiciones más extremas? ¿Y hasta qué punto esa nueva izquierda puede ofrecer un programa político nuevo, realista e ilusionante?
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Ignacio Sánchez-Cuenca
Es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y La izquierda, fin de un ciclo (2019).
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