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Lectura

La sombra ilusoria de Tamerlán

Prólogo del libro ‘¿Qué queda de las revueltas árabes? Activistas, cambios y claves’

Javier Martín 4/11/2015

<p>Las banderas ondean en la plaza de Tahrir, El Cairo, durante la Primavera árabe.</p>

Las banderas ondean en la plaza de Tahrir, El Cairo, durante la Primavera árabe.

Ramy Raoof

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A finales del invierno de 1399, una vez arrasada Delhi y sembrado el terror en las tierras de la India, Tamerlán (Timur el Cojo), conquistador nómada, abandonó su exhausto caballo en la embellecida Samarcanda, se deslizó en el harén y dejó que sus tropas se divirtieran un rato antes de volver a poner rumbo al oeste. Mensajeros habían traído nuevas de que Amiran Shah, gobernador de lo que hoy es el oeste de Irán, reincidía en su rebeldía, reclutaba mercenarios y cabildeaba para aliarse con el sultán Ahmad Jalair, quien había reconquistado Bagdad y las fértiles tierras que serpentean entre el Éufrates y Tigris. Un pedazo maldito de tierra —la antigua Mesopotamia— que servía de granero, rendía cuantiosos tributos y se elevaba como bastión frente a cualquier atisbo de aventura del poderoso sultán Bayazid I, uno de los nombres que cimentaron el prestigio del Imperio otomano. La primavera había abierto las sendas que conducen al ocaso y permitido sofocar —sin mayor contratiempo— los conatos de rebeldía en Georgia antes de levantar su segundo asedio a la histórica capital abasí, nido de buhoneros y buscavidas.

A partir de aquí, la historia se interna en los laberintos de la leyenda y habla de un asalto a sangre y fuego que dejó decenas de miles de muertos, pilas de cadáveres en las puertas y ristras de cabezas colgando de murallas desplomadas y ennegrecidas. Su avance fue a partir de entonces tan demoledor como fabulosa su fama de sanguinario. Exagerados relatos de su crueldad precedían al avance de sus tropas y el miedo anidaba desnudo y trémulo en los corazones de los pueblos. Alepo se rindió nada más intuir su alargada sombra en las veredas; Damasco cometió la “locura” de resistir y su destino fue tan atroz como el de la llamada ciudad circular. Ni siquiera el aguerrido Bayazid fue capaz de truncar el renco pero imparable caminar de aquel nómada de rasgos mongoles e inteligencia sibilina. Capturado en las tierras bajas de Anatolia —aquellas que unen la península y Siria—, murió a los pocos meses, algunos dicen que por culpa de la tristeza, otros por el pesar, y los menos por la envidia. Desde su nueva atalaya, en la cima de los montes Tauro, la bandera roja con los tres puntos negros timú­rida ondeaba con el mismo fragor que lo hacía en el pico Jengish Chokuso, el segundo más alto de los Montañas Celestiales (Tian Shan), en la frontera entre Kazajistán, Kiguistán y China.

Tan cruel como sagaz, Tamerlán devino en un personaje casi mitológico al despuntar el siglo XIX. Adoptado por el romanticismo como símbolo encarnado del terror y el miedo, escritores como Edgar Allan Poe o compositores como Friederich Handel le dedicaron algunas de sus mejores creaciones. Casi dos siglos después, analistas y expertos en Oriente Medio han vuelto a desempolvar su figura y tratado con ella de establecer una analogía que ayude a comprender el surgimiento del Estado Islámico (EI) en las mismas tierras de Mesopotamia que el Cojo sojuzgó con el filo de su espada. Nada más lejos de la realidad, excepto quizá la manía de sajar cabezas y el vacío de poder del que ambos se nutrieron. Tamerlán jamás soñó con liderar la umma musulmana, como sí pretenden Abu Bakr al Bagdadi y sus secuaces. Ni siquiera parecía tener la intención de forjar un imperio. No desarrolló una estructura de gobierno que le sobreviviera y evitó avanzar hacia Constantinopla una vez caído el sultán, pese a que el naciente Imperio otomano estaba a merced de sus botas de piel de camello. Su nombre imponía el terror, sí, pero hay cronistas que dicen que también era magná­nimo con quienes entregaban las armas.

Tan cruel como sagaz,Tamerlán fue adoptado por el romanticismo como símbolo encarnado del terror y el miedo, escritores como Edgar Allan Poe o compositores como Friederich Handel le dedicaron algunas de sus mejores creaciones

Siete siglos después, el EI no se acerca siquiera a su sombra. Alumbrado en tiempo de mudanza finisecular es, ante todo, el más fuerte de los diversos hijos bastardos que ha concebido el wahabismo, una de las mayores herejías del islam. Un antagonista con ansias de permanecer y expandirse tan lógico como radical, nacido en el estertor de una era que arrancó con el renacimiento árabe (Nahda), transitó a lo largo del siglo XX de la mano del islam político y el socialismo árabe —laico, nacionalista y panarabista—, degeneró en la miseria de las dictaduras militares y que ahora zozobra sin rumbo hacia un óbito tan inevitable como ignoto. Un desenlace que seguramente no se parecerá a las decadentes democracias occidentales —donde el capitalismo salvaje y el desmedido poder de la urna prevalecen sobre la opinión y los intereses del pueblo—, pero que tiene un caldo de cultivo claro —la destrucción de la estructura estatal en países como Irak y Siria—, un motor poderoso —el enfrentamiento político (que no religioso) entre suníes (Riad) y chiíes (Teherán)—, una razón casi poética si no fuera absolutamente necesaria —la justicia social— y un origen tan cierto como contumaz e interesadamente eludido desde los gobiernos de Occidente: la teocracia absolutista saudí.

Cuna del islam y uno de los principales suministradores de crudo del mundo, Arabia Saudí se acerca a su primera centuria de existencia como nación sostenida en el filo de la navaja. La oleada de cambios que agita Oriente Medio, unida al auge de los movimientos radicales de oposición, la transformación del modelo energético, el incontrolado crecimiento demográfico —que ha abismado las diferencias sociales y agudizado problemas como el paro y la pobreza en uno de los reinos más ricos de la Tierra— y el desafecto cada vez mayor entre una población joven y dinámica y una gerontocracia asida al pasado que no ha sabido —o no ha querido— asumir aún los retos de la modernidad, proyecta sombras sobre el futuro de un aliado considerado clave en el tablero internacional, pese a su aversión a las estructuras democráticas y su escaso respeto a los derechos humanos. A ello se suma, además, la creciente tensión entre la familia real y la casta clerical, origen, en gran parte, de la gestación de monstruos como Al Qaeda o el EI, que van más allá del simple fanatismo y hunden sus raíces en las divergencias que sacuden una dinastía aún aferrada a estructuras tribales.

El reino del desierto se sostiene sobre un pilar labrado 250 años atrás en los alrededores del oasis hoy convertido en la populosa Riad: la alianza “sacra” que en el siglo XVIII suscribieron un clérigo revisionista y perspicaz llamado Muhammad Abdul Wahab y un señor tribal con ambiciones expansivas y poderío bélico, conocido como Muhammad ibn Saud. Y sobre el miedo atávico que hace tres décadas desató un adusto ayatolá.

Perseguido por la intemperancia de su doctrina —que algunos intelectuales islámicos consideran rayana con la herejía—, Abdul Wahab halló en el entonces emir un escudo frente a todos aquellos que combatían su pensamiento retrógrado e intransigente, conocido como wahabismo. Al Saud, por su parte, consiguió para sí y para su familia una legitimidad religiosa de la que carecía y que con el tiempo le convirtió en guardián del islam prístino y en el único custodio de los Santos Lugares de Medina y de La Meca. Desde entonces, ese concordato ha condicionado no solo en el devenir del poder temporal y el poder religioso de Arabia, sino también el desarrollo de las estructuras políticas, económicas, culturales y judiciales de un país anclado en el ayer y reticente al mañana, en el que la democracia parece una quimera y las libertades personales y colectivas están en permanente peligro. Expertos como Pascal Menoret coinciden en subrayar que el volcán de ira popular que estalló en Oriente Medio con las revueltas en 2011 en Túnez, Egipto y Siria no solo no ha servido para quebrar el inmovilismo saudí, sino que, al contrario, ha contribuido a apuntalar las tesis de los miembros más conservadores de la amplia y diversa familia real que, asustados ante la posibilidad de ver contestados sus privilegios, parecen dispuestos a frenar los minúsculos y cosméticos esbozos de reforma y contentar así más a los más reaccionarios, en busca de salvaguardar esa legitimidad que cada vez más sectores de la dispar sociedad saudí empiezan a discutir, en particular los más fanáticos.

El volcán de ira popular que estalló en Oriente Medio con las revueltas en 2011 en Túnez, Egipto y Siria no solo no ha servido para quebrar el inmovilismo saudí, sino que, al contrario, ha contribuido a apuntalar las tesis de los miembros más conservadores de la amplia y diversa familia real

A la situación actual ha contribuido igualmente la comunidad internacional, y en particular Estados Unidos, que nunca ha sabido lidiar con el “problema saudí”, más allá de proteger sus intereses estratégicos y comerciales. La relación bilateral se oficializó el 14 de febrero de 1945, apenas tres días después de la afamada conferencia de Yalta. El entonces rey de Arabia Saudí —y fundador del moderno estado— Abdulaziz ibn Saud y el presidente norteamericano, Franklin D. Roosevelt, compartieron unos minutos a bordo del buque de combate USS Quincy, que navegaba por aguas del golfo de Suez. Diversas fuentes coinciden en señalar que fue en su cubierta donde ambos cerraron un pacto de caballeros secreto por el que Arabia Saudí se comprometía a abastecer de petróleo de forma preferente a Estados Unidos a cambio de apoyo político y garantías plenas de que siempre defendería su seguridad. Thomas W. Lippman, periodista del diario The Washington Post y autor del libro Saudi Arabia on the Edge, destaca que pese a no quedar rubricado en papel, este pacto —que abrió las puertas del desierto arábigo a las empresas norteamericanas y ha convertido a Arabia Saudí en uno de los principales coleccionistas de material bélico estadounidense— ha sido asumido por todos los inquilinos de la Casa Blanca, desde Harry S. Truman a Barack Obama.

El Estado Islámico es, ante todo, el más fuerte de los diversos hijos bastardos que ha concebido el wahabismo, una de las mayores herejías del islam

Ni el reconocimiento estadounidense del Estado de Israel en 1948, ni el embargo petrolero impuesto a Occidente en 1973 ni, más recientemente, los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Washington y Nueva York lograron quebrar la solidez de una alianza que dura más de 60 años y que es una de las claves para entender la región. Solo la ilegal invasión de Irak en 2003 y el estallido del proceso de cambio en el mundo árabe —del que algunos príncipes saudíes responsabilizan en privado a la Administración Obama—, además de la creciente presencia comercial china —que ha sustituido a Estados Unidos como primer consumidor de crudo saudí— y el reciente acuerdo nuclear con Irán, han introducido un factor de conflicto en una relación tradicionalmente caracterizada por la indulgencia interesada y la ceguera política respecto al crucial papel desempeñado por Riad en el auge del fanatismo violento en Oriente Medio.

Los lazos, dulces durante años, comenzaron a devenir en un quebradero de cabeza para la casa de Saud en agosto de 1990. Aquel tórrido verano, tropas iraquíes invadieron el vecino emirato de Kuwait y se colocaron a escasos kilómetros de la frontera saudí. Asustada, la familia real invocó la doctrina Carter y solicitó el apoyo militar de Estados Unidos, que en apenas seis meses expulsó a las tropas de Sadam Husein y trocó para siempre, a golpe de tanque, la política de Oriente Medio.

El desembarco de los marines norteamericanos en la tierra sagrada del islam enervó a los clérigos más radicales, indignados por la herejía que suponía la presencia de extranjeros en la tierra de Mahoma. A ellos se sumaron cientos de excombatientes yihadistas, liderados por apóstoles de la violencia como Osama bin Laden o Ayman al Zawahri, veteranos de la guerra santa en Afganistán recién llegados a un hogar que no reconocían. No solo no habían sido bienvenidos, recompensados por su esfuerzo en el camino de Alá, sino que vagaban por el país, arrinconados, señalados y vigilados pese a que también ofrecieron sus armas para neutralizar la amenaza iraquí. La tensión estalló en 1994 con una serie de atentados mortales que segaron la vida de decenas de personas —entre ellas varios estadounidenses— y contribuyeron a frenar el incipiente movimiento de reforma nacido tras la invasión de Kuwait. Diez años después, una segunda oleada de terrorismo y represión anegó de igual modo la esperanza y las promesas de calculada apertura con las que el anterior monarca, Abdulá, inauguró su reinado.En aquellos aciagos años de la invasión ilegal de Irak parecía osado discutir la habitual política norteamericana para la zona: antes que nada seguridad para sus negocios y para su más firme aliado, Israel. Malas noticias para aquellos saudíes —y árabes, en general— que exigían libertad.

Desde entonces, poco se ha avanzado, al menos en lo que corresponde a Arabia Saudí. Dominado por una casta clerical obsesionada con una interpretación estricta y reaccionaria de la sharia o ley islámica, y gobernada por una familia real encerrada en sus propios cabildeos, el reino del desierto ha regateado con una mezcla de opresión e incentivos económicos el impacto en su propio territorio del proceso de cambios en el mundo árabe, un proceso aún vivo y en desarrollo —pese a los golpes recibidos— que observa con gran aprensión. Con el palo y la zanahoria en la mano, se ha limitado a escenificar una serie de reformas cosméticas y de fuerte impacto mediático como el acceso de la mujer al Consejo Consultivo —un órgano sin poder efectivo que aconseja al soberano y que él mismo designa— o el derecho de estas a votar en las elecciones municipales previstas para 2015, sin entrar en cuestiones esenciales como la modernización de las estructuras políticas del reino y la asunción de derechos universales. Ignoradas permanecen la demanda de comicios para la elección del Gobierno —exigida por una buena parte de la población desde la década de los noventa— o la codificación y modernización de un sistema legal que se sostiene en el albedrío de quienes interpretan la sharia o ley islámica. Igualmente relegadas han quedado la imprescindible reforma del sistema educativo o la inclusión de otros grupos y minorías a los órganos de decisión del Estado, además de la necesidad de construir una sociedad civil liberal y sólida que contrarreste la creciente influencia de los más retrógrados.

El reino del desierto –Arabia Saudí– ha regateado con una mezcla de opresión e incentivos económicos el impacto en su propio territorio del proceso de cambios en el mundo árabe

Avanzado 2015, y no satisfecho con asfixiar su propia agitación interna, Arabia Saudí lidera la contrarrevolución en el mundo árabe y musulmán. Un movimiento de apoyo a tesis neoconservadoras que ha devuelto a algunos Estados a la casilla de salida. Paradigma de esta estrategia es Egipto, el país que desató el optimismo tras la sorpresa que supuso el triunfo del alzamiento popular en Túnez. Inquieto ante el triunfo en las urnas del denominado islam político, Riad se afanó en la tarea de desprestigiar y derrocar el Gobierno de los Hermanos Musulmanes prestando ayuda a la casta militar egipcia. Cuatro años después de la revuelta contra la tiranía de Hosni Mubarak, y de miles de litros de sangre y anhelos derramados, otro dictador salido de los cuarteles dirige con puño de hierro las tierras regadas por el Nilo en su descenso al mar: Abdel Fatah al Sisi no solo cuenta con el apoyo económico, político y militar de la casa de Saud; disfruta de la estima cómplice de gobiernos occidentales que años antes aplaudieron con entusiasmo el florecimiento de la democracia árabe.

Similar situación se vive en Siria y Libia, donde al igual que en Egipto el terrorismo de raíz yihadista ha encontrado en el caos y la desilusión el nicho donde desarrollarse. Cuatro años después del linchamiento de Muamar Gadafi, Libia es un estado fallido, víctima del caos y la guerra civil, en la que dos gobiernos, uno en Trípoli —considerado rebelde y de raíces islamistas— y otro en Tobruk —reconocido por la comunidad internacional— luchan por hacerse con el poder y el control de los vastos recursos naturales. Egipto y Arabia Saudí son el principal sostén del general Jalifa Hafter, un militar que hizo carrera en los primeros años de la dictadura gadafista y que en la década de los ochenta se convirtió en uno de sus principales opositores en el exilio. Hafter, de 72 años, regresó a Libia en 2011, poco después del alzamiento en Bengazi. Entró furtivamente a través de la frontera egipcia y se unió a los dispares grupos rebeldes. Cabildeó, y a principios de 2015 fue nombrado jefe del ejército regular libio, leal al Parlamento en Tobruk. Un año antes, reforzado con armas procedentes de El Cairo y Riad, había lanzado una ofensiva para arrebatar Bengazi a las tropas islamistas afines a Trípoli. Su objetivo: desequilibrar en favor de Tobruk la balanza de las infructuosas negociaciones de paz auspiciadas por la ONU. Consumido 2015, esa ofensiva es la razón esencial de que el proceso de diálogo permanezca estancado y una de las causas principales del auge del yihadismo en Libia, que contamina todo el norte de África. Incluso algunos miembros del Parlamento en Tobruk han admitido que el general, aliado de Al Sisi y del rey Salmán, es el obstáculo más grande para el entendimiento final.

Los ejes del mal

Más allá de los intereses económicos, Arabia Saudí asienta su poder de influencia en Occidente en el fangoso terreno de la política exterior. Paria en la arena internacional hasta la guerra de 1973, el boicot petrolero y sus inmediatas consecuencias revelaron a la monarquía el poder que el crudo podía otorgarle en la diplomacia mundial. También llenó sus arcas, arsenales y santabárbaras. Pero fue sobre todo la caída del último sha de Persia, Mohamad Reza Pahlevi, y el ascenso al poder del conminatorio ayatolá Rujolá Jomeini, bruñidor de una revolución que derrocó al hasta entonces guardián de Occidente en Oriente Medio, lo que permitió a la casa de Saud erigirse en el principal aliado árabe de Washington en la región, incluso por encima del propio Egipto. La batalla política por el dominio regional entre el único estado chií del planeta y el que se dice dueño de la esencia suní estalló pronto, con el beneplácito de Estados Unidos y la guerra fría como telón de fondo; su principal escenario, las feraces tierras de Mesopotamia, cuna de dos regímenes laicos y socialistas: Siria e Irak.

La batalla política por el dominio regional entre el único estado chií del planeta y el que se dice dueño de la esencia suní estalló pronto, con el beneplácito de Estados Unidos y la guerra fría como telón de fondo

En el verano de 1982, escasas semanas después de que tropas de combate al mando del general Ariel Sharon cruzaran la frontera septentrional de Israel y se plantaran en Beirut —primera y única capital árabe conquistada por los israelíes—, Irán y Siria rubricaron una alianza estratégica que permitió el desembarco en el valle libanés de la Bekaa de la embrionaria Guardia Revolucionaria y el establecimiento en la embajada iraní en Damasco de un centro de operaciones que coordinara las acciones subversivas de la República Islámica en Oriente Medio. El pacto, ideado por el ayatolá Jomeini y bendecido por el entonces presidente sirio, Hafez al Asad (bajo la órbita rusa), era hijo de su tiempo. En aquellos días, Egipto había abandonado la tradicional política de hostilidad árabe y había firmado un acuerdo de paz con el Estado judío que había sacudido las relaciones en el seno de la Liga Árabe y quebrado la histórica armonía entre El Cairo y Damasco. La caída del pro occidental sha de Persia —amigo de Egipto y aliado de Estados Unidos en la región— había sido acogida con desmayo y honda preocupación por la mayoría de los gobiernos árabes de la zona, temerosos de que la propaganda iraní en favor de un estado islámico (en este caso chií) envalentonara a sus propios grupos de oposición. El sonido de la artillería percutía con intensidad en la endeble línea que separa Irán e Irak y la compleja guerra civil libanesa se descubría como un conflicto internacional tras siete años de horror, sangre y fuego entre hermanos. Fue la necesidad —pero sobre todo el pavor común a quedar aislados— la que impelió a ambos estados a institucionalizar una cooperación política y militar que había comenzado a gestarse en 1978, año en el que milicianos pro Jomeini se infiltraron por vez primera en el Líbano vía Siria para instruirse y formar el núcleo de lo que meses después sería la fuerza de élite que allanaría el ascenso al poder del adusto y atrabiliario ayatolá.

La sintonía se mantuvo afinada hasta 1988, fecha en la que los dos gobiernos se vieron inmersos en un pulso indirecto a través de sus agentes chiíes en el Líbano. Desde que en 1976 hubiera decido intervenir militarmente en el país vecino con el envío de más de 30.000 soldados —en principio como mera fuerza observadora—, el régimen de Hafez al Asad patrocinaba las actividades del movimiento Amal, principal fuerza chií libanesa. Irán, por su parte, financiaba las actividades de la resistencia islámica, brazo armado del grupo chií libanés Hizbulá (Partido de Dios), fundado oficialmente en 1985 bajo los principios de la República Islámica y cuyo primer objetivo era combatir a las fuerzas de ocupación israelíes. El conflicto entre las dos organizaciones, conocido como “guerra por la supremacía del sur”, estalló en toda su crudeza el 5 de abril de 1988 y supuso la confirmación de la preeminencia de Damasco sobre Teherán en el Líbano.

Asido a su mayor fuerza militar, Al Asad atajó el desmesurado crecimiento del Partido de Dios y sometió su actividad a la autoridad de un mando común formado por comandantes de ambos grupos guerrilleros. El armisticio aceptado a regañadientes ese mismo año por Jomeini, que significó el fin de la guerra Irán-Irak, jugó también en favor del coronel de aviación sirio. Hafez al Asad, que durante la contienda fronteriza había respaldado las reivindicaciones iraníes, sugirió un posible acercamiento al régimen de Sadam Husein. La treta certificó la superioridad de Siria, que recuperó la iniciativa que había perdido en el conflicto libanés a raíz de la denominada “crisis de los secuestros” (muchos de los occidentales capturados en el Líbano en aquel tiempo terminaban en cárceles persas gracias al sombrío corredor Beirut-Teherán, cuyo núcleo estaba situado en la Embajada de la República Islámica en Damasco). Una supremacía que prolongó más allá del fin de la guerra civil libanesa, y que se desvaneció en 2005 cuando decenas de miles de libaneses, en su mayoría suníes y cristianos pero también chiíes, tomaran las calles para exigir el fin de la ocupación militar siria.

Quince años antes, el conflicto se había cerrado en falso, dejando una profunda herida y sumando nuevos jugadores a una partida que se desarrollaba ya en el tablero regional. Auspiciados por Arabia Saudí, los acuerdos de Taif (1989) generaron una batahola de fantasmas que avanzado 2015 —y a la sombra de una guerra civil que se prevé larga en Siria— vuelven a atribular al multiconfesional y crónicamente inestable Líbano. El principal —aparte de la histórica división de poderes entre cristianos, suníes y chiíes—, el de las armas. De acuerdo con los nuevos principios de coexistencia pactados en la citada localidad saudí, el Líbano del futuro exigía el desarme de todas las milicias implicadas en el conflicto fratricida.

Solo a Hizbulá, en calidad de estilete contra la ocupación israelí, y a los grupos palestinos asentados en territorio libanés, como Al Fatah o el Frente Popular de Liberación de Palestina Comando General (PFLP-GC, en sus siglas en inglés), se les permitió mantener activos sus arsenales. Mientras duró la lucha en el sur y la ocupación israelí, la decisión regateó la polé­mica. Ni siquiera se planteó.

A golpe de osadía militar y propaganda bélica, la guerrilla chií logró concitar el apego de todos los libaneses a una misión que adquirió carácter nacional, al tiempo que devolvía a Teherán su capacidad de influjo frente a Siria. Cristianos, chiíes y suníes se pusieron de parte de la resistencia armada en la lucha contra la ocupación del sur. Pero una vez vencidas las tropas israelíes en el año 2000, y expulsados los soldados sirios un lustro después, el debate comenzó a aflorar hasta descollar, en la actualidad, como uno de los principales puntos de fricción que amenazan esa paz que aparentemente parece reinar en el país.

Una vez vencidas las tropas israelíes en el año 2000, y expulsados los soldados sirios un lustro después, el debate comenzó a aflorar hasta descollar, en la actualidad, como uno de los principales puntos de fricción que amenazan esa paz que aparentemente parece reinar en Libano

Sostenido en los sangrientos acontecimientos del verano de 2006 —durante el que Hizbulá e Israel combatieron a lo largo de 33 días—, el Partido de Dios, ahora en el poder, argumenta que la amenaza aún está latente. Suníes y cristianos, apoyados por Arabia Saudí y las potencias internacionales, hallan en la guerra siria y en el papel que Hizbulá ha comenzado a desempeñar en la misma —como aliado de Bashar al Asad y rival del Estado Islámico, al que combate cerca de sus fronteras— la razón para elevar su voz, alimentar el miedo y rellenar sus austeras santabárbaras, a las que fluyen de nuevo las armas como lo hacían en los años previos al conflicto fratricida. Obligado por sus propias necesidades (y por sus propios complejos, vinculados al pasado), el Partido de Dios se ha visto arrastrado a una guerra en la que tiene mucho que perder y apenas nada que ganar. Una eventual caída del presidente sirio le confinaría dentro de las fronteras del Líbano y debilitaría su posición frente al resto de comunidades y, sobre todo, frente a la presión militar de Israel.

Los acuerdos de Taif supusieron, además, la irrupción definitiva de Arabia Saudí en el viciado tablero sirio-libanés. Espantado por la aparición de un contrapoder chií que aspiraba a expandirse hacia poniente, Riad observó con redoblado desasosiego la consolidación del eje Teherán-Damasco y sus ramificaciones en Palestina y el sur del Líbano. Una cuita que se multiplicó con la formación del denominado “Frente de Resistencia” que, patrocinado por ambos regímenes, incluye a Hizbulá y al grupo palestino Hamás y que tiene como objetivo declarado combatir a Israel y a “la arrogancia mundial”. Desde hace años, diversos responsables árabes recriminan a Riad que no utilice su capacidad de influencia para hacer lobby en Washington en favor de los palestinos, igual que lo hacen los poderosos movimientos de presión judíos para garantizar la pervivencia del estado hebreo. Algunos defienden que los árabes apenas tienen capacidad para terciar. Pero lo cierto es que el lobby petrolero saudí es uno de los más potentes en la capital norteamericana, acreditado y con voz en los pasillos del Congreso, aunque sus intereses son otros.

Desde que en 1982 el fallecido rey Fahd asumiera la corona, la prioridad de la plutocracia saudí ha sido batir al Irán chií de los ayatolás y preservar ese estatus de principal aliado musulmán y socio petrolero de la Casa Blanca en la región. Arabia Saudí es hoy en día uno de los principales sostenes de las comunidades suníes siria y libanesa, y en particular de esta última que en los pasados años ha visto retroceder su pujanza política en favor de Hizbulá. Pilar financiero en la reconstrucción del país, Riad entró en el Líbano de la mano de Rafik Hariri, un empresario que hizo fortuna a la vera de la familia real saudí durante el boom de la construcción en el reino en la década de los ochenta y que llegó a ser jefe del Gobierno.

Hombre extremadamente astuto, Hariri lideró la economía y la comunidad suní libanesa hasta que en 2005 murió asesinado en un atentado con coche bomba del que se ha responsabilizado a Hizbulá y del que también se acusa a Siria. Según diversas fuentes, días antes el antiguo primer ministro libanés había mantenido una agria discusión en Damasco con el presidente Bashar al Asad, que en aquellos tiempos aún tenía la última palabra sobre lo que acontecía en el país vecino. El magnicidio tuvo, no obstante, un efecto catalizador. Liberados del miedo, decenas de miles de libaneses prendieron una hoguera de protestas que concluyó semanas después con la retirada de las fuerzas opresoras y el fin del régimen de acoso y terror que habían implantado los servicios secretos sirios.

Desde que en 1982 el fallecido rey Fahd asumiera la corona, la prioridad de la plutocracia saudí ha sido batir al Irán chií de los ayatolás y preservar ese estatus de principal aliado musulmán y socio petrolero de la Casa Blanca en la región

Damasco dejó, sin embargo, un ojo en el vecino. Treinta años de ocupación y poder forjaron muchas fidelidades que casi una década después vuelven a resurgir como zombis en mitad de una noche de pesadilla. A esos vasallos de Siria —miembros en su mayoría de la fuerza conjunta de inteligencia formada durante la ocupación— se les atribuye algunos de los cruentos actos de sabotaje que durante los dos últimos años han revivido el espectro de la guerra civil en un país que una vez fue la perla del Mediterráneo.

Ocho años después, Arabia Saudí ha devenido también en el principal apoyo económico, político y militar de la heterogénea oposición a Bashar al Asad mientras mantiene su ascendencia entre la comunidad suní en Beirut. Partidaria de una intervención militar extranjera, la autocracia saudí entiende la actual guerra civil siria como una oportunidad de oro para lograr uno de sus principales anhelos: la ruptura del eje que evita el aislamiento de Irán y que le vincula a Oriente Medio a través de la línea Damasco, Beirut y Gaza. Una autopista que recorren con comodidad líderes regionales de todo pelaje como Jaled Mishal —jefe de la oficina política de Hamás— y que facilita el trasiego de miles de millones de dólares y armas.

En Siria, los servicios secretos saudíes se han topado, sin embargo, con un problema que ellos mismos contribuyeron a engrandecer en el despertar de la década de los ochenta, y que desde entonces condiciona tanto la política nacional, tanto interna como externa: el auge de los movimientos de oposición radicales, en particular de los afines a Al Qaeda. La marea yihadista creció y se desarrolló durante la guerra en Afganistán, azuzada por Estados Unidos y financiada por Arabia Saudí, que vio en este conflicto una solución a sus problemas con los grupos más extremistas. Concluida la ocupación soviética, muchos de aquellos muyahidines —entre ellos Osama bin Laden— regresaron a su país, donde retomaron la lucha terrorista contra una monarquía a la que aún consideran ilegítima y hereje.

Convertidos en “mercenarios” del islam más retrógrado, perseguidos por las fuerzas de seguridad saudíes, muchos de ellos deslocalizaron su yihad a Irak en 2003, al abrigo del desplome de la dictadura. Ahora repiten en Siria, donde han entrado en conflicto con los planes de la monarquía saudí, que desde hace años trabaja discretamente en apoyo a una parte de la oposición siria suní, reprimida y represaliada por el régimen alauí. Iniciada la revuelta, fueron sin embargo los Hermanos Musulmanes sirios los que asumieron el liderazgo político en el exilio, ascenso visto enseguida con preocupación por la casa de Al Saud. Riad se aprestó, entonces, a cabildear en la arena internacional para arrinconar su influencia en favor de otros movimientos suníes, en principio laicos, pero también salafistas. El resultado ha sido la endeble y atomizada oposición siria actual, incapaz de conquistar una sola ciudad para establecer un gobierno alternativo que suponga una amenaza real a la dictadura, que sobrevive firme; y el surgimiento de una amenaza mayor: el Estado Islámico, que prolonga su bruna sombra sobre Europa.

Enredados en este “gran juego” de múltiples y enmarañados intereses cruzados, Bashar al Asad y su camarilla siempre confiaron en la fidelidad de sus aliados regionales para sobrevivir frente a las aspiraciones de cambio de un pueblo que se alzó en demanda de libertad y que cuatro años después ha visto cómo su lucha ha sido definitivamente secuestrada por ambiciones supranacionales. Ni Irán ni Rusia —que tienen en Siria una de sus escasas anclas en Oriente Medio— han fallado, pese a que en 2013 ofrecieron algunos síntomas de flaqueza. Ambos países mantienen agrias discrepancias en Asia Central —sobre todo en cuestiones relativas al petróleo en el mar Caspio— y su relación está expuesta a los continuos vaivenes políticos, pero aún se sostiene en el viejo principio del enemigo compartido: Estados Unidos.

Partidaria de una intervención militar extranjera, la autocracia saudí entiende la actual guerra civil siria como una oportunidad de oro para lograr uno de sus principales anhelos: la ruptura del eje que evita el aislamiento de Irán y que le vincula a Oriente Medio

Vladimir Putin sabía que Obama se hallaba atrapado en una amarga disyuntiva, y usó la baza siria en su favor; reacio a atacar Siria y al mismo tiempo presionado desde distintos ángulos —en particular Francia, antigua potencia colonial en Siria y el Líbano—, el presidente norteamericano parece uno de esos jugadores que a mitad de partida son conscientes de que no pueden ganar y opta por la carta más arriesgada. No importa ya los movimientos que hagan, todos ellos les colocan en una situación cada vez más difícil, y no les está permitido abandonar. Su decisión de enviar los aviones a Irak y crear una coalición contra el EI sostenida en las tesis y los intereses de saudíes e israelíes es la enésima recreación de un error estratégico iterado.

“Esos socios regionales son necesarios, pero poner el énfasis en los actores suníes nos hace perder un componente esencial sin el cual cualquier estrategia contra el Estado Islámico no fructificará: hallar una vía para apaciguar el conflicto entre Irán y Arabia Saudí”, explicaba en septiembre de 2014 Lina Khatib, directora del Carnegie Middle East Center en el prestigioso think tank “Carnegie Endowment for International Peace”, en respuesta a la coalición bruñida por el presidente norteamericano Barak Obama.

“Ambos lo consideran una amenaza. Pero los dos desean que su derrota llegue acompañada por el nacimiento de un estado amigo en sus cenizas”, agregaba. Se antoja una tarea titánica, abocada simplemente a la heroica. A estas alturas de la fracasada “primavera árabe”, todo apunta a que tras casi cuatro años de protestas y sangre derramada poco o nada ha cambiado —a nivel político— en la región.

Egipto ha vuelto a los aciagos años de la dictadura militar —ahora con otro general más aceptable para Occidente— tras completar un cruento círculo de ilusiones cercenadas, gruesas injusticias, bárbara represión y pavor bendecido desde algunas cancillerías occidentales con la monocorde excusa de la estabilidad regional.

Bashar al Asad resiste en su palacio presto a erigirse en bastión contra el Estado Islámico tras haber sido denostado por aquellos que ahora entornan los ojos (la amenaza del EI proseguirá y crecerá mientras la guerra en Siria continúe, sus destinos están entrelazados).

12 años después de la ilegal invasión anglo-estadounidense, Irak se desintegra y se desangra, víctima de la inoperancia del Gobierno chií, de las ambiciones secesionistas kurdas —que atribulan también a Turquía— y de la quimera mesiánica del “califa Ibrahim”.

El Israel de Benjamin Netanyahu es aún una máquina inmune de sajar vidas y derechos, Gaza se hunde entres escombros y miseria, Hizbulá crece en el atribulado Líbano, Yemen muere poco a poco cada día, herido por una guerra tan ajena como impuesta, y Arabia Saudí vuelve a mirar con aprensión a uno de sus múltiples hijos bastardos, temeroso de que como en la década de los pasados noventa, el yihadismo, derrotado y humillado, regrese a la cuna del islam y dirija sus armas —pagadas con dinero wahabí— contra una monarquía que considera infame, diabólica y blasfema, y que mantiene la protección de Occidente invocando la excusa de la seguridad y el miedo.

Solo el acuerdo nuclear con Irán proyecta, a priori, un cambio histórico en la zona que puede conducir a una transformación definitiva: Teherán no es la solución, pero no habrá solución alguna a los múltiples conflictos de Oriente Medio si el régimen de los ayatolás queda al margen de las decisiones. Así parece haberlo entendido la actual Administración estadounidense. Pese a que a Israel y Arabia Saudí les pese.

Igualmente lo ha supuesto el hecho de que las sociedades árabes y musulmanas hayan despertado, dispuestas a que su aciago destino de verdad cambie. El primer asalto ha concluido un golpe en la mandíbula que ha devuelto a los púgiles al inicio del combate, pero no parece que signifique el KO de la esperanza en un mañana distinto. Quizá el empellón que falta es que aquellos que caciquean en las altas esferas de Occidente despierten también y se desprendan del ejercicio de vetusto ilusionismo que encierran sus obsoletas políticas, vinculadas al nefasto ayer que todavía nos gobierna.

¿Qué queda de las revueltas árabes? Activistas, cambios y claves. David Perejil (ed.), Naomí Ramírez Díaz, Ricard González, Laura Jiménez Varo, Diego García Represa, Reem Khalifa, Laura Fernández Palomo, Daniel Iriarte. Prólogo de Javier Martín. Los Libros de la Catarata, 2015.

‘¿Qué queda de las revueltas árabes? Activistas, cambios y claves’

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Javier Martín

Corresponsal de la Agencia Efe en el norte de África y autor de 'La Casa de Saud' y 'Estado Islámico, geopolítica del caos' (ambos publicados por Los Libros de la Catarata), entre otros libros.

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