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A finales de febrero y principios de marzo de 1991, durante la primera Guerra del Golfo, las fuerzas de EEUU bombardearon, hostigaron y dieron fuego de muchas maneras a miles de hombres jóvenes iraquíes que trataban de huir de Kuwait. Hubo una serie de incidentes de este tipo (“Autopista de la muerte”, “Autopista 8”, “La batalla de Rumaila”) donde las fuerzas aéreas estadounidenses cortaron la retirada de columnas de iraquíes sin mayor esfuerzo, masacrando a los soldados atrapados en sus vehículos. Las imágenes de cuerpos carbonizados intentando desesperadamente salir de sus camiones se convirtieron en símbolos icónicos de la guerra.
Nunca he entendido por qué esta masacre en masa de iraquíes no se considera un crimen de guerra. Está claro que, en aquel momento, el mando estadounidense temía que fuese así. El presidente George H. W. Bush anunció rápidamente un cese temporal de hostilidades, y el ejército ha desplegado desde entonces enormes esfuerzos en minimizar el número de bajas, ocultar las circunstancias, difamar a las víctimas ("un grupo de violadores, asesinos y matones", insistió más tarde el general Norman Schwarzkopf) y evitar que las imágenes más duras aparezcan en la televisión estadounidense. Se rumorea que hay grabaciones de las cámaras montadas en helicópteros de combate que muestran a iraquíes en pánico, que nunca verán la luz.
Tiene sentido que las élites estuviesen preocupadas. Fueron, en su mayoría hombres jóvenes quienes tomaron la decisión, después de haber sido reclutados y lanzados al combate; una decisión deseable para todos los jóvenes en esa situación. Dijeron: 'al diablo con esto'. Decidieron hacer las maletas, y volver a casa. ¿Deben ser quemados vivos por ello? Cuando ISIS quemó vivo a un piloto jordano el invierno pasado, se denunció universalmente como indescriptiblemente brutal (que lo era, por supuesto). Aun así, ISIS, al menos, podía argumentar que el piloto había estado tirando bombas sobre ellos. Los iraquíes en retirada en la "Autopista de la Muerte" y otros objetivos principales de la carnicería estadounidense eran sólo niños que no querían luchar.
Pero tal vez fue este mismo rechazo el que impidió a los soldados iraquíes cosechar más simpatía, no sólo en los círculos de la élite, de la que no se puede esperar mucho, sino también en el tribunal de la opinión pública. De alguna manera, seamos sinceros, esos hombres eran cobardes. Tuvieron lo que se merecían.
Parece, en efecto, que existe una falta deliberada de simpatía hacia los hombres no combatientes en zonas de guerra. Incluso los informes de las organizaciones internacionales de derechos humanos hablan de masacres dirigidas casi exclusivamente contra mujeres, niños, y, a veces, personas mayores. La conclusión, que casi nunca ha llegado a expresarse abiertamente, es que los varones adultos son combatientes y, si no lo son, hay algo malo en ellos. ("¿Quieres decir que había gente por ahí masacrando a mujeres y niños y que no estabas allí defendiéndolos? ¿Qué eres, ¿un gallina?”). Los que ordenan las masacres son conocidos por manipular de manera cínica ese reclutamiento tácito: el caso más famoso es el de los comandantes de los serbios de Bosnia, que calcularon que podrían evitar los cargos de genocidio si, en vez de exterminar a toda la población de las ciudades y pueblos conquistados, simplemente exterminaban a todos los varones de entre 15 y 55 años.
Pero hay algo más en la tarea de circunscribir nuestra empatía con las víctimas iraquíes de la masacre que huyen. Los consumidores estadounidenses de noticias fueron bombardeados con acusaciones de que eran en realidad un puñado de criminales que habían violado y saqueado y sacado a los recién nacidos de las incubadoras (a diferencia de ese piloto jordano, que simplemente había estado lanzando bombas sobre las ciudades llenas de mujeres y niños desde una altitud segura, o eso creía). A todos nos han enseñado que los abusones son muy cobardes, por lo que fácilmente aceptamos que lo contrario debe ser naturalmente cierto. Para la mayoría de nosotros, la experiencia primordial de acosar y ser acosados se esconde en el fondo cada vez que se discuten crímenes y atrocidades. Se da forma a nuestra sensibilidad y nuestra capacidad para la empatía de manera profunda y perniciosa.
Para la mayoría de nosotros, la experiencia primordial de acosar y ser acosados se esconde en el fondo cada vez que se discuten crímenes y atrocidades
La cobardía es también una causa
A la mayoría de las personas no les gustan las guerras y sienten que el mundo sería un lugar mejor sin ellas. Sin embargo, el desprecio por la cobardía parece moverse en un nivel mucho más profundo. Después de todo, la deserción (la tendencia de los reclutas convocados para su primera experiencia de gloria militar a escabullirse de la línea de marcha y esconderse en un bosque, barranco, o granja vacía cercanos y luego, cuando la columna haya pasado con seguridad, buscar una manera de volver a casa) es probablemente la mayor amenaza para las guerras de conquista. Los ejércitos de Napoleón, por ejemplo, perdieron muchas más tropas por la deserción que por combate. Los ejércitos a menudo tienen que desplegar un porcentaje significativo de sus soldados detrás de las líneas con órdenes de disparar a cualquiera de sus compañeros que trate de huir. Sin embargo, incluso aquellos que dicen odiar la guerra a menudo se sienten incómodos celebrando la deserción.
A la mayoría de las personas no les gustan las guerras y sienten que el mundo sería un lugar mejor sin ellas. Sin embargo, el desprecio por la cobardía parece moverse en un nivel mucho más profundo
La única excepción que conozco es Alemania, que ha levantado una serie de monumentos llamados “Al Desertor Anónimo”. El primero y más famoso, en Potsdam, tiene una inscripción que dice: "A UN HOMBRE QUE SE NEGÓ A MATAR A SU PRÓJIMO". Sin embargo, incluso en este caso, cuando hablo con mis amigos sobre este monumento, a menudo me encuentro con una especie de mueca instintiva. Supongo que lo que la gente se pregunta es: “¿Realmente desertaron porque no querían matar a los demás, o porque no querían morir?" Como si fuese algo malo.
En sociedades militaristas, como Estados Unidos, es casi axiomático que nuestros enemigos deben ser cobardes, especialmente si el enemigo puede ser etiquetado como "terrorista" (es decir, alguien acusado de querer crear miedo en nosotros, que nos convierta en cobardes). Entonces es cuando se hace necesario darle la vuelta a la tortilla e insistir en que no, en que son ellos los que realmente son miedosos. Todos los ataques contra ciudadanos estadounidenses son por definición "ataques cobardes". El segundo George Bush se refería a los atentados del 11-S como "actos cobardes" a la mañana siguiente. A primera vista, esto resulta extraño. A fin de cuentas, no faltan cosas malas que se puedan achacar a Mohammed Atta y a sus cómplices pero, sin duda, "cobarde" no es uno de ellas. Hacer trizas una celebración de boda usando un avión no tripulado puede ser considerado un acto de cobardía. Personalmente creo que estrellar un avión contra un rascacielos requiere agallas. Sin embargo, la idea de que se pueda ser valiente a favor de una mala causa parece caer fuera del dominio del discurso público aceptable, a pesar de que gran parte de lo que se considera Historia del mundo se compone de ilimitados ejemplos de personas valientes que hicieron cosas terribles.
Sobre fallas fundamentales
Tarde o temprano, todo proyecto para la libertad humana tendrá que comprender por qué aceptamos que la violencia y la dominación clasifiquen y ordenen las sociedades. Y se me ocurre que nuestra reacción visceral a la debilidad y a la cobardía, nuestra extraña reticencia a identificarnos incluso con las formas más justificables de miedo, podría proporcionarnos una pista.
El problema es que el debate hasta ahora ha estado dominado por los defensores de dos posiciones igualmente absurdas. Por un lado, hay quienes niegan que sea posible decir algo sobre los seres humanos como especie; por el otro, hay quienes suponen que el objetivo es explicar por qué algunos seres humanos parecen disfrutar con el hecho de acosar a otros. El campo de este último casi siempre termina, por lo general, contando historias acerca de babuinos y chimpancés para introducir la idea de que los seres humanos, o al menos aquellos de nosotros con cantidades suficientes de testosterona, heredamos de nuestros ancestros primates una tendencia innata hacia la agresión para auto engrandecernos que se manifiesta en la guerra, que no puede eliminarse pero puede ser desviada hacia la actividad del mercado competitivo. Sobre la base de estos supuestos, los cobardes son los que carecen de un impulso biológico fundamental, y no es de extrañar que reciban nuestro desprecio.
Hay un montón de problemas con respecto a esta visión, pero la más obvia es que simplemente no es verdad. La perspectiva de ir a la guerra no activa automáticamente un disparador biológico en el macho humano. Basta con contemplar lo que Andrew Bard Schmookler ha denominado "la parábola de las tribus". Cinco sociedades comparten el mismo valle del río. Todas pueden vivir en paz sólo si cada una de ellas sigue siendo pacífica. En el momento en que una “manzana podrida” es introducida (por ejemplo, cuando los hombres jóvenes de una tribu deciden que una forma adecuada de manejar la pérdida de un ser querido es traer la cabeza de un extranjero, o que su Dios los ha elegido para ser el azote de los incrédulos), pues bien, las otras tribus, si no quieren ser exterminados, sólo tienen tres opciones: huir, entregarse o reorganizar sus propias sociedades en torno a la eficacia en la guerra.
Esa lógica parece difícil de criticar. Sin embargo, cualquiera que esté familiarizado con la historia de, pongamos, Oceanía, Amazonia, o África sabrá que un gran número de sociedades simplemente se negaron a organizarse en líneas militares. Una y otra vez, nos encontramos con descripciones de comunidades relativamente pacíficas que simplemente aceptan que cada pocos años tendrán que salir hacia las montañas, ya que algunos grupos de asaltadores compuestos por los chicos malos locales vendrán a prender fuego a sus aldeas, violar, saquear, y llevarse como trofeo partes de rezagados desventurados. La gran mayoría de los varones humanos se ha negado a pasar su tiempo entrenándose para la guerra, incluso cuando hacerlo le interesaba en términos prácticos e inmediatos. Para mí, esto es una prueba segura de que los seres humanos no son una especie particularmente belicosa. No se puede negar, por supuesto, que los seres humanos son criaturas imperfectas. Casi cada lengua humana tiene algo análogo del español "humano" o expresiones como "tratar a alguien como a un ser humano", lo que implica que simplemente reconocer otra criatura como un ser humano conlleva la responsabilidad de tratarlos con un cierto mínimo de bondad, consideración y respeto. Es obvio, sin embargo, que no hay lugar donde los seres humanos estén constantemente a la altura de esta responsabilidad. Y cuando no lo logramos, nos encogemos y decimos que somos "sólo humanos." Ser humano, entonces, es a la vez tener ideales y fallar al intentar estar a la altura de esos ideales.
La gran mayoría de los varones humanos se ha negado a pasar su tiempo entrenándose para la guerra, incluso cuando hacerlo le interesaba en términos prácticos e inmediatos
Si así es cómo los seres humanos tienden a pensar sobre sí mismos, entonces no es de extrañar que cuando tratamos de entender lo que posibilita las estructuras de dominación violenta, tendemos a mirar a la existencia de impulsos antisociales y preguntar: ¿Por qué algunas personas son crueles? ¿Por qué desean dominar a los demás? Estas, sin embargo, son las preguntas equivocadas. Los seres humanos tienen una infinita variedad de impulsos. Por lo general, nos están empujando hacia diferentes direcciones a la vez. Su mera existencia no implica nada.
La pregunta que debemos hacernos no es por qué la gente es a veces cruel, o incluso por qué algunas personas son frecuentemente crueles (toda la evidencia sugiere que los verdaderos sádicos son una muy pequeña proporción de la población total), sino cómo hemos llegado a crear instituciones que fomenten tal comportamiento y que sugieran que las personas crueles son, en cierto modo, admirables, o al menos tan merecedores de simpatía como aquellos que acosan.
Aquí creo que es importante observar cuidadosamente cómo las instituciones organizan las reacciones de la audiencia. Por lo general, cuando tratamos de imaginar la escena primordial de la dominación, vemos una especie de dialéctica hegeliana amo-esclavo en la cual dos partes se disputan el reconocimiento mutuo, lo que desemboca en el pisoteo permanente de uno de ellos. Deberíamos imaginar en su lugar una relación de tres vías entre agresor, víctima y testigo, en el que las partes contendientes son candidatas a obtener reconocimiento (validación, simpatía, etc.) de otra persona. La batalla por la supremacía hegeliana, después de todo, es sólo una abstracción. Una fábula. Pocos de nosotros hemos visto a dos hombres adultos en un duelo a muerte con el fin de conseguir que el otro le reconozca como verdaderamente humano. El escenario a tres bandas, en el que una de las partes aporrea a la otra mientras ambos apelan a los que les rodean para que reconozcan su humanidad, lo hemos presenciado todos y hemos sido partícipes, tomando un rol u otro, una y mil veces desde la escuela primaria.
Estructuras (de Escuelas) Primarias de Dominación
Estoy hablando, por supuesto, acerca del acoso en el patio de la escuela. Planteo que el acoso representa una especie de estructura elemental de la dominación humana. Si queremos entender cómo todo se tuerce, aquí es donde debemos empezar.
También en este caso, hay que introducir salvedades. Sería muy fácil caer en argumentos evolutivos en bruto. Hay una tradición de pensamiento (la tradición de El Señor de las moscas, podríamos llamarla), que interpreta a los abusones de patio de colegio como una encarnación moderna del ancestral "simio asesino", el macho alfa primordial que instantáneamente restaura la ley de la selva, una vez no esté ya restringido por la autoridad del varón adulto racional. Pero esto es claramente falso. De hecho, es mejor leer libros como El señor de las moscas como meditaciones sobre el tipo de técnicas calculadas de terror e intimidación que las escuelas públicas británicas emplearon para convertir a los niños de clase alta en funcionarios capaces de mantener un imperio. Estas técnicas no surgieron en ausencia de autoridad; eran técnicas diseñadas para crear una cierta autoridad masculina adulta del tipo fría y calculadora, para empezar.
Hoy en día, la mayoría de las escuelas no son como la Eton y la Harrow de los tiempos de William Golding, pero incluso a los que se jactan de sus elaborados programas contra el acoso escolar, el acoso en el patio de la escuela no ocurre sin concordancia con o a pesar de la autoridad institucional de la escuela. El acoso es más una refracción de su autoridad. Para empezar con un argumento obvio: los niños de la escuela no pueden salir. Normalmente, el primer instinto de un niño al ser atormentado o humillado por alguien mucho más grande es irse a otro sitio. Los escolares, sin embargo, no tienen esa opción. Si intentan persistentemente ponerse a buen recaudo, las autoridades van a traerlos de vuelta. Esta es una razón, sospecho, para el estereotipo del abusón como el ojito derecho del profe o encargado de vigilar los pasillos: incluso cuando no es cierto, se basa en la información tácita de que el agresor depende de la autoridad de la institución al menos de esa manera concreta: la escuela está, en efecto, reteniendo a las víctimas en el lugar mientras sus verdugos les golpean. Esta dependencia de la autoridad es también la causa de las formas más extremas y elaboradas de acoso que se llevan a cabo en las cárceles, donde los reclusos dominantes y los guardias entran en alianzas.
Es más, los agresores suelen ser conscientes de que el sistema probablemente castigue a toda víctima que contraataque con más dureza. Al igual que una mujer, confrontada por un hombre abusivo que bien podría doblarle su tamaño, no puede permitirse el lujo de participar en una "lucha justa", sino que debe aprovechar el momento oportuno para infligir tanto daño como le sea posible en el hombre que ha estado abusando de ella (ya que no le puede dejar en una posición en la que él contraataque), así debe responder también la víctima del acoso en el patio del colegio: con una fuerza desproporcionada, no para desactivar al oponente, en este caso, sino para dar un golpe tan decisivo que haga que el antagonista dude si enfrentarse de nuevo.
Aprendí esta lección de primera mano. Yo era un niño escuálido en la escuela primaria, era más joven que mis compañeros (me salté un curso) y por lo tanto era un blanco prioritario para algunos de los niños más grandes que parecían haber desarrollado una técnica cuasicientífica para golpear a enanos como yo de manera suficientemente limpia, dura, y rápida como para evitar ser acusados de "pelear." Apenas pasaba un día sin que fuese atacado. Finalmente, decidí que era suficiente, encontré mi momento, y lancé a un bruto particularmente nocivo a través de todo el pasillo con un golpe bien dado en la cabeza. Creo que pude haberle roto el labio. En cierto modo, funcionó exactamente como se esperaba: durante un mes o dos, los abusones en gran medida se mantuvieron al margen. Pero el resultado inmediato fue que nos llevaron a los dos a la oficina por habernos peleado, y el hecho de que él hubiese golpeado primero se consideró irrelevante. Me declararon culpable y fui expulsado del club de matemáticas y ciencia avanzada de la escuela. (Como él era un estudiante mediocre, no había, en realidad, de dónde expulsarle.)
“No importa quién empezó” son probablemente las cinco palabras más traicioneras de la lengua. Claro que importa.
Crueldad colaborativa
Muy poco de este enfoque sobre el rol de la autoridad institucional se refleja en la literatura psicológica sobre el acoso, que, al estar escrito en gran parte por las autoridades escolares, asume que su papel es totalmente benigno. Sin embargo, las recientes investigaciones, que se han multiplicado desde Columbine, han ofrecido, creo, una serie de sorprendentes revelaciones acerca de las formas elementales de dominación. Vayamos profundizando.
Lo primero que estas investigaciones revelan es que la inmensa mayoría de los incidentes de acoso tienen lugar frente a una audiencia. La persecución solitaria y a escondidas es relativamente rara. Gran parte del acoso trata de humillar, y sus efectos no pueden producirse realmente sin alguien que los presencie. A veces, los espectadores inducen activamente al acosador, riéndose, provocándole o uniéndose. Más a menudo, la audiencia está pasivamente conforme con lo que ocurre. Es muy raro que alguien intervenga para defender a un compañero de clase que esté siendo amenazado, ridiculizado, o físicamente atacado.
Cuando los investigadores preguntan a los niños por qué no intervienen, una minoría dice que sintieron que la víctima tuvo lo que se merecía, pero la mayoría dice que no les gustó lo que pasó, y ciertamente no le gustaba mucho el abusón, pero decidieron que involucrarse podría significar terminar en el lado receptor de ese trato y que sólo empeoraría las cosas. Curiosamente, esto no es cierto. Los estudios también muestran que, en general, si uno o dos espectadores se oponen, los acosadores dan marcha atrás. Pero de alguna manera la mayoría de los espectadores están convencidos de que va a suceder lo contrario. ¿Por qué?
Por un lado, porque casi todos los géneros de ficción popular a los que probablemente estén expuestos dicen que así será. Los superhéroes del cómic rutinariamente dan un paso adelante y dicen: "Oye, deja de pegar a ese chico". Invariablemente, el acusado vuelve su ira sobre ellos, dando lugar a todo tipo de caos. (Si hay un mensaje oculto en tal ficción, seguramente esté en la línea de: "Será mejor que no te metas en estos asuntos a menos que seas capaz de competir con algún monstruo de otra dimensión que puede disparar rayos de sus ojos.") El "héroe", como se dice en los medios de comunicación de Estados Unidos, es en gran parte una coartada para la pasividad. Esto se me ocurrió por primera vez al ver a un presentador de noticias de una televisión local alabando a un adolescente que había saltado al río para salvar a un niño que se ahogaba. "Cuando le pregunté por qué lo hizo", comentó el presentador de noticias, “él respondió lo que los héroes de verdad siempre dicen: ‘'Yo sólo hice lo que cualquiera haría en esa situación”. El público supuestamente tiene que entender que, por supuesto, esto no es cierto. Cualquier persona no haría eso. Y eso está bien. Los héroes son extraordinarios. Es perfectamente aceptable bajo las mismas circunstancias que uno simplemente se quede allí esperando a un equipo de rescate profesional.
El "héroe", como se dice en los medios de comunicación de Estados Unidos, es en gran parte una coartada para la pasividad
También es posible que la audiencia de estudiantes de educación primaria reaccione pasivamente al acoso porque han entendido cómo opera la autoridad adulta y erróneamente asumen que la misma lógica se aplica a las interacciones con sus compañeros. Si es, digamos, un policía el que está abusando de algún adulto desgraciado, entonces sí, es absolutamente cierto que la intervención probablemente les acarree serios problemas, muy posiblemente, en el lado equivocado de un club. Y todos sabemos lo que les sucede a los "soplones". (¿Os acordáis del secretario de Estado John Kerry pidiendo a Edward Snowden que "actuase como un hombre" y se sometiese a una vida de intimidación sádica a manos del sistema de justicia penal de Estados Unidos? ¿Qué se supone que tiene que aprender de esto un/a inocente niño/a?). El destino de los Manning o Snowden del mundo es el de servir para anuncios de alto perfil sobre un principio cardinal de la cultura americana: abusar de la autoridad puede ser malo, pero señalar públicamente que alguien está abusando de la autoridad es mucho peor, y merece el castigo más severo.
Un segundo hallazgo sorprendente de las investigaciones recientes: los acosadores, de hecho, no sufren de baja autoestima. Los psicólogos han asumido durante mucho tiempo que los niños crueles estaban pagando sus inseguridades con los demás. No. Resulta que la mayoría de los agresores actúan como pequeños capullos autocomplacientes, no porque estén torturados por la inseguridad, sino porque son en realidad pequeños capullos autocomplacientes. De hecho, tal es su seguridad en sí mismos que crean un universo moral en el que su arrogancia y violencia se convierten en el estándar por el cual todos los demás han de ser juzgados; la debilidad, la torpeza, el despiste, o el lloriqueo propio de mojigatos no son sólo los pecados, sino provocaciones que no deben pasarse por alto.
Aquí también puedo ofrecer un testimonio personal. Recuerdo intensamente una conversación con un deportista que conocí en el instituto. Era un zopenco, pero de buen carácter. Creo que incluso nos apedrearon juntos una o dos veces. Un día, después de ensayar algún drama de época, pensé que sería divertido caminar hacia el dormitorio con el atuendo renacentista. En cuanto me vio, se abalanzó como si fuese a machacarme. Estaba tan indignado que me olvidé de estar aterrorizado. “¡Matt! ¿Qué coño estás haciendo? ¿Por qué quieres atacarme?". Matt parecía tan sorprendido que se le olvidó seguir amenazándome. "Pero... ¡has entrado en el dormitorio con leotardos!", protestó. “Quiero decir, ¿qué esperabas?” ¿Estaba Matt promulgando inseguridades profundamente arraigadas sobre su propia sexualidad? No lo sé. Probablemente. Pero la verdadera pregunta es, ¿por qué asumimos que su mente perturbada es tan importante? Lo que realmente importa es que él realmente sentía que estaba defendiendo un código social.
Homofobia
En este caso, el abusón adolescente estaba desplegando violencia para hacer cumplir un código de la masculinidad homofóbica que sustenta también la autoridad de los adultos. Pero con niños más pequeños, este a menudo no es el caso. Aquí llegamos a un tercer hallazgo sorprendente de la literatura psicológica, tal vez el más significativo de todos. Al principio, no son en realidad la chica gorda, o el chico con gafas, los blancos más probables. Eso viene después. Los matones (siempre conscientes de las relaciones de poder) aprenden a elegir a sus víctimas de acuerdo a las normas de los adultos. Al principio, el criterio principal es cómo reacciona la víctima. La víctima ideal no es absolutamente pasiva. No, la víctima ideal es el que se defiende de alguna manera, pero lo hace de forma ineficaz, agitándose, por ejemplo, o gritando o llorando, amenazando con decírselo a su madre, fingiendo que va a luchar y luego tratando de huir. Hacerlo es precisamente lo que hace posible la creación de un drama moral en el que el público puede decidir si el acosador está, en algún sentido, en lo cierto.
La víctima ideal es el que se defiende de alguna manera, pero lo hace de forma ineficaz, agitándose, por ejemplo, o gritando o llorando, amenazando con decírselo a su madre, fingiendo que va a luchar y luego tratando de huir
Esta dinámica triangular entre acosador, víctima y público es a la que me refiero cuando hablo de la estructura profunda del acoso. Merece ser analizado en los libros de texto. En realidad, merece ser puesto en letras de neón gigantes en todas partes: El acoso crea un drama moral en el que la forma de reaccionar de la víctima ante un acto de agresión puede ser utilizado como justificación retrospectiva para el acto original de la agresión en sí.
No sólo aparece este drama en los orígenes mismos del acoso en la primera infancia; es precisamente el aspecto que perdura en la vida adulta. Yo lo llamo la falacia del "vosotros dos, ¡ya vale!". Cualquier persona que frecuente foros de medios digitales reconocerá el patrón. El agresor ataca. El blanco intenta estar por encima y no hace nada. Nadie interviene. El agresor refuerza el ataque. El blanco intenta estar por encima y no hace nada. Nadie interviene. El agresor refuerza aún más el ataque.
El acoso crea un drama moral en el que la forma de reaccionar de la víctima ante un acto de agresión puede ser utilizado como justificación retrospectiva para el acto original de la agresión en sí
Esto puede suceder diez, cincuenta veces, hasta que finalmente, el blanco responde. Entonces, y sólo entonces, una docena de voces suenan inmediatamente, gritando “¡pelea! ¡pelea! ¡Mirad a esos dos idiotas entrando al trapo!” o “¿No podéis simplemente calmaros los dos y aprender a ver el punto de vista del otro?" El abusón inteligente sabe que esto va a suceder, y que no perderá ningún punto por ser el agresor. También sabe que si modera su agresión y ajusta el tono correcto, la respuesta de la víctima puede en sí misma representar el problema.
Nob: Eres un tipo decente, Jeeves, pero tengo que decirlo, eres es un poco imbécil.
Jeeves: Un poco… ¿¿qué?? ¿Qué diablos quieres decir con eso?
Nob: ¿Ves lo que quiero decir? ¡Cálmate! Te he dicho que eres un tipo decente. ¡Y ese lenguaje! ¿No te das cuenta de que hay señoritas presentes?
Y lo que es cierto sobre las clases sociales también lo es sobre cualquier otra forma de desigualdad estructural: de ahí epítetos tales como "mujeres chillonas", "hombres negros cabreados", y una infinita variedad de términos similares de desprecio desdeñoso. Pero la lógica esencial del acoso es anterior a esas desigualdades. Es la materia con la que se elaboran.
Deja de pegarte a ti mismo
Y esto, propongo, es la falla humana fundamental. No es que como especie seamos particularmente agresivos. Es que tendemos a responder a la agresión muy mal. Nuestro primer instinto cuando observamos una agresión no provocada es o bien fingir que no está sucediendo o, si eso se vuelve imposible, equiparar al agresor y a la víctima, colocando a ambos bajo una especie de contagio, cuya propagación al resto se espera que se pueda evitar. (De ahí la constatación de los psicólogos que los agresores y las víctimas tienden a crear casi la misma aversión). El sentimiento de culpa provocado por la sospecha de que esta es una manera fundamentalmente cobarde de comportarse, ya que es una manera fundamentalmente cobarde de comportarse, abre un complejo juego de las proyecciones, en el que el agresor es visto simultáneamente como un supervillano invencible y un fanfarrón inseguro y patético, mientras que la víctima se convierte tanto en agresor (violador de cualesquiera convenciones sociales que el abusón haya invocado o inventado) como en un cobarde patético y reticente a defenderse.
Obviamente, estoy ofreciendo sólo un esbozo mínimo de psicodinámicas complejas. Pero aun así, estas ideas pueden ayudarnos a entender por qué nos resulta tan difícil extender nuestra simpatía, entre otros, a los soldados iraquíes que trataban de huir y que murieron por los tiros que los soldados estadounidenses dieron a diestro y siniestro. Aplicamos la misma lógica que cuando pasivamente veíamos a algún abusón de la infancia aterrorizando a su exaltada víctima: equiparamos agresores y víctimas, insistimos en que todo el mundo es igual de culpable (daos cuenta de cómo, cada vez que uno oye información sobre una atrocidad, algunos inmediatamente empezarán a insistir en que las víctimas debieron de cometer atrocidades también), y sólo esperar que al hacerlo, el contagio no se extienda a nosotros.
Esto es difícil. No afirmo entenderlo completamente. Pero si alguna vez vamos a avanzar hacia una sociedad verdaderamente libre, vamos a tener que reconocer cómo la relación triangular y mutuamente constitutiva de abusón, víctima y audiencia funciona realmente y, a continuación, desarrollar formas de combatirla. Recuerda, la situación no es desesperada. Si no fuera posible crear estructuras (hábitos, sensibilidades, formas de sabiduría común) que a veces eviten que la dinámica caiga en eso, entonces las sociedades igualitarias de cualquier tipo no habrían sido posibles. Recuerda, también, qué poco coraje se requiere normalmente para frustrar a abusones que no tienen el respaldo de ningún tipo de poder institucional. Sobre todo, recuerda que cuando los abusones realmente están respaldados por ese poder, los héroes pueden ser aquellos que simplemente huyen.
No obstante*, antes de que dejemos a los hombres adultos completamente descolgados, debo observar que el argumento de la eficiencia militar corta dos caminos: incluso aquellas sociedades cuyos hombres se niegan a organizarse de manera efectiva para la guerra también insisten, en la inmensa mayoría de los casos, en que las mujeres no deben luchar en absoluto. Esto no es muy eficiente. Incluso si uno admitiese que los hombres son, en términos generales, mejores en la lucha (y esto no está nada claro, depende del tipo de lucha), y hubiera que elegir simplemente la mitad más corporalmente apta de cualquier población dada, entonces, algunos de ellos serían mujeres.
En cualquier caso, en una situación verdaderamente desesperada puede ser suicida no emplear todas las manos que tengas. Sin embargo, una y otra vez nos encontramos con hombres, incluso aquellos relativamente no beligerantes, decidiendo que preferirían morir antes que romper el código que dicta que a las mujeres nunca se les debería permitir manejar armas. No es extraño que nos resulte tan difícil simpatizar con las víctimas masculinas de atrocidades: son, en la medida en que segregan a las mujeres del combate, cómplices en la lógica de la violencia masculina que los destruyó. Pero si estamos tratando de identificar ese defecto clave o un conjunto de fallas en la naturaleza humana que permita que esa lógica de la violencia masculina pueda existir, para empezar, nos deja con una imagen confusa. Tal vez no tengamos ningún tipo de propensión inherente para la dominación violenta. Pero sí tenemos una tendencia a tratar esas formas de dominación violenta que existen, comenzando con la de los hombres sobre las mujeres, como imperativos morales en sí mismos.
El título original, The Bully’s Pulpit, hace referencia al dicho acuñado por el presidente estadounidense Theodore Roosevelt, quien se refirió a la Casa Blanca como “a bully pulpit”. Con ello se refería a una plataforma ideal desde la que defender una agenda. Roosevelt usó la palabra “bully” que hoy día se usa con la acepción de “abusón” pero que también puede significar "excelente" o "maravilloso", significado que de hecho era más común en su tiempo que hoy en día. (N. de la T.)
David Graeber es antropólogo y profesor de la London School of Economics.
Este artículo se publicó originalmente en The Baffler.
Traducción de Maialen Lizarralde.
A finales de febrero y principios de marzo de 1991, durante la primera Guerra del Golfo, las fuerzas de EEUU bombardearon, hostigaron y dieron fuego de muchas maneras a miles de hombres jóvenes iraquíes que trataban de huir de Kuwait. Hubo una serie de incidentes de este tipo (“Autopista de la muerte”,...
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David Graeber
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