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Cuando Gismonti salió del edificio donde se encontraba su oficina vio que Milton ya estaba allí. Lo estaba esperando mientras contemplaba pasar los coches. Tenía las manos en los bolsillos, parecía absorto. Gismonti se acercó a su lado.
--Vaya día que llevo--, le dijo Milton en cuanto lo sintió próximo. Luego se volvió. Llevaba gafas de sol, así que no se le reconocían los ojos. Sonrió y se volvió hacia su amigo para arrastrarlo a caminar.
--Tomemos un refresco. Tienes el tiempo de siempre, ¿no?
--Una media hora, lo que es bajar a desayunar. Podría arañar un rato más.
El local era el habitual. Una cafetería amplia y de techos altos, debieron abrirla en los cincuenta. Mesas de buena madera, sillas sobrias pero cómodas. Estaba situada en la esquina de una pequeña plaza y tenía dos grandes ventanales que se abrían hacia la avenida que arrancaba en ese punto. Excelentes vistas al bullicio de la calle, por eso les gustaba ese lugar. Solían sentarse al lado de los ventanales, pero esta vez todas las mesas próximas estaban ocupadas. Se fueron al fondo.
Milton ya no llevaba un taxi, ahora se dedicaba a sus negocios. Casi siempre con Kelvin, y con Moritz asomado ahí al fondo, esa presencia incómoda (como una sombra). Hace poco se había comprado un Mercedes de color negro de segunda mano, un modelo un poco viejo. Gismonti se había propuesto irle diciendo a su amigo que aquello de que guardaran sus paquetes en su casa tenía que terminar. Estaba harto de tanto ajetreo, con Milton apareciendo a las horas más extravagantes para preparar unas cuantas papelinas. Pero llevaba tiempo buscando una excusa para sacar el tema. No quería parecer descortés.
--Anoche tuve una extraña conversación con Kelvin--, le explicó Gismonti a Milton.
Pidieron una Coca Cola y un café con leche con un pincho de tortilla.
--Me dijo que le encantan los travestis del Columbia, ¿sabes a qué sitio me refiero? No llegué a saber si estaba bromeando.
--Sí, conozco ese antro, pero no sabía que se llenaba de travestis.
--Debe haber mucha desenvoltura allí--, dijo entonces.
--¿Qué es eso de desenvoltura, Gismonti...? Siempre con tus expresiones.
--Kelvin, ya sabes, es un poco fantasma. Seguro que quería provocarme.
--Ya--, dijo Milton.
--Dijo que eran muy divertidos. ¿Tú has conocido a alguno?
--Cuando hacía turno de noche solía caer alguno. No siempre. Una vez al mes, un par. Depende de por dónde vayas.
--¿Pero hay muchos entonces?--, preguntó Gismonti.
--¿Muchos? ¿Cuánto es muchos?
--Muchos, muchos, pues que hables con ellos, que te los encuentres y los reconozcas y te saluden. Todo eso.
--Pues según el barrio, me imagino. Aquí, aquí, no he visto ninguno.
--Kelvin dijo que le encantaba cómo lo hacían los travestis del Columbia.
Esta vez estaban al fondo de la cafetería, así que Gismonti abundó en las situaciones que le había contado su amigo la pasada noche, quería ver exactamente cómo reaccionaba Milton. Eso sí: bajó un poco la voz.
--Con tal de ver la cara que pones, yo también te podría haber contado cualquier historia de travestis--, dijo Milton.
Gismonti se picó. Hizo algún gesto para desacreditar a Milton, una especie de “uf, siempre con lo mismo”, y su querido colega no tuvo más remedio que reírse.
--Te veo extraordinariamente preocupado por la vida íntima de Kelvin--, le comentó.
--Sólo quería saber si es corriente. Lo explicaba con mucha desenvoltura, por eso la palabra: como si fuera algo que hacen todos.
Milton levantó los hombros, estaba viendo que Gismonti lo iba a terminar metiendo en un laberinto. Decidió cambiar de tema.
--¿Anoche estuvo también Ana con vosotros?
Gismonti negó con la cabeza, y prefirió casi ni haber oído aquel nombre. Se sentía incómodo por haber sacado una conversación tan ridícula. Eso pasa por verse tanto con las mismas personas, pensó, que terminas hablando por hablar. Salvo de lo fundamental. Consideró que tenía que atreverse en ese mismo instante con el gran asunto que le quitaba el sueño.
--Milton--, dijo con solemnidad, y se quedó callado.
--Está bien, ¿qué más ocurre en el Columbia? ¿Qué más necesitas saber?
--No, nada. Lo que quería decir es que los paquetes, no sé, ya no tiene sentido que los siga guardando yo. Tú vives ahora solo. Es absurdo que tengas que venir cada rato por casa.
Milton se quitó las gafas. Tenía unas ojeras tremendas y con una mirada infinitamente cansada se dirigió a Gismonti.
--Así que todo esto de los travestis no era más que para marear un poco y para quitarte de en medio acusando a Kelvin de pervertido.
Gismonti le aguantó la mirada.
--Sabes que no es así--, contestó en voz baja.
--Te dijimos que era por una temporada, tienes razón. --Milton decidió sobre la marcha cambiar de estrategia. Lo peor era cercar a Gismonti, igual se sentía amenazado y le saltaba a los ojos.
--Vamos a importar pasta hecha a mano y trufas negras del norte de Italia--, le explicó. --Es un negocio seguro, pero lento. Hace falta un poco de tiempo para conquistar una clientela fija. Y nos ayuda mucho, mientras tanto, dejar los paquetes en tu casa. Luego ya todo se acabará. Es cosa de meses, te lo prometo.
Milton había terminado ya su Coca Cola. Gismonti apuró lo que le quedaba de café. El pincho de tortilla lo había ido liquidando al hilo de la conversación.
--No hay prisa, Milton, ya sabes que no hay prisa.
Cuando Gismonti salió del edificio donde se encontraba su oficina vio que Milton ya estaba allí. Lo estaba esperando mientras contemplaba pasar los coches. Tenía las manos en los bolsillos, parecía absorto. Gismonti se acercó a su lado.
--Vaya día que llevo--, le dijo Milton en cuanto lo sintió próximo....
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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