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Cuando Milton y Kelvin se fueron, Gismonti empezó darse cuenta de que acababa de meterse en una vida peligrosa. No le preocupaba tanto el peligro en sí, del que no sabía hacerse una idea exacta, sino el no estar a la altura de ese peligro, y eso sí le resultaba familiar. No se sentía, en verdad, dotado para colocarse en el lado torcido de la vida, y pensaba que metería la pata a la primera oportunidad.
Miro las dos bolsas de El Corte Inglés. Comprendió de inmediato que eran mucho más que dos bultos, habían ocupado su casa como la hubiera ocupado un extranjero, no sólo es que estuvieran impertérritas sobre el sillón donde se sentaba a escuchar música, es que parecía que reclamaban su atención, que le pedían un trato especial, mimos, cariño.
Ni hablar, pensó Gismonti. Si empezamos así, con tantas deferencias, esto puede convertirse en un infierno. Así que actuó con resolución. Se dirigió al sillón, cogió los paquetes, se agachó debajo del sofá y los metió debajo. Luego, espontáneamente, como si no hubiera mediado orden alguna, se dirigió al cuarto de baño a lavarse las manos.
Las enjabonó como si las tuviera llenas de grasa, las frotó con intensidad, literalmente había dejado de pensar: sólo rascaba sus dedos sobre las palmas y sobre los otros dedos, y volvía de nuevo y repetía, cada vez con más espuma. Se aplicó como un profesional de la limpieza, luego dejó correr el agua, cogió una toalla y, mientras se secaba, se enfrentó a sí mismo.
Se tenía ahí delante, ocupando todo el espejo. Le salió, mecánicamente, el gesto de fruncir un poco la nariz. Lo hacía siempre, era su manera de darle un poco de vida al rostro impávido que lo miraba del otro lado. Como si lo reconociera y le hiciera una broma y aceptara que sí, que de acuerdo, estamos juntos en esto, etcétera. Hizo otro gesto con la boca, la torció. No era un gesto habitual, quería mirarse como si fuera otro, como si a partir de ahora aquél que estaba enfrente fuera capaz de imponerle incluso un cierto temor, cuando menos respeto. Probó de varias maneras, bajó por ejemplo los párpados y mordió con fuerza, a ver si se le ponía un rostro más severo. Pero no resultaba convincente. “Debo de cambiar algo de manera drástica”, se le ocurrió.
Pero esto es lo que hay, pensaba al mismo tiempo. Dejó los gestos (las muecas) para otra ocasión, y se miró como quien se mira muy adentro, sin máscaras. Procuró que en cada minúscula superficie de sus mejillas no existiera ningún latido, encontrar un punto muerto donde nada influyera y se pudiera interrogar a fondo. Se dio cuenta de que su cuerpo se estaba acercando al espejo, se dio cuenta de que sus ojos cada vez miraban ya solo sus ojos, incluso que sus ojos se metían dentro de sus ojos. Y cuando estaba en ese proceso tan intenso y que lo tenía medio envarado en el cuarto de baño se encontró de pronto que estaba mirando a Ana. No es que Ana estuviera del otro lado del espejo, es que al perderse por dentro de sí mismo era cuando se había encontrado con ella. Vaya, pensó Gismonti, vaya sorpresa. Se le dibujó una sonrisa, se apartó del espejo como si estuviera acosándola con tanta mirada. Tuvo un poco de vergüenza y constató que algo le había dado un brinco en la barriga. Así que se fue corriendo a poner un poco de música.
Se sentía extraño, ¡qué diablos!, aquella noche había quedado con Ana para salir de fiesta. Bueno, no había quedado exactamente él, el que levantó el teléfono y marcó el número y fijó las condiciones --tal hora, tal sitio-- fue Kelvin, pero Gismonti tuvo la impresión de que el protagonista de aquella iniciativa era en realidad él, y dio por hecho que Ana aceptó el envite porque en la jugada estaba incluido él. De hecho, Kelvin empezó diciendo “estoy aquí con Gismonti y hemos pensado que sería una buena idea”, y tal y tal. Habían quedado a las nueve y media.
Buscó un poco de música negra, un blanco que cantara música negra, eso es lo mejor, se dijo. Y subió el volumen. Regresó entonces corriendo al cuarto de baño pero esta vez para interrogarse en el espejo sobre su aspecto. No quería que Gismonti mirara a Gismonti, que ahí siempre sacaba conclusiones falsas, o se engañaba, o se contaba una película. Lo que quería era verse fuera como si lo fuera mirar Ana. Le hubiera encantado, viéndose como habría de mirarlo después Ana, dar una buena impresión. Se meció uno poco los pelos. Así mejor.
Volvió al salón y, largo como era, se marcó unos pasos de baile. Le gustaba seguir el ritmo con los brazos doblados por la mitad, agitando las manos. Fue un poco de un lado a otro, haciendo el ganso o haciendo el pato, según se vea, y pensando que, justo así, de esa manera tan ridícula, no le gustaría que lo viera Ana. Pero estaba contento, para qué andarse con remilgos. En ese instante, algo lo llamó desde debajo del sofá.
Vaya, se había olvidado ya. El extranjero que tenía en casa reclamaba su atención. Los paquetes malditos, en buena se había metido. Gismonti se dirigió a la puerta de casa, miró a través de la mirilla, no fuera a haber nadie espiándolo, no estarían llegando los cuerpos de seguridad para detenerlo. No vio nada. Para cerciorarse, abrió lentamente la puerta y sacó la cabeza. Nadie, no había nadie. Respiró tranquilo.
Cerró con cuidado. Puso el seguro por si acaso. Bueno, se dijo, tengo que hacer algo. No puedo tener ese material ahí, a la vista de todos, tan cercano. Imaginó que llegaba de fuera y entró al salón como si todo le resultara nuevo. Se fijó si así, a primer golpe de vista, se divisaba el cuerpo del delito asomando por debajo del sofá. No, nada. Tampoco lo había hecho tan mal. Luego se invitó a sí mismo a sentarse en su sillón. Lo hizo como un recién llegado, como un intruso. Vaya, ¿qué tiene usted en esas bolsas de El Corte Inglés que asoman bajo su sofá? Mierda, desde ahí sí se veían, y cantaban con descaro.
Gismonti se precipitó al suelo, cogió las bolsas, tenía que hacer algo con ellas. Fue a su habitación, abrió el armario, las colocó entre los zapatos, medio escondidas. Pero pensó que aquel escondite era demasiado previsible. Es lo primero que haría la policía, se dijo, buscar entre los zapatos. Cuando puso las bolsas dentro de la maleta, que guardaba en la parte superior, se dijo que la segunda cosa que haría la policía sería buscar dentro de una maleta si no había encontrado el material debajo de los zapatos. Probó en la cocina, dejando caer sin querer los paquetes entre las patatas y las cebollas, ¿y cuál sería el tercer lugar donde buscarían los sabuesos el botín escondido? Exactamente: entre las patatas y las cebollas.
Gismonti lo probó todo. En cada lugar donde encontró sitio camufló como pudo las bolsas, las envolvió con las toallas, las colocó entre los libros (como si fueran dos novelas del siglo XIX), las metió en la nevera. Y todo le pareció demasiado previsible. Pensó que la única manera de salvarse era tener eso fuera de casa. Así que buscó un trozo de cuerda que le sobró de un tendedero que había improvisado entre ventana y ventana en el patio interior para colgar la ropa. Ató entonces muy bien las dos bolsas de El Corte Inglés de un extremo, las sacó por una ventana para colgaran contra la pared del patio y amarró el otro extremo en las tuberías del inodoro. Ya está.
Los paquetes lucían ahora inmaculados a la vista de todos los vecinos, pero Gismonti estaba tranquilo. Se sentó a leer.
Unos minutos antes de salir a la cita con Ana reparó en el disparate. Tiró de la cuerda, cogió los paquetes, los tiró sobre su cama. Y salió zumbando.
Cuando Milton y Kelvin se fueron, Gismonti empezó darse cuenta de que acababa de meterse en una vida peligrosa. No le preocupaba tanto el peligro en sí, del que no sabía hacerse una idea exacta, sino el no estar a la altura de ese peligro, y eso sí le resultaba familiar. No se sentía, en verdad, dotado...
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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