Evidencias
El misterio del codo fantasma (y una insospechada erotomanía)
Alain-Paul Mallard 3/02/2016
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Una agradable tarde de mayo de 2011. Estoy, como a cada tanto, de paso por la Ciudad de México. Deambulo por el viejo barrio de San Ángel —el mío—, al sur de la urbe inabarcable. Me acompaña un amigo francés, Jean-Denis, en su primera visita a estas tierras. Al tiempo que le sirvo de guía, aprovecho para revisitar, en clave memoriosa, algunos escenarios de mis años mozos.
Pasado el fresco y fragante Mercado de Flores, doblamos de Avenida Revolución hacia Avenida La Paz. Resulta un tanto voluntarioso que la revolución se cruce con la paz. Vamos de camino al Parque de la Bombilla, donde hay algo que deseo ver y mostrar: el ciclópeo Monumento al general Álvaro Obregón.
Un gran espejo de agua —seco— penetra en el parque. Detrás, asentada en un basamento piramidal, se yergue una imponente torre de hormigón. Podría decirse, de su estilo, que es un art decó nacionalista. Brutal e hipertrofiado. Los muros exteriores dan respaldo a colosales grupos escultóricos. Una franja vertical en tabicón de vidrio recorre la fachada. Resulta más que clara la voluntad de aunar, en un todo simbólico, arquitectura y escultura.
Nadie mejor que Obregón encarna, en México, la esencia misma del caudillo revolucionario. Él fue, a la postre, el vencedor de la Revolución —eso si las revoluciones las gana una persona en concreto—. Improviso, para Jean-Denis, un curso abreviadísimo: Revolución Mexicana de 1910 for dummies. Despachado el caos, pasamos a lo anecdótico, lo que nos trajo.
Obregón fue asesinado aquí en 1928, cuando el lugar era una huerta con un restaurante al aire libre llamado La Bombilla. Ya presidente electo y en pugna abierta con el clero, Obregón era homenajeado por su reciente reelección. El brazo ejecutor fue el de un fanático ultracatólico, José de León Toral, quien camuflado como caricaturista se acercó al caudillo al momento del postre para mostrarle un retrato. Le disparó seis balas calibre 32, a quemarropa.
Tal es la versión asentada en los libros y avalada por la historia oficial, aunque un magnicidio nunca resulta así de límpido: la prensa de la época filtró el informe de la autopsia, que consigna un total de 19 orificios, de tres calibres distintos...).
Subimos por la escalinata, amplia, majestuosa. Dos gigantas de granito flanquean, impasibles, la entrada. La fecundidad lleva en la palma derecha una mazorca de maíz; de su mano izquierda cuelga una hoz. El trabajo sostiene un martillo y una guirnalda. La épica agrario-proletaria en que creía el México Cardenista. Son, como todos los sólidos grupos alegóricos que rodean el edificio, como las estatuas de bronce al interior, obra del escultor Ignacio Asúnsolo.
Orna la pesada puerta de acero de dos hojas una cadena colosal. Entramos. El imponente edificio está desierto. Nuestras suelas de goma rechinan sobre el mármol. Hay una vieja silla de cocina con una chaqueta echada en el respaldo. Un hombre friega el piso. La torre, de planta ochavada, es hueca. El techo queda muy, muy alto. La helada e imponente oquedad del recinto pone cada sonido a rebotar, lo cual inclina con naturalidad nuestras voces al susurro.
Sobre el altar mayor hay un águila de alas desplegadas y cabeza en perfil. Muy años treinta. De pie bajo el ave, al doble de la escala natural, un titán escruta el horizonte. El ceño refleja determinación y autoridad. Es, el de Obregón, un rostro apuesto y varonil ornado de mostachos en punta. El brazo izquierdo cae a lo largo del poderoso tronco. El otro, cercenado, se interrumpe a un palmo del hombro. Un ancho cinturón. Un pantalón para montar, ceñido a la pierna por altas polainas cruzadas de correas. La figura impone. La pátina del bronce queda a medio camino entre el oro y el moho.
Todo en mayúsculas, el basamento reza: “Al General Álvaro Obregón en el lugar de su sacrificio”.
Desde los laterales, con florida prosa de época, un par de proclamas alaban al héroe por “combatir el pretorianismo” o “iluminar el alma de las multitudes”, y dos estatuas en posición de firmes, el pecho cruzado con un par de vueltas de canana y el fusil de cerrojo al pie, montan la guardia. Los colosos cobrizos son dos revolucionarios idealizados, sí, pero son también los adustos guardaespaldas yaquis del caudillo, cuyos nombres no consignó la historia.
Arquitectura suntuaria —forma sin función, o de función exclusivamente simbólica— el monumento fue inaugurado en 1935 durante la presidencia del general Lázaro Cárdenas. Es diáfana la voluntad del poder por asentar su versión de la historia. La historia oficial también se escribe en piedra. Mármoles negros, verdes, rojos: la legitimación de un legado político.
Todo desmesura, el monumento a Obregón es de hecho un cenotafio, un monumento funerario sin un cuerpo dentro.
O casi: durante décadas albergó, para beneplácito del fetichismo nacional, una mano en un frasco de formol.
El pozo central revela, abajo, una sala hipogea. Visto lo que hay que ver en la planta principal, nos disponemos a bajar.
Sobre un muro trunco de sólidas proporciones art decó —sirve de balaustrada a la escalera descendente— hay unas botas puntiagudas y un sombrero texano. Hay también en el veteado mármol, un manojo de llaves y un tabloide abierto en las páginas centrales. Mal disimulado entre las hojas asoma el orondo par de senos y caderas de una revista de encueradas.
Abajo, fugada de un Museo de los Horrores, estaba LA MANO.
Mi abuelo materno me traía a verla después de desayunar wafles en la cafetería Sanborns de Avenida La Paz.
La gélida y sombría sala subterránea. En el mármol rojo, una hornacina enrejada, alta para los ojos de un niño. Tras la pesada reja y bajo una columna de luz artificial, un gran frasco de vidrio. Dentro, un líquido del color de un té poco cargado. Perfectamente quieto. Inmerso en él, un antebrazo cercenado —poderoso, velludo—; una mano grisácea, a medio cerrar en torno a un cetro inexistente.
Dudo que en mis visitas infantiles resultara yo sensible a la escenografía del poder; iba en busca de otra cosa: de que la mano se moviera. O de que no se moviera.
Y la mano se movía, sí, aunque jamás lo hizo en mi presencia. Mis visitas eran esporádicas, pero reiteradas. Así pude ir constatando, durante la adolescencia, el progresivo deterioro de la materia humana. El antebrazo en zozobra se asentaba cada vez más en el fondo del frasco. Macerada durante decenios, la piel se había ido desgarrando y, para mi última visita, la mano henchida parecía brotar directamente de un amasijo blando y estragado con apariencia de boloñesa cruda y estopa mojada. El formol oscureció hasta tomar un tono de cognac. Allí estaba la Historia, embalsamada.
Me fui del país. Mis mórbidas visitas cesaron.
Sólo ahora retorno.
Donde antes estuviera el pesadillesco frasco de conserva hoy —constatamos— hay un estilizado brazo de bronce.
Rememoro, ante Jean-Denis, mis abigarradas impresiones infantiles. Sin dejar de conversar, volvemos a la planta principal. Allí le brindo, en una escala de detalle menor que la presente, algo de contexto:
1915. Punto álgido de la lucha armada. Una sucesión de cruentos combates enfrentan a los Convencionistas —La División del Norte del mítico Pancho Villa— con el Ejército Constitucionalista bajo mando de Obregón. Conocida con el nombre genérico de La Batalla de Celaya, la campaña se saldaría con la derrota final de Villa. El 3 de junio, en la hacienda de Santa Ana del Conde, Guanajuato, a unos 25 metros de las trincheras, la súbita explosión de una granada sorprende a Obregón y sus lugartenientes. Al incorporarse, Obregón se percata de que le falta el brazo derecho. Ante el agudísimo dolor y el desangramiento inminente, su reacción instintiva es sacar la pequeña pistola Savage que lleva al cinto y —cuenta él mismo— “consumar la obra que la metralla no había terminado”. El suicidio se frustra: no había tiro en la recámara; su ayudante había limpiado el arma el día anterior.
Obregón perdió el brazo. Terminaría, a la postre, ganando la Revolución. Y, en 1920, la silla presidencial.
—Eso que están hablando... Es francés ¿verdad? —nos interrumpe un hombre en quien apenas había yo reparado. El guardián del templo.
—Sí, le estoy contando aquí al amigo, que es francés, de la mano de Obregón. ¿A usted todavía le tocó?
—¡Uy, sí! Me tocó, ¡me tocó hasta sacarla cuando se la llevaron!
—Qué, ¿tiene mucho aquí de guardia?
—Pues fíjese joven que pensé que era una chamba que iba a agarrar nomás un rato y, mire usted, ya voy para treinta años...
Pongamos, para el aquí y ahora, que se llama Elpidio. Dice ser oriundo de Oaxaca, de un vallecito con tierra de la buena. Es un hombre bajito, entrecano, de mirar ligeramente estrábico y/o ligeramente alucinado. La talla de sus orejas lo pone sobre la barra de la séptima década. Viste como hombre del campo: pantalón de dril y camisa azul en tela de cambaya con una camiseta blanca debajo. Lleva botas de hule, pues ha estado trapeando.
—Cuénteme de la mano. ¿Cuándo se la llevaron?
—Ya tenía años la familia haciendo ruido, pero nomás no pasaba nada. Hasta que un día sí, en el 98, llegaron con las actas. Una orden judicial. Nomás que ya nadie sabía dónde estaba la llave. “Que a ver, que usted... ”. ¡Yo qué la iba a tener, pus yo qué! ¡Yo nomás pasaba la jerga! Total que me mandaron a traer un cerrajero, y ya él ¡záz! que truena la chapita. Y sacamos el frasco. ¡Bien pegado que estaba! Y que me dice el licenciado: “Usted se viene con nosotros”. Y que le digo: “Pues vamos, pues”. Le eché candado al monumento y me fui con ellos al crematorio, allá en Tlalpan. Ya allí entregamos la mano y ahí nos tienen, espere y espere. No salió casi nada. Nomás... ¿qué le dijera yo?, como una cucharada sopera de cenizas. Luego llegó una señora de la familia, que ya había yo visto alguna vez, con una cajita de plata. Y echamos las cenizas dentro, que para que se las llevara a Huatabampo, Sonora, donde está la tumba de mi General, donde pasó su infancia.
Voy traduciéndolo todo, abreviándolo al vuelo para que Jean-Denis pueda seguir la historia. Resulta explicable, natural incluso, que tras media vida pasada en el solitario y helado cenotafio, el guardián se haya interesado por saber quién fue Obregón.
¿Qué hacer con un trozo de sí mismo?
La pregunta es por demás interesante. Espero nunca tener que tomar semejante decisión y deseo de todo corazón que tampoco ustedes se vean obligados a hacerlo.
Un apunte de Maupassant —hace tiempo lo copié en una de mis libretas— habla del marino en alta mar a quien la soga de un cabrestante le cizalla el brazo y que se opone, terminante, a que su brazo sea arrojado por la borda. Se decide, colectivamente, conservarlo en un tonel de salmuera para llevarlo a tierra firme y allá darle cristiana, sosegada, definitiva sepultura.
Yo me diría, sospecho, “ya qué más da”, y lo lanzaría a los tiburones. Pero puedo, claro está, compadecerme y comprender tanto empecinamiento.
Antonio López de Santa Anna, caudillo mexicano del siglo previo, perdió una pierna en el bombardeo francés del Puerto de Veracruz. Magnánimo, la hizo pasear por la capital en una procesión religiosa seguida de un desfile militar. Luego fue enterrada con salvas y honores. Años más tarde, en una revuelta para derrocarlo, la turba enardecida profanó el sepulcro. Despertada de su sueño, la pierna se perdió en la lucha.
Y ya en esas, cómo no pensar también en la dilaceratio corporis de Federico Chopin, cuyo corazón fuera extirpado por voluntad suya —siempre temió ser enterrado vivo— y llevado de contrabando, en calesa, de París a Varsovia en una urna de licor. Reposa encastrado dentro de un pilar en la Iglesia de la Santa Cruz.
Una curiosa simetría: tras su fusilamiento, el cuerpo del asesino confeso de Obregón, José de León Toral, fue entregado a sus familiares. Auxiliados por un primo hermano, patólogo, le extrajeron el corazón perforado por las balas, que se convirtió en reliquia para el ultra católico Movimiento Cristero...
¿Qué movió a Obregón a conservar su brazo?
¿Grandilocuencia?
No. El monumento funerario in situ no fue erigido sino hasta 1934-35, por administraciones posteriores.
¿Dónde estuvo albergado el frasco de claro formol durante los trece turbulentos años en que, mocho, Obregón vencía a todos sus oponentes, despachaba rivales y daba, con mano firme, rumbo al nuevo país?
Estabilizado en formaldehído en una dilución al 5% en agua, el antebrazo sobrevivió durante décadas al célebre Manco de Celaya.
—Se le ve que es usted leído, eso que ni qué —me concede de improvisto Elpidio—. Pero yo que soy de rancho le voy a probar que no se las sabe todas...
Me pilla desprevenido.
—Allí —señala al imponente bigotón de bronce—, en la estatua que le hizo al General el maestro Asúnsolo, ¿dónde termina el brazo?
—Por arriba del codo.
—¿Y en el frasco? Nomás estaba el antebrazo, ¿verdad? De aquí pa' acá —nos indica trazando cortes en su propia extremidad.
—Sí, sí, era nomás el antebrazo...
—¿Tons? ¿Quihúbole? —me reta su mirada asimétrica. ¿Ontá el cacho faltante? ¿Eh?
Es verdad. Nunca lo había notado. La demostración, impecable, me deja en vilo: El misterio del codo fantasma...
—Tradúzcale a su francesito. Pa'que entienda —sugiere al fin Elpidio.
Sólo cuando lo he hecho nos brinda explicaciones.
—Pues resulta que aquí mi General —señala con un gesto al gran estadista— era bien putero. Le voy a contar algo que pocos saben: le gustaba usar el muñón para gratificar a las muchachas. Y bueno, pues una de tantas que le contagia el muñón de gonorrea. Como ya se le andaba gangrenando le tuvieron que mochar otro pedazo. Pero el trocito de brazo ya no se conservó...
—¡Vaya! ¡Esas sí son noticias! ¿Y usted cómo se enteró?
—Tradúzcale.
Pongo todo en francés para un Jean-Denis que alza las cejas ante la excesiva literalidad de mi “pour gratifier les filles”. Don Elpidio aguarda su turno con una sonrisa chueca y un raro brillo en la estrábica mirada.
—Lo descubrí con un amigo que tengo, que viene a veces a verme y que es historiador. Ya está viejito como yo, pero a los dos nos interesa la Revolución. Y las cosas del sexo.
—Ya veo...
—¿Qué, a usted no le interesan las cosas del sexo? —me lanza.
—Sí, sí, como a todo el mundo —me defiendo—, ¿no?
—Bueno, no a todo el mundo le interesan igual...
Ha hecho irrupción de pronto, insospechado, el verdadero tema y la plática ya sólo transitará por esa nueva ruta. No es que me escandalice, pero tales entradas en materia raramente se dan con desconocidos.
Entre sus múltiples desplantes, Elpidio me ilustra —también lo descubrió en mancuerna con el viejito historiador— sobre cómo le hace, a su edad, para seguir funcionando:
—Me consigo muchachas que estén dando de amamantar. Me les prendo a la chichi y me chupo su lechita. Eso da vigor viril. Un ratito de cuando en cuando y bien que se pone tiesa la mazacuata. ¡Bien recio que se entiesa!
Y así.
Durante la charla emplea cinco o seis términos para referirse al pene, y otros tantos, de singular riqueza metafórica, para denominar la vulva. Mi traducción simultánea es sin duda pobre. Elpidio podría seguir durante horas, girando en círculos centrípetos, cada vez más entusiastas y procaces, en torno al remolino de las cosas del sexo.
Jean-Denis y yo nos miramos. Urge cortarlo en seco.
—Oiga, y allá arriba, aquel balcón —señalo el alto techo de la torre— ¿se puede visitar?
—De poderse, se puede... Todo se puede. ¡Hasta salir al techo se puede! ¿Pa'qué quiere subir?
—Pues por la vista.
Se lo piensa.
—A veces dejo a los chavos treparse a echar un faje, como ellos dicen —agrega guiñando su mejor ojo—. Y ya ellos me dan una propinita...
Los amoríos juveniles suelen ser, huelga decirlo, amoríos modestos. Así que don Elpidio hace lo suyo: “regentea” el cenotafio del caudillo para los amantes adolescentes.
También a los turistas nos cobra la visita al techo, aunque nosotros ponemos el precio. Deslizo el billete dentro del sombrero texano.
—Pásenle pues —nos abre la puerta a la escalera—.
Dentro hay un par de baldes, algunos trapeadores, una caja de cartón en la que asoman, impresas a color, tetas y nalgas.
—Nomás que se fundió la luz y no he cambiado el foco. Ahí se suben a tientas.
El arranque de la espiral se pierde en penumbras.
—Allá arriba anda ahora una parejita... —intima con malicia Elpidio y enseguida azota, tras nuestras espaldas, el portón de metal.
La experiencia es la de una súbita ceguera. Son vueltas y más vueltas por la estrecha espiral ascendente. Comienzo por contar peldaños. Pronto lo dejo. Un chiflón helado y silbante sopla en la negrura más negra. Vueltas y vueltas. Aunque la desorientación es total, no hay manera de perderse y la perfecta regularidad de las formas resulta extrañamente reconfortante...
Ahora que, años más tarde, me propongo interrogar el misterio del codo fantasma, una rápida consulta en la Red me devuelve dos añejas fotografías de un Obregón convaleciente tras caer herido en batalla. A lo que se ve, las vendas están ya por encima de la articulación. Así que no es difícil aventurar una hipótesis.
Una mutilación por metralla —a punto estaban de alcanzar la trinchera cuando sobre el General y sus lugartenientes cayó la nutrida lluvia de acero que los echó por tierra— no hace un corte quirúrgico. El codo fantasma simple y llanamente voló desgarrado con la explosión. El brazo perdido, según cuentan algunos testimonios, fue hallado sólo más tarde entre los escombros, cuando al fin la artillería villista cesó de dar castigo. Lo recogieron y envolvieron en unos trapos. Se salvó lo que se pudo. Al general le ligaron el muñón, y al frasco de formol fue a dar nada más el antebrazo.
Lo cual quizá no exima al prócer de putero.
Pero volvamos al punto en el que íbamos: un giro entre muchos en la oscuridad de un tornillo sin fin. Las piernas quieren flaquear. De pronto, aleluya, un filo de luz.
El ascenso nos arroja ante una sólida puerta. Abre a un mirador interior. Un balcón cuadrangular de vértices ochavados que corre, asomado al vacío, por los muros internos del edificio. Una joven pareja de enamorados interrumpe su tímido beso para permitirnos pasar. Su osculum interruptus es, cabe aclararlo, más tierno que tórrido. Saltamos sobre dos mochilas abandonadas en el piso.
Apoyados en el antepecho, observamos durante un rato, desde arriba, el vano trajinar de don Elpidio. Camina en círculo en torno al pozo central. Lo achata el fuerte escorzo de una caída cenital de más de quince metros. Da vueltas y vueltas en el sentido de las manecillas del reloj. Treinta años. Una ronda obsesiva y silenciosa. Gira. Elucubra acaso sobre los hechos de la vida del Caudillo. Y acaso pone también imágenes —con el precioso auxilio de sus revistas de encueradas— a lo que, se imagina, ocurre por encima de su cabeza. De pronto se detiene e invierte el sentido de su giro.
Decidimos seguir.
Volviendo a la escalera, descubro a un costado de la puerta un grafiti conmovedor en su indigente ortografía:
“Amanda y Luis tuvieron aquí una cesion de amor herotico y censual”.
Tres o cuatro vueltas más por la espiral ascendente. Empujamos una nueva puerta de metal —chirría— y salimos a la intensa luz de media tarde. Un día sin nubes en el Valle de Anáhuac. La terraza es de inhóspito hormigón armado, con un par de inexplicables estructuras de rieles herrumbrosos. Pero el grato efecto general es el de un balcón que mira mecerse las copas de los fresnos. Ofrece una vista panorámica, inédita, del sur de la ciudad.
Y sí. Mínimamente acondicionado, sería en un día de primavera un estupendo sitio para —como pide el Arcipreste de Hita, aquel otro erotómano genial— folgar con fembra placentera.
Una agradable tarde de mayo de 2011. Estoy, como a cada tanto, de paso por la Ciudad de México. Deambulo por el viejo barrio de San Ángel —el mío—, al sur de la urbe inabarcable. Me acompaña un amigo francés, Jean-Denis, en su primera visita a estas tierras. Al tiempo que le sirvo de guía, aprovecho para...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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