Tribuna
Realistas, socialdemócratas, civilizados
España es una excepción y una oportunidad. La mayor parte de los españoles (Podemos, PSOE e IU) ha votado a las izquierdas
Santiago Alba Rico 3/02/2016
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Me gustaría proponer dos tesis como umbral de este artículo y presupuesto de las breves reflexiones sucesivas.
La primera es la de que el capitalismo, por su vocación totalizante, en extensión y en intensión, y por su poder para conectar tecnologías, acumulación, mercancías y deseos, es mucho más que un modo de producción: es una civilización y una civilización global. El esclavismo o el feudalismo no eran civilizaciones; aunque impusieran relaciones de poder homologables, estas relaciones no dominaban el conjunto de la vida ni determinaban los vínculos antropológicos y culturales de las clases populares. Por eso las civilizaciones griega, china o árabe, desarrollándose en relativa independencia respecto de las relaciones de producción, podían asimismo diferenciarse entre sí.
Este libre mercado es el primer régimen económico de la historia que explota también el tiempo social en su conjunto, el tiempo de ocio, la intimidad emocional e incluso —según cuenta muy bien Stiegler— la duración misma de la conciencia conectada a los dispositivos digitales de la “proletarización del placer”. A principios de los años 70 el gran Pier Paolo Pasolini describía con lúcida amargura este proceso en virtud del cual el acceso a mercancías baratas —”la televisión y el automóvil”— había logrado lo que ni siquiera el fascismo había esbozado: destruir la cultura popular.
Pero si el capitalismo es una civilización global —que entrelaza de tal manera el progreso tecnológico y la voluntad individual que ya no es posible separarlo del destino de la humanidad— tiene razón Isaac Joshua cuando afirma que su fin tendrá que ver más “con la caída del Imperio Romano que con la Revolución Francesa”. Ya no habrá revoluciones francesas. Habrá violencias explosivas, contracciones atávicas frente al “hombre nuevo” inventado por el capitalismo y generalización de las identidades mafiosas como “estadio superior del sistema”. Pero no habrá más revoluciones francesas; y mucho menos revoluciones soviéticas.
Vivimos en una Europa y en un mundo postrevolucionario en el que el peligro se deriva —pensemos en la llamada crisis de los refugiados— de la descomposición de los valores republicanos y de la victoria de los bárbaros internos. Ha ocurrido antes pero nunca en un cajón mundial electrificado. Un proyecto europeo de izquierdas a principios del siglo XXI no debe proponerse el derribo de la Bastilla o la toma del Palacio de Invierno sino la trabajosa y delicada labor de desmontaje del “imperio romano”, una globalidad membranosa al borde de la implosión en la que todos los síntomas de decadencia —un síndrome total— están conectados al mismo tiempo a las relaciones y a los sujetos: guerras autogestionadas por la industria armamentística, cambio climático, acumulación por despojamiento, desigualdad creciente, irrealidad del futuro, líbido freudiana de apocalipsis.
La segunda tesis es sencillamente una evidencia que los historiadores —pienso, por ejemplo, en Josep Fontana— no dejan de recordar a quienes quieren escucharlos. Probablemente tenía razón Lenin frente a Bernstein o Kautsky sobre la falta de realismo de la “socialdemocracia” y su pretensión de democratizar el capitalismo; por desgracia el comunismo no se reveló más realista y a menudo sí menos democrático. Ahora bien, la paradoja estriba en que lo más parecido al socialismo que ha habido en el mundo no se dio en la Unión Soviética, aunque sí contra ella; lo más parecido al socialismo se dio en el seno del capitalismo más avanzado, en la Europa de la Guerra Fría, durante unos pocos años.
Un proyecto europeo de izquierdas del siglo XXI no debe proponerse el derribo de la Bastilla o la toma del Palacio de Invierno, sino el desmontaje del “imperio romano”
Entre, digamos, 1945 y 1980 el capitalismo europeo aplicó el “irrealista” programa socialdemócrata como resultado de la presión popular (pensemos en El espíritu del 45 de Ken Loach) y con el propósito de combatir el comunismo. El tiránico y empobrecido poder soviético, tan insatisfactorio para sus propios ciudadanos, regaló a la Europa capitalista unos años de relativa democracia y relativo bienestar (a costa, eso sí, de la “periferia” colonizada). Durante tres décadas ese programa socialdemócrata se impuso a todos los partidos, incluidas las democracias cristianas, hasta que Thatcher y Reagan, y a continuación la implosión de la URSS, invirtieron el proceso, de tal manera que fueron los neoliberales neocon los que acabaron por imponer su programa también a los socialdemócratas.
Nuestro inconmensurable señor de los pantanos, el muy inteligente y solapado Felipe González, ofrece en la España “retrasada” de los 80 el ejemplo más comprimido de esta evolución: sus intermitencias socialdemócratas dejaron paso enseguida —de Jekyll a Hyde— al compulsivo neoliberal que acabó apoderándose por completo de su personalidad y de sus gobiernos.
Si se trata, por tanto, de gestionar la caída del imperio romano en su época postrevolucionaria, postsoviética, neoliberal, atómica, necrófila y consumista, hay que aceptar este descorazonador retroceso: no se trata de interpretar el mundo, no se trata ya tampoco de transformarlo directamente; se trata de entrada de “conservarlo”. Si el capitalismo no es reformable, pero tampoco “derrocable”, si es sólo —quizás— desmontable, hay que desmontarlo racional y democráticamente y para eso hacen falta tres cosas: contar con la gente, contar con las instituciones y contar con el contexto global. ¡Casi nada!
El tren de la lógica
Contar con la gente significa encontrar un discurso de cambio, pero no-revolucionario, ceñido al degradado “sentido común” inherente a la civilización capitalista. Contar con las instituciones implica disputar y ganar elecciones, hacer trabajo político en el interior de la máquina, construir ejemplos prácticos, agregar aliados en el entramado internacional. Contar con el contexto global y, en este caso, europeo obliga a relativizar la soberanía estatal, buscar la formación de un frente multinacional y afrontar el hecho desazonante de que el capitalismo europeo no se está desmontando sino re-montando a partir de atavismos xenófobos y centrípetos.
Una vez más la respuesta frente a la tragedia de los refugiados da toda la medida de los retrocesos experimentados: 10.000 niños desaparecidos, puertas pintadas de rojo, falsas acusaciones de violación, confiscación de bienes, expulsiones masivas. Hungría y Polonia son la vanguardia del tranquilo nihilismo europeo, pero incluso países tradicionalmente más “civilizados” —Suecia o Dinamarca— se suman a esta normalización de la barbarie.
En este sentido y por razones históricas inesperadas y diversas (cuyo verdadero “núcleo irradiador” es el 15M), España es una excepción y una oportunidad. Así lo demuestran los resultados de las últimas elecciones y la ingobernabilidad repentina de un “régimen” concebido, en términos electorales y mediáticos, para favorecer al —dirá Monereo— “partido único articulado”. A través de Podemos España ha encontrado un discurso, una política y una vacuna. Se llama, sí, socialdemocracia. Pero ¿es la socialdemocracia un programa realista para desmontar el capitalismo?
En una Europa postrevolucionaria, un programa socialdemócrata no puede ser digerido por el capitalismo, y deviene mucho más “revolucionario” que cualquier declaración paralela a la realidad
Es más que incierto, pero tiene dos ventajas. La primera es que forma parte de la memoria legítima más o menos reciente; está presente, en efecto, como el “recuerdo” apetecido de ese regalo que nos hizo la Unión Soviética —contra sí misma— y funge fácilmente, en consecuencia, como el mínimo de sentido común que comparten la “civilización” capitalista y el deseo de cambio: podemos afirmar que la mayor parte de los españoles (Podemos, PSOE e IU) ha votado socialdemócrata.
La segunda ventaja es que, ahora que la Unión Soviética no existe y el neoliberalismo ha impuesto su hegemonía material en una Europa postrevolucionaria, un programa socialdemócrata no puede ser digerido por el capitalismo y, por eso mismo, deviene mucho más “revolucionario” que cualquier declaración anticapitalista radical paralela a la realidad. Toda la crisis del PSOE, por cierto, tiene que ver con el hecho de que Podemos obliga hoy al partido a escoger entre la obediencia a su electorado socialdemócrata, fósil vivo de los primeros años 80, redespertado por el joven Pablo Iglesias, o su sumisión al señor de los pantanos y a los barones neoliberales de la dirección, zombis al servicio de las puertas giratorias, el Ibex35 y la banca alemana.
Si algo nos han enseñado los últimos dos años de la historia de España es que ya no es posible coger el tren de la lógica y llegar a una estación prevista; pero ese tren, si no lo detiene un guisante o un gigante, lleva al PSOE directamente al precipicio.
Me gustaría proponer dos tesis como umbral de este artículo y presupuesto de las breves reflexiones sucesivas.
La primera es la de que el capitalismo, por su vocación totalizante, en extensión y en intensión, y por su poder para conectar tecnologías, acumulación, mercancías y...
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Santiago Alba Rico
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".
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