La batalla política por la Corte Suprema
La muerte del magistrado Antonin Scalia, nombrado por Reagan, termina con la mayoría conservadora. Republicanos y demócratas pelean por su nombramiento en plena carrera hacia la Casa Blanca
Álvaro Guzmán Bastida Nueva York , 2/03/2016
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Aupado por la ‘Revolución Conservadora’, Scalia llegó a la Corte Suprema en 1986 con el vigor de quien quiere cambiar el rumbo de una de las instituciones más poderosas del planeta. El juez, nacido en 1936 en Nueva Jersey en una familia de origen florentino y raíces profundamente católicas, se propuso capitanear una contrarreforma que le devolviera una altura moral y un rigor jurídico que él consideraba perdidos. En cierta medida, tuvo gran éxito. Pero la historia y la sociedad de Estados Unidos le adelantaron por la izquierda en los últimos años de su vida. Como su llegada, la súbita salida de Scalia de la Corte Suprema --y de este mundo-- ha pillado a muchos a contrapié, desatando una batalla cuyas consecuencias aún no están del todo claras.
La profunda huella de Scalia en la historia reciente de los Estados Unidos es innegable. Lideró la mayoría conservadora que tumbó el recuento electoral en Florida tras las elecciones de 2000, que llevaron a George W. Bush a la Casa Blanca. Su voto fue decisivo en la sentencia ‘Citizens United’, que dejó campo libre para que el dinero de los millonarios y las grandes empresas inundase las campañas políticas. También sentó jurisprudencia al dictaminar en 2008 que los ciudadanos tienen derecho a llevar pistola en la vía pública para su protección personal.
Además, Scalia es aún más célebre por sus votos particulares, que la periodista Margaret Talbot calificó, en un perfil publicado en The New Yorker en 2005, como el equivalente jurídico a destrozar una guitarra sobre el escenario de un concierto de rock.
En 2003, Scalia votó en contra de la decisión del Supremo de ratificar un programa de discriminación positiva en la Escuela de Derecho de Michigan. El Tribunal había hecho caso a los argumentos de la universidad, que defendía que tener una “masa crítica” de estudiantes de minorías raciales suponía un beneficio educativo y una mejora en el entendimiento entre razas. Pero Scalia, en su habitual estilo burlón, se desmarcó de la opinión de la mayoría: “Esa justificación mística para discriminar [a los blancos] por motivo de su raza”, escribió en su voto particular, “supone un insulto incluso para las mentes más crédulas”. Scalia añadió que el programa de inclusión racial era, en realidad, “una farsa para encubrir maquinaciones que hicieran que las admisiones se basasen en criterios raciales” en lugar de meritocráticos.
“No me cabe duda de que Scalia tenía a la opinión pública en mente al escribir sus dictámenes”, señala Michael W. McConnell, que fue juez federal entre 2002 y 2009 y ahora da clase de Derecho Constitucional en la Universidad de Stanford. “Escribía con una claridad enorme y recurría con frecuencia al humor mordaz. No utilizaba la jerga de los juristas, sino un lenguaje comprensible para cualquier persona con cierta educación”. El jurista va más allá: “Creo que no escribía tanto para la gente de hoy, sino más bien para los estudiantes de Derecho y los juristas de las próximas décadas”.
Quienes, como McConnell, admiran a Scalia a menudo citan dos características de su manera de entender la labor del juez: el ‘textualismo’ y el ‘originalismo’.
La doctrina del ‘textualismo’ sostiene que, al interpretar la ley, los tribunales no deben fijarse en la historia legislativa o el espíritu de las normas, sino ceñirse al texto literal de la ley misma. Además, limita el alcance de la ley a lo que dice explícitamente y, por ende, multiplica el poder del Tribunal Supremo –es decir de Scalia-- sobre el Congreso.
El otro dogma del piadoso juez –aficionado a la ópera y de misa diaria en latín-- es el llamado ‘originalismo’. Esta doctrina, mucho más controvertida, tiene que ver con la lectura de la Constitución como, en palabras del propio Scalia, “estaba entendida en su origen”. El magistrado propugnaba una lectura literal de un texto escrito en 1789 por una minoría de hombres blancos ricos –en muchos casos dueños de esclavos-- para resolver cuestiones del siglo XXI. En esta manera de entender la ley no hay espacio para la regulación del aborto, el reconocimiento de los derechos de los homosexuales o las leyes contra la discriminación de racial o de género.
Para el jurista Anthony DiMaggio, autor del libro The rise of the Tea Party (El ascenso del Tea Party), Scalia no era tan diferente al resto de jueces del Tribunal Supremo. “Se enmarca en la tradición que propone un Supremo que cuestione la agenda del poder establecido, de las grandes corporaciones, y una agenda ‘pro-business’ muy conservadora”.
Para DiMaggio, lo que diferenciaba a Scalia del resto de jueces no es que fuese más imparcial, sino lo mucho que se esforzaba en parecerlo. “Tomaba partido en guerras abiertas sobre asuntos como la regulación del Gobierno o los derechos de los homosexuales”.
Según cuenta el letrado Gerald Rosenberg en su libro The Hollow Hope (La esperanza hueca), los tribunales federales de EE.UU., en especial el Supremo, han demostrado a lo largo de la historia no estar dispuestos a cuestionar el statu quo. La primera vez que el Supremo se pronunció sobre la inconstitucionalidad de una ley, en 1857, lo hizo para negar los derechos políticos a los negros. A principios del siglo XX, el Supremo convirtió en rutina el tumbar leyes sobre salario mínimo, jornada laboral o limitación del trabajo infantil.
El Supremo de EE.UU. es quizá el mayor gigante jurídico de las democracias occidentales. La Corte aúna los poderes que a menudo se otorgan a los tribunales supremos –principalmente, el constituirse como corte de apelación de último recurso-- con los de los tribunales constitucionales: dirime si las leyes aprobadas por el legislativo son constitucionales y, al hacerlo, sienta jurisprudencia.
En un sistema como el estadounidense en el que las sentencias pasadas tienen tanto o más valor como las leyes, esto dota al Supremo de poderes extraordinarios, como si se tratase de un supraparlamento. No hay nada ni nadie por encima de los nueve magistrados del Supremo, cuyas sentencias son prácticamente incontestables pero, a la vez, no hay ningún tipo de control democrático sobre dichos magistrados, con cargo vitalicio desde su nominación.
Para Rob Hunter, doctor en Ciencia Política por Princeton y analista de la revista Jacobin, esto es una aberración. “El poder desmedido del Supremo supone un problema para la democracia”, sostiene Hunter. “Es un problema muy serio que esa institución tenga tal influencia en el proceso político sin que exista en ella participación directa del poder popular”. Para solucionarlo, propone que se plantee limitar los mandatos de los nueve jueces del supremo, o incluso que se establezca su elección directa.
Scalia se significó dentro y fuera del Tribunal como un acérrimo antiabortista y defendió a menudo con vigor la pena de muerte. Se opuso a la reforma sanitaria de Obama por considerarla una injerencia en el libre mercado. Pero quizá el asunto en el que más se involucró fue su oposición al matrimonio homosexual.
En su voto particular en 2003 contra una sentencia del Supremo que invalidaba una ley contra la sodomía, Scalia se despachó al prever que esa sentencia abría la puerta a la legalización del incesto, la poligamia, o a algo a su juicio aún peor: “¿Qué justificación podría quedar para negarles el derecho al matrimonio a las parejas homosexuales?”
La Historia daría la razón a los miedos del juez conservador doce años más tarde. Cuando el pasado junio, el Supremo aprobó, por cinco votos contra cuatro, la sentencia de un juicio previo que otorgaba el derecho a las parejas del mismo sexo a casarse, Scalia se revolvió contra sus compañeros de tribunal. Tildó a sus colegas de ser “un grupo selecto de patricios, para nada representativo de la sociedad”, y les acusó de violar el principio “sagrado de que no hay cambio social sin representación”.
Las encuestas de opinión decían precisamente lo contrario: una amplia mayoría aprobaba el matrimonio gay. Pero Scalia no tenía cómo saberlo: en 2014 dio de baja su suscripción al moderado The Washington Post y reconoció en una entrevista que se informaba solo a través de The Wall Street Journal, el ultraconservador The Washington Times y emisoras de radio de derecha.
Batalla por la sucesión
La muerte de Scalia ha abierto una batalla política formidable al esfumarse la ajustada minoría conservadora de cinco contra cuatro. Esto significa que las sentencias en las que el Tribunal ya había votado pero que no se habían hecho públicas quedan anuladas, por lo que se mantiene el veredicto de la corte anterior al Supremo, pero se elimina la capacidad de sentar jurisprudencia en esos casos.
En esta situación se encuentra un caso de suma importancia para el movimiento sindical. El Supremo había dado la razón, con el voto favorable de Scalia, a un trabajador que reclamaba su derecho a no pagar la cuota sindical, establecida en su empresa después de que la mayoría de sus compañeros aprobase la existencia de delegados sindicales. El trabajador argüía que ésta obligación infringía su derecho constitucional a la libre expresión, al preferir él no ser miembro del sindicato. Un fallo negativo podría haber supuesto la estocada definitiva para un movimiento sindical en sus horas más bajas en EEUU. Ahora los sindicatos respiran aliviados.
Otros casos pendientes, sobre la reforma sanitaria de Obama o la utilización del decreto-ley por parte del presidente para legalizar a varios millones de inmigrantes, quedan ahora en el alero.
Además, su muerte en plena campaña electoral, ha abierto una enorme batalla para el nombramiento de un sustituto. Obama ha anunciado que pretende hacerlo, tal y como lo marca la ley, pero los republicanos, con mayoría en el Senado, quieren bloquear la nominación y que sea el próximo presidente quien nombre al sucesor de Scalia. Confían en una victoria en las elecciones de noviembre que les permita salvaguardar la mayoría conservadora imperante en el Supremo desde hace décadas.
El establishment demócrata ve en esto una gran oportunidad para aglutinar el voto a Hillary Clinton. En la semana posterior a la muerte de Scalia, se han multiplicado las voces que hablan de no hacer ‘experimentos’ con el autodenominado socialista Sanders, y apostar por lo seguro votando a Clinton.
Para Hunter, la izquierda debería tratar de huir de ese debate, que considera tramposo. “La estrategia demócrata se centra en evitar que haya una mayoría conservadora, para salvar los muebles de las conquistas de hace décadas, como el aborto”. El argumento del miedo a la mayoría conservadora”, opina, “es limitado porque obvia el carácter “reactivo” del Supremo como institución. La batalla decisiva, añade, está en las calles, no en la Corte Suprema
Aupado por la ‘Revolución Conservadora’, Scalia llegó a la Corte Suprema en 1986 con el vigor de quien quiere cambiar el rumbo de una de las instituciones más poderosas del planeta. El juez, nacido en 1936 en Nueva Jersey en una familia de origen florentino y raíces profundamente católicas, se propuso...
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Álvaro Guzmán Bastida
Nacido en Pamplona en plenos Sanfermines, ha vivido en Barcelona, Londres, Misuri, Carolina del Norte, Macondo, Buenos Aires y, ahora, Nueva York. Dicen que estudió dos másteres, de Periodismo y Política, en Columbia, que trabajó en Al Jazeera, y que tiene los pies planos. Escribe sobre política, economía, cultura y movimientos sociales, pero en realidad, solo le importa el resultado de Osasuna el domingo.
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