Tribuna
Las dos almas de Podemos
En democracias desarrolladas no hay rupturas ni apertura de procesos constituyentes. Solo desde el ejercicio del poder puede cambiarse el país. Y la ocasión es ahora
Ignacio Sánchez-Cuenca 13/03/2016
Pablo Iglesias
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El resultado de las elecciones ha colocado a todos los partidos en una tesitura peliaguda, obligándoles a tomar decisiones difíciles y a definir sus prioridades. El que más complicado lo tiene es el PSOE, por estar en el centro de todas las combinaciones posibles: ha de optar entre un pacto de izquierdas con apoyo nacionalista, alguna de las variantes posibles de gran coalición, o nuevas elecciones (un acuerdo a tres entre PSOE, Ciudadanos y Podemos parece improbable por el momento). En una serie de artículos que he publicado en infoLibre he argumentado por qué creo que el PSOE debería apostar por el pacto de izquierdas.
Me gustaría en esta ocasión debatir sobre Podemos y su capacidad para pactar con otras fuerzas. La tesis que quiero defender es la siguiente: buena parte de la desconfianza que genera Podemos es consecuencia de la ambigüedad no resuelta sobre los fines que persigue el partido. Gracias a dicha ambigüedad, conviven dos almas dentro del partido o, si se prefiere, un programa máximo y un programa mínimo.
El programa máximo parte del diagnóstico de que España sufre una crisis “de régimen”, que culminará cuando la fuerza política que representa a “la gente” abra una fase constituyente. La fase constituyente, en el fondo, no es más que una adaptación estratégica del concepto milenarista de “revolución”: puesto que nadie podría tomarse en serio un discurso revolucionario en Europa a principios del siglo XXI, se rebaja la propuesta propugnando la apertura de un proceso en el que el poder ilimitado de la gente conforme un sistema político genuinamente democrático que deje atrás todas las hipotecas del “régimen del 78”. Una nueva política y una nueva economía aguardan tras esa fase constituyente.
El programa mínimo rebaja considerablemente la interpretación de la crisis actual. En lugar de una crisis de régimen, establece que hay dos crisis, una de los partidos tradicionales, carcomidos por la corrupción y la sumisión a los poderes económicos, y otra, más específica, de la socialdemocracia. La crisis originada por la corrupción da pie a la denuncia del “bipartidismo” imperante. La crisis de la socialdemocracia, por su parte, es consecuencia de haber transigido excesivamente con el paradigma neoliberal y haber hecho demasiadas concesiones en la construcción de la unión monetaria. En su versión más crítica, diría que se han desdibujado las diferencias entre los dos grandes partidos del país, PSOE y PP. La alternativa buscada en el programa mínimo no sería un nuevo tiempo político, una nueva época, sino más bien una socialdemocracia auténtica, como la del periodo dorado de posguerra, con posibles toques de transformación radical, como la introducción de una renta básica universal.
Creo que estos dos programas se mezclan en Podemos, produciendo los bandazos estratégicos y los cambios de mensaje que tan habituales se han hecho en este partido desde el día de su creación. El discurso de Podemos a veces se vuelve abstracto y fantasioso, lleno de invocaciones a un radiante porvenir que resultará de la superación del “régimen” actual; pero otras veces se pega al terreno, como cuando saca consecuencias del fracaso de Syriza, defendiendo entonces medidas que no son sino las de una socialdemocracia algo radicalizada. En el primer caso, el objetivo es asaltar los cielos; en el segundo, superar al PSOE.
A mi juicio, el espíritu maximalista conduce a Podemos hacia una intransigencia dogmática y sectaria y, sobre todo, hacia una cierta introversión, pues cualquier discrepancia procedente del exterior se interpreta como una reacción defensiva del “régimen” al que quiere derribar. Es muy difícil, en este sentido, establecer un intercambio que sea a la vez crítico y razonado, pues los “podemitas” suelen abalanzarse sobre quien ejerce la crítica, acusándolo de ser un puntal de un régimen putrefacto, de estar al servicio de los poderosos, de ser un paniaguado, etc.
Sin negar que el espíritu maximalista puede haber sido extremadamente eficaz como estrategia política para ganar apoyos de la gente más desengañada e irritada con nuestras instituciones y partidos, me gustaría mostrar que dicho espíritu no resiste un análisis crítico y que a medio plazo hace de Podemos un partido poco dispuesto para “mancharse” en la elaboración de políticas y la gestión de gobierno.
Comencemos por el diagnóstico, la “crisis del régimen” de España. ¿Qué es exactamente una “crisis de régimen”? La respuesta no es sencilla, pues se trata de un concepto vaporoso, muy alejado de las categorías que se utilizan en los análisis académicos de los sistemas políticos. En el famoso artículo de New Left Review, Pablo Iglesias afirmaba que dicha crisis consiste en la pérdida de hegemonía de las elites, cuya legitimidad se ve seriamente mermada. El “modelo social y político”, prosigue Iglesias, queda agotado, necesitando una sustitución. Si el 15M fue la manifestación social de dicho agotamiento, Podemos sería su manifestación política. Ahora bien, se puede estar en crisis de muchas maneras. En el caso de España, hay una evidente crisis de legitimidad tanto del sistema político como del sistema económico. Sin embargo, es dudoso que el régimen como tal esté en bancarrota, en el sentido de que se contemple su sustitución por un régimen distinto. Hasta el momento, el único componente del “régimen” que ha variado es el sistema de partidos, el resto de elementos resisten bastante bien. Que los partidos cambien y, llegado el caso, puedan cambiar algunos aspectos del sistema institucional, ¿es realmente una crisis del régimen?
De cualquier modo, incluso si aceptamos una forma tan poco rigurosa de referirnos a los sistemas políticos, la clave está en que las democracias de los países desarrollados no experimentan ni revoluciones, ni golpes de Estado, ni siquiera procesos constituyentes. Es esta una regularidad muy bien asentada en los estudios comparados. La riqueza de estos países aleja cualquier posibilidad de cambio traumático o radical. Los cambios son siempre graduales. Las razones de la estabilidad institucional de los regímenes democráticos desarrollados son muy variadas, pero tienen que ver sobre todo con el miedo a la incertidumbre que se asienta en sociedades que acumulan mucha riqueza. En España, más del 80% de los hogares tienen un piso en propiedad. Alrededor de un 20% de los hogares tienen valores en bolsa. Y cerca de un 25% de los hogares españoles tienen planes de pensiones. En una sociedad de propietarios, la disposición a correr riesgos disminuye. En estas condiciones, es difícil que se abran paso tesis rupturistas.
Al principio, Podemos asumió que las economías del sur de Europa estaban en un proceso creciente de “latinoamericanización”, de modo que los procesos de cambio político que se produjeron en algunos países de aquel continente (Venezuela, Ecuador, Bolivia) podrían exportarse, mutatis mutandis, a Europa. Pero la experiencia de Grecia debería haber dejado claro que nada parecido va a suceder en la vieja Europa. En Grecia ganó, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, un partido a la izquierda de la socialdemocracia, con una cómoda mayoría parlamentaria y un programa claro de rechazo a las políticas de ajuste: pues bien, a pesar de la tragedia humanitaria que se vive en el país heleno, Syriza tuvo que echarse para atrás incluso después de haber sometido la cuestión a referéndum y obtener un contundente apoyo popular a favor de su oposición a las políticas de la troika. Podemos suele responder alegando que el problema de Grecia es que representa una fracción demasiado pequeña de la economía de la eurozona, mientras que España constituye algo más del 10% del PIB de la unión monetaria. Aun siendo esa diferencia innegable, sería absurdo pasar por alto que España tiene en estos momentos una fuerte dependencia financiera del exterior, pues tanto nuestras empresas como nuestro Estado están muy endeudados. Con un nivel de dependencia tan elevado, un cuestionamiento unilateral de nuestros compromisos con Europa supondría un serio peligro para la solvencia del sistema económico español.
Otra cosa sería que España estableciera una alianza con el resto de países del sur de Europa (Grecia, Italia y Portugal), que en estos momentos están todos en manos de gobiernos progresistas. Eso sí permitiría plantear un cambio de reglas y políticas en el seno de la UE. Pero para ello, en mi opinión, sería necesario que Podemos abandonase del todo los planes nada realistas de su espíritu maximalista y se volcara en apoyar la formación de un gobierno progresista con el PSOE que permitiera la formación de dicha alianza europea.
Lo diré una vez más: en democracias desarrolladas no hay rupturas ni apertura de procesos constituyentes. El hecho de que en Grecia, el país más golpeado por la crisis de Europa occidental, lo que haya cambiado sea el sistema de partidos y no el régimen, debería servir para abrir los ojos de una vez. En España el sistema de partidos está también en proceso de cambio, pero no así el “régimen”. Ni siquiera se vislumbra la posibilidad de cambios constitucionales en el horizonte, por más que estos parezcan indispensables para encauzar el conflicto catalán.
Si Podemos abandona sus pretensiones maximalistas y se centra en garantizar un gobierno de progreso, pasará a ser un socio en el que se pueda confiar. Tendrá que asumir la resistencia al cambio de la realidad política y tendrá que presionar fuertemente al PSOE para que este abandone algunas de sus inercias más sólidamente establecidas. El resultado final probablemente quede lejos de sus aspiraciones. Pero solo desde el ejercicio del poder puede cambiarse el país. Y la ocasión es ahora.
El resultado de las elecciones ha colocado a todos los partidos en una tesitura peliaguda, obligándoles a tomar decisiones difíciles y a definir sus prioridades. El que más complicado lo tiene es el PSOE, por estar en el centro de todas las combinaciones posibles: ha de optar entre un pacto de izquierdas con...
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Ignacio Sánchez-Cuenca
Es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y La izquierda, fin de un ciclo (2019).
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