Farruquito conquista Nueva York con virtuosismo, pasión y raza
“¿Qué es la pureza? ¿Lo antiguo? No, la verdad, lo que se hace con el corazón y con conocimiento”, afirma el bailaor, que presenta en el Flamenco Festival su espectáculo ‘Improvisao’ con un recuerdo emocionado a su abuelo Farruco
Álvaro Guzmán Bastida 19/03/2016
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Con la barbilla alta y sus ojos negros clavados en el infinito, ante un público entregado que le había ovacionado durante casi ocho minutos, Juan Manuel Fernández Montoya, Farruquito, se acordó de su difunto abuelo, El Farruco. Nadie entendió del todo sus palabras en un esforzado y florido inglés. Lo que quiso decir fue lo siguiente: “Mi abuelo siempre me decía: ‘Tú vuela; trata de volar, pero no te muevas”.
Farruquito venía de deleitar a las 3.000 personas que abarrotaban el auditorio New York City Center, con un despliegue de virtuosismo, pasión, raza y –sí– delicadeza. Presentaba el espectáculo Improvisao, una función de hora y media que va a llevar de gira por medio mundo. Arropado por la bailaora Gema Moneo, tan diminuta como imperial, y siete músicos de bandera, Farruquito logra en Improvisao lo que afirma --de ahí la referencia al Farruco-- nunca hubiera podido hacer sin la educación que recibió de su abuelo desde niño: un espectáculo que reivindica las raíces del flamenco a través de la improvisación, con una mínima estructura previa y dejándolo casi todo a la química entre los músicos.
“Si sé improvisar es gracias a él”, cuenta a CTXT al día siguiente de su actuación. “Porque si él me hubiese formado de otra manera, a lo mejor yo tendría habilidad, pero no tendría el recurso de poder improvisar una actuación entera: eso seguro que no”. De ahí, señala, la frase de su abuelo sobre volar con los pies en el suelo. “Eso para mí quiere decir que tú puedes evolucionar, y puedes creerte un pájaro, pero si un pájaro nunca se posa en sus raíces, se pierde en el aire.”
Para ser un espectáculo que arriesga en su formato --“los palos son los mismos, pero cada noche sale algo diferente”, recalca el bailaor-- Improvisao tiene mucho de reivindicación de la pureza del flamenco. El jueves pasado, tras una deliciosa introducción de los guitarristas y las cantaoras, Farruquito irrumpió en escena como una gacela, flanqueado por Gema Moneo, para abrir la función con unas sentidas seguiriyas. (Farruquito encarna en el escenario una fauna de personajes: es león, tigre, hiena, gacela, serpiente, gato ardilla, caballo o toro, según lo que él llama el acento del compás, que a menudo marca él pero a veces deja que lleven sus músicos).
Ataviado con un impecable traje azul oscuro y un chaleco rojo sangre, el bailaor sevillano se deslizó por el escenario nada más saltar a él como una ardilla por las ramas de un roble, logrando complicadas proezas con aparente facilidad. En ningún momento se apreció un cambio de peso forzado, o un arqueado de piernas antinatural. No dejó entrever un ápice de dificultad en movimientos sumamente complicados, y ejecutó los más sencillos con la elegancia de un caballo árabe.
En su característico crescendo, Farruquito fue desplazando del centro --dramático y físico-- de la escena a los músicos que le acompañan en cada número, que termina, como en el caso de las seguiriyas con las que abrió la función del jueves, con remates inverosímiles. El público recibió cada uno de esos remates con regodeo, como quienes celebran un punto con Rafa Nadal, puño al aire. No faltaron los óles que, según Farruquito contaba al día siguiente de su debut en el festival, le emocionaron más que a nadie: “Olé ustedes, que lo estáis disfrutando”, confiesa que masculló. Nueva York tiene un significado especial para el Hijo Pródigo Farruquito.
Cuando tenía cinco años, sus padres, el cantaor Juan Fernández Flores, El Moreno, y la bailaora Rosario Montoya Manzano, La Farruca, viajaron a Nueva York para participar en el espectáculo Flamenco Puro, en el teatro Mark Hellinger, de Broadway. El Moreno y La Farruca no tenían con quién dejar a su hijo Juan en España, así que se lo llevaron a hacer las Américas. Corría 1986 y en aquel espectáculo actuaban también el abuelo de Juan, El Farruco, además de Manuela Carrasco, y los cantaores Juan José Amador, Diego Camacho y Adela Chaqueta. “Ese cartel ya no existe”, cuenta tres décadas después Farruquito, que no se perdió ninguna de las actuaciones, y saltó al escenario en varios fines de fiesta. “Lo que más me impresionó, más que el talento enorme que tenían, fue ver cómo eran en el camerino, cómo se respetaban, cómo se admiraban, cómo querían bailar y tocar uno mejor que el otro, claro que sí, pero con un respeto y una cosa tan sana y tan bonita. Yo vi esa filosofía, ese flamenco puro, y me enamoré”.
El joven Juan Manuel dejó de ser Juan y empezó a ser Farruquito al regreso de aquel viaje.
“Me fui adonde mi abuelo Farruco y le dije, ‘papa’, yo quiero ser bailaor flamenco. “¿Cómo? Tú estás loco”, recuerda que le dijo su abuelo. “Esto no es solo salir al fin de fiesta a pasárselo bien: tienes que ensayar todos los días, tienes que aprender de cante, de guitarra, tienes que ver todos los vídeos que puedas, tienes que ir a todos los espectáculos que puedas, tienes que estar metido en el ambiente, tienes que hacer todo lo que yo te diga, pero no me imites nunca, para que bailes con toda la personalidad, tienes que aprender de todos, pero nunca hacer el movimiento que nadie hace… Ten cuidado que esto es más difícil de lo que tú te piensas. ¿Tú quieres ser bailaor flamenco? Yo estaba enamorado. Yo me enamoré. Le dije que sí, y nos pusimos a trabajar. Y aquí estoy, aprendiendo todavía”.
Farruquito, que a los 10 años bailó en un videoclip de homenaje a Camarón y a los 13 apareció como joven figura en la película Flamenco, de Carlos Saura, está acostumbrado a la etiqueta de ‘niño prodigio’, que rechaza de pleno: “Existe el mito de que el flamenco se aprende así y ya está. Es mucho más difícil de lo que la gente piensa”, apunta. “Yo no digo que el talento no venga en los genes, porque yo tengo un niño que tiene tres años y no sabe contar, pero baila por bulerías al compás, por seguiriyas, y por soleás y por tangos, y por alegrías, y distingue los palos igual que yo de bien”, cuenta. Pero, añade, eso es solo una base sobre la que luego desarrollar el estilo, a base de trabajo. “Eso no quiere decir que luego no se junte con un guitarrista y con un cantaor y le canten, y se equivoque y vuelva yo a explicarle las cosas, como hacían mi padre y mi abuelo conmigo… Es otra formación, pero es una formación, Dios mío, es la formación de la vida”.
La del pasado jueves fue la primera de las dos actuaciones del NY Flamenco Festival 2016, que sirvieron de apertura para un encuentro que traerá a la gran manzana a la Compañía Rocío Molina, el Ballet Flamenco de Andalucía y Vicente Amigo, entre otros.
El jueves, tras sus estremecedoras seguiriyas, Farruquito cedió la escena a Román Vicenti y José Gálvez, que interpretaron un exquisito solo de guitarras. Los guitarristas, que hasta entonces habían tenido un papel secundario, se lucieron en una actuación llena de poesía, en la que parecieron dos amigos en la barra de un bar, oscilando entre lamento y la risa, entre el llanto y la carcajada. Sus rasgueos sobrevolaron el resto de una actuación meteórica, con otro turbador solo de Vicenti poco antes del cierre, dotándola de la pausa trascendental que, quizá, le faltó en algunos otros momentos.
El idilio de Farruquito con Nueva York no terminó con aquel debut ‘en pañales’ en Broadway a mediados de los 80. En 2001, cuando regresó a la ciudad, The New York Times lo celebró como el mejor artista que había pisado la Gran Manzana en todo el año. Dos años después, coincidiendo con otra visita, la revista People le eligió “una de las 50 personas más bellas del mundo”. Desde entonces, en parte por problemas de visado, no había podido volver a pisar un escenario en Nueva York. Hacerlo con un espectáculo como Improvisao tiene un valor especial para él.
En ciertos momentos, el espectador tiene la sensación de estar presenciando un salto sin red, con mucho más riesgo que el de una actuación más estructurada. Farruquito es consciente de ello: “Es un arma de doble filo, cuidado: es una responsabilidad muy grande, porque ¿a ver qué sale cada día”. Pero lo reivindica como una vuelta a sus raíces, a un flamenco sin complejos, más allá de los dictados del mercado y las fusiones. “Yo dejo que el flamenco haga conmigo lo que quiera, no pretendo hacer yo con el flamenco lo que a mí me dé la gana. No entiendo que tú vayas a ver un espectáculo y cuando hay un remate y cuando a ti te toca el corazón, tú digas: ‘¡Qué bonito el concepto!’ No. Si cuando hay un remate tú no te levantas y dices olé, algo está fallando”, señala. Por eso, dice, reclama la vuelta a la pureza: “¿Qué es la pureza? ¿Lo antiguo? No, la verdad. La pureza es la verdad, lo que se hace con el corazón y con conocimiento”.
Hay una suerte de milagro en Improvisao, un hilo invisible que impide que el espectáculo se pierda en la total anarquía con la que coquetea, sin más formato que un guion básico de quién toca cuándo, para facilitar la labor de iluminación. Para Farruquito, ese hilo invisible es algo tan sencillo como el compás. “Este espectáculo se prepara con la formación de toda una vida: el cantaor sabe de baile y el guitarrista de cante. La formación flamenca existe, y es lo que compartimos. Por eso todos seguimos al compás, que es el más viejo de todos, y al que hay que respetar”.
“Con este espectáculo lo que busco es decir: ‘Bueno Juan, siendo muy joven, has tenido la suerte de bailar en muchos países y compartir cartel con los mejores, siempre, siendo un niño y sin tener ni idea. Pero claro, llega un momento en el que digo, espérate un momento: ¿Y si me atrevo a hacer algo, con lo que he aprendido, sin estructura, sin saber lo que voy a hacer? Voy a oír el cante, voy a escuchar la guitarra, y voy a bailar”.
Y vaya si baila. El jueves, después del místico solo de guitarra, Farruquito tomó el escenario en su encarnación más felina: transmutada la piel por un chaleco dorado, una corbata del mismo color, y disimulados los rizos por un moño en el que ataba su coleta, fue dando pasos largos pero tímidos, dejándose querer por el cante perturbador de unas Fabiola Pérez y Mari Vizarraga que parecían disputárselo como a una pieza de caza. Agarró una silla y, tras acariciar al guitarrista, se sentó, como deleitándose en el goce de verse seducido. Allí dejó que se le acercaran, primero Pérez, con un cante que desgarra el alma, y después Vizarraga, que parece querer acariciarlo con su voz. De pronto, como despertando de un hechizo, Farruquito despegó de la silla como un resorte para comerse el escenario a golpe de zapateo, con una actuación por alegrías que puso en pie a más de uno.
Fue el plato fuerte de la noche, un despliegue de todas las facultades de Farruquito, desde su sentido del drama a la pasión de su juego de pies, pasando por sus delicados cruces de piernas y el ligero arqueo de los dedos, que sirven de lazo que envuelve sus pasos. Fue el momento más flamenco de una actuación eminentemente flamenca. Así lo sintió Farruquito: “Yo sigo siendo flamenco y me voy a morir siendo flamenco. Para mí, evolucionar no es irme a otros lugares, sino compartir, vivir en otros lugares, pero saber volver”. Improvisao, es en el fondo, eso: la vuelta de alguien que no terminó de irse nunca; del hijo de La Farruca y el nieto de El Farruco, que vuelve, para confirmarse, a la ciudad que le bautizó como flamenco.
Con la barbilla alta y sus ojos negros clavados en el infinito, ante un público entregado que le había ovacionado durante casi ocho minutos, Juan Manuel Fernández Montoya, Farruquito, se acordó de su difunto abuelo, El Farruco. Nadie entendió del todo sus palabras en un esforzado y florido inglés. Lo que...
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Álvaro Guzmán Bastida
Nacido en Pamplona en plenos Sanfermines, ha vivido en Barcelona, Londres, Misuri, Carolina del Norte, Macondo, Buenos Aires y, ahora, Nueva York. Dicen que estudió dos másteres, de Periodismo y Política, en Columbia, que trabajó en Al Jazeera, y que tiene los pies planos. Escribe sobre política, economía, cultura y movimientos sociales, pero en realidad, solo le importa el resultado de Osasuna el domingo.
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